viernes, 20 de marzo de 2009

El crimen

Y ahora, porque pocas cosas hay que me gusten más, la segunda parte de “La espera…”.

Un abrazo.

El crimen

Hacía ya mucho tiempo que esperaba, y el maldito Juez seguía sin aparecer. -¿Dónde estaba?- se preguntó con impaciencia. Musitó una blasfemia entre dientes y escupió al suelo. Quizás la espera fuese larga, así que debía tranquilizarse. Fijó la vista en el verde pulido del garaje, de forma inconsciente, casi sin ver nada, y dejó que brotaran los recuerdos. Unos recuerdos tristes y amargos.

A pesar de los muchos años que habían pasado, aún recordaba con toda claridad su primer asesinato, cuando todavía era un joven sin otra posesión que su futuro. Y un rostro. Aún recordaba el rostro de su víctima. Aquella expresión desencajada y exangüe que le acompañaría el resto de su vida. Como tantas otras expresiones de tantas otras víctimas.

Lo de aquel chico no había sido premeditado, no se trataba de un encargo profesional, ni tan siquiera había sido intencionado. Simplemente ocurrió. Y cambió su vida para siempre.

Aquel chico era muy joven. Demasiado, quizás. Tan joven que murió por serlo, por mezclar juventud, atrevimiento, malas compañías y güisqui barato.

La pelea había surgido en un bar. En uno de esos bares de barrio con taburetes cojos, botellines de ginebra y futbolín abandonado. En uno de esos bares llenos de historias tristes y viejos sin familia.

Fue por una mujer, como siempre. Una mujer que se sentía guapa y coqueta, y que quiso forzar la cuerda de los celos. Una mirada sensual y descarada de una chica descarada, una mirada de rabia de su joven novio, un empujón inconsciente y una pelea que se dirimió en la calle, rodeados de noche, alcohol, gritos incontrolados y una cuchillada certera. Con una bastó. Una que se incrustó en las tripas y segó una vida. Una cuchillada que truncó dos. Después vinieron los llantos de la chica y los lamentos de sus amigos. Luego vino una condena que duró siete años.

Siete años. Aquel encierro le cambió. Fueron siete años para pensar, siete años de odio y resentimiento, siete años de aprendizaje que lo convirtieron en un experto criminal, fruto típico de un sistema penitenciario enfermo y corrupto.

Su vida había cambiado mucho desde entonces, igual que su alma, y pensaba en ello con frecuencia, dejándose llevar por el anhelo de una vida que no regresaría jamás, por la nostalgia de una vida que pudo haber sido y no fue.

El ruido de una puerta al abrirse lo arrancó de sus pensamientos. La cara de aquel chico celoso desapareció del mismo modo que había surgido, y toda su atención se centró en el hombre que avanzaba hacia él. Había llegado el momento de actuar, y no iba a permitir ningún fallo.

Un hombre de unos sesenta años apareció en el garaje, y el asesino lo reconoció de inmediato. Sin el más mínimo rubor, sintió una punzada de alegría en el estómago. Después de todo, quizás llegase a tiempo al club. El hombre se dirigió hacia un BMW de color gris, algo anticuado ya, y sacó un pequeño llavero del bolsillo. Su aspecto era el de uno de esos catedráticos bonachones tan queridos por sus alumnos: traje de tweed, mirada limpia, perilla recortada y cabello cano. Caminaba sin escolta, y se le veía tranquilo. Mateo se felicitó por ello. Habría sido un fastidio tener que lidiar con un profesional.

El asesino salió de su escondite y siguió a su víctima. Miró a su alrededor, comprobó que no había nadie y desenfundó el revolver. Era la hora de su cita con el crimen.

El Juez ya estaba muy cerca del coche, y el asesino apuró el paso. Quería situarse tras él, encañonarlo y disparar. Rápido, limpio e indoloro. Después de eso, a otra cosa.

Se acercó a él en silencio, se pegó a su espalda y levantó el arma. Un disparo y la cabeza de aquel Juez volaría en mil pedazos. Empujó con suavidad el gatillo, el percutor se desplazó con timidez…y

Un reflejo inoportuno lo delató. La imagen de Mateo en los cristales del coche, como un espectro funesto que acude a cobrarse un alma, mostró al Juez el momento de su muerte. El viejo se paralizó, un escalofrío mordió con saña su espalda y un vacío se alojó en sus tripas, como un frío que recorría su estómago separando sus entrañas. Sin saber muy bien cómo, casi inmóvil por el terror, el Juez se dio la vuelta y se enfrentó con su asesino.

Sus ojos, claros y limpios, se clavaron en el revolver. Su mirada se sumió en una negrura insondable y vacía, en un cañón negro y profundo que lo llevaba al abismo más aterrador. Tras el revolver, unos ojos oscuros, inexpresivos, como esos tiburones que uno cree ciegos, insondables como el cañón.

-¿Por qué?- acertó a preguntar el viejo Juez.
-Nada personal.- dijo Mateo con una voz neutra, desprovista de sentimientos. –Sólo trabajo.

Un fogonazo, un brillo intenso, un ruido ensordecedor que hizo retemblar las paredes. La cabeza del Juez fue empujada con violencia hacia atrás, como un muñeco desmadejado. Una vaharada de humo azul dibujó unas curiosas volutas rizadas y nubló la vista de Mateo. Cuando se hubo disipado, el viejo yacía en el suelo, con los brazos ligeramente extendidos. Un orificio, negro y sanguíneo como el infierno, adornaba su frente. Un líquido denso y rojizo teñía su rostro y sus cabellos.

Mateo lo miró durante unos segundos, guardó su revolver y se dirigió a la salida del garaje.

A partir de ese momento, un rostro más acudiría a la cita con los remordimientos. Uno más que brotaría de su mente, mostrando una expresión desencajada y exangüe.

sábado, 14 de marzo de 2009

La espera del asesino

Otro relato, otro ejercicio. Ha surgido esta tarde. A ver qué os parece.

Un abrazo.

La espera del asesino

Le dolían las plantas de los pies, sentía una especie de quemazón, y sus piernas hacía ya mucho que se habían entumecido. La espera estaba siendo demasiado larga, mucho más de lo que él hubiese creído en un principio, y eso le crispaba los nervios. Su Creador, fuese éste quien fuese, no había hecho un gran trabajo con su paciencia, nunca tal virtud lo había adornado, y para él era un suplicio aguardar para actuar.

Se había acomodado, si tal palabra puede definir lo que él sentía en aquellos momentos, tras uno de los pilares del enorme garaje, debajo de la rampa de acceso. La altura del cubículo que lo cobijaba era, a todas luces, insuficiente para su elevada corpulencia, y por ello se veía obligado a doblar el espinazo más de la cuenta. Le dolían los riñones, las piernas estaban muy tensas, y le temblaban, y su enfado crecía por momentos. ¿Cuándo iba a aparecer aquel maldito juez? Se llevó la mano hasta su costado izquierdo y palpó con alivio el arma que escondía bajo la gabardina. Aquello hizo que se tranquilizase. Le gustaba aquel revolver, le gustaba lo que sentía cuando lo llevaba, la seguridad que le daba, y le gustaba en qué lo transformaba.

Iba a despachar a un tipo, un juez o algo así. Por lo visto, éste había molestado a alguien muy importante, alguien con quien no se podía jugar, y ahora iba a pagarlo con la vida. Los motivos que ese alguien tenía para ello no le importaban, nunca le habían importado, y seguiría sin hacerlo. Lo único que contaba era la soldada que por ello iba a percibir. Dinero fresco, dinero que gastar. Aquello era lo único que importaba. Despachar a alguien, no.

Retumbó un eco de pasos que lo sobresaltó. Dio un paso atrás, se sumergió en la oscuridad del cubículo y aguardó unos segundos. Aquello le molestó. Allí la altura era todavía menor, y el dolor de riñones se acentuó. Los pasos eran cada vez más cercanos, el eco más rotundo, y el pulso de su corazón se aceleró. La adrenalina comenzaba a correr, su respiración, contenida con esfuerzo, pugnaba por agitarse con violencia, y sus dedos, crispados en un estrecho apretón en torno al revolver, se blanqueaban por la presión.

Los pasos se aproximaban cada vez más, con una cadencia rítmica que le ponía nervioso, retumbaban en las paredes, en el techo, se colaban en sus oídos, y los martilleaban con insistencia. Su pulso se aceleraba, sentía el corazón en el pecho, en las sienes, y golpeaba con violencia. Él se apretaba contra la pared, ocultándose en la protectora oscuridad, y su víctima se aproximaba. Unos pasos más y estaría junto a él. Sacaría su revolver, apuntaría, fuego, y hasta otra. Trabajo resuelto, a cobrar, y al club de “las chicas”, a pasar un rato agradable. Recordó el profundo olor a perfume que inundaba aquel club, que inundaba todos los clubes, y deseó encontrarse allí.

Unos segundos más, unos pasos más. Tan sólo unos pasos más.

Una sombra, oscura y alargada, avanzó hacia él, oscilante en el suelo, cada vez más cercana, cada vez más oscura. Sacó el revolver, estiró el brazo y esperó. Sería un disparo, uno solo, un tiro en la base del cráneo, un chorro de sangre y nada más. El resto, historia.

Sus dedos se cerraron aún más, el alza no temblaba, el gatillo era fácil. La sombra avanzó, y surgió un hombre. Un tipo joven y trajeado, un elegante ejecutivo, algún estúpido licenciado pagado de sí mismo que, a buen seguro, estaba encantado de conocerse. Pero era demasiado joven. Los dedos se aflojaron, su rostro se crispó, y una maldición brotó de sus labios. Aquel no era el tipo. –Maldita sea- murmuró entre dientes. Bajó el arma. El hombre pasó de largo. Los pasos se iban alejando, el eco se iba atenuando, y su enfado iba creciendo. Guardó el revolver, se pegó contra la pared y se dispuso a esperar. Los riñones le dolían cada vez más. La quemazón de sus pies crecía y las piernas estaban muy tensas. Pensó en las chicas. Esta vez tendrían que esperar. ¡Menuda mierda!

–Maldita sea. ¿Dónde se habrá metido ese Juez?

viernes, 13 de marzo de 2009

El Odioso y cruel Don Gaspar de Blanes ( 3ª Parte y última)

Y llegó la tercera y última parte. Espero que os guste. Para eso lo hago.
Un abrazo.
El odioso y cruel Don Gaspar de Blanes.
Don Álvaro Tristán pasó la noche sumido en una gran preocupación. Conocía de la crueldad y los excesos de Gaspar de Blanes, sabía que su respeto por sus vasallos era nulo, y se había dado cuenta, sin el menor asomo de duda, del interés y el arrobo que el viejo sanguinario había experimentado al ver a Lucía. Pasó las horas removiéndose inquieto en su jergón, incapaz de conciliar el sueño, acompañado tan solo por una ligera duermevela. ¿Qué oscuras intenciones albergaba aquel canalla? ¿Cómo podía huir de la malvada sombra que se cernía sobre Lucía? Aquellas preguntas se clavaban como dagas en su mente, pero ya faltaba poco. Por la mañana tendría las respuestas.

Algunas horas después, con los párpados oscurecidos por la vigilia, don Álvaro se levantó de la cama y abandonó la casa. Lucía dormía plácidamente, ajena al interés que su figura había inspirado en Gaspar, y su padre no quiso despertarla. El sol asomaba en el horizonte con un halo rojizo muy perezoso. La mañana, algo fría aún por el aire que bajaba de las cumbres, comenzaba a revivir con timidez, pero ya los cantos del gallo y los gorjeos de los pájaros se atrevían a despuntar.

Don Álvaro respiró con fuerza, llenó sus pulmones con el aire frío del alba y lo expulsó lentamente. Unos nervios lacerantes le carcomían el cuerpo. Un escalofrío helado recorrió su espalda. Tenía muy presente la sucia mirada que Don Gaspar había dirigido a su hija. Le había repugnado, le había enfadado y, en ese instante, le atemorizaba. Sabía qué significaba aquello, y no pensaba permitirlo. Se giró hacia su hogar, echó un último vistazo, y comenzó a caminar. El de Blanes aguardaba por él.

Los vecinos ya habían comenzado a arremolinarse frente a la casa que su señor había ocupado la noche anterior. Un leve rumor de preocupación llegó a los oídos de Don Álvaro. Muchos de ellos no habían conseguido frutos suficientes de su trabajo como para pagar la renta exigida. El esfuerzo realizado había sido baldío, sus beneficios eran inexistentes, y sus familias se veían necesitadas. El clima había sido intransigente durante todo el año, pocos momentos de paz les había traído, y la tierra era cada vez más pobre, cada vez más estéril. Ante tal situación, las cosechas habían sido lastimosas, exiguas, y había aparecido de nuevo el fantasma del hambre. Como única forma de luchar contra él, los de Robledo decidieron jugársela y tiraron de los diezmos. Y ahora se habían acabado. Tenían que pagar y no tenían forma de hacerlo. Y eso conllevaba un castigo.

Don Álvaro se aproximó hasta sus vecinos a tiempo de ver al de Blanes asomar por la desvencijada puerta. Su aspecto era el de un moribundo: Escuálido, ojeroso, con el rostro oscurecido por una barba blanca y espesa. Su silueta, tal era el dolor que le aquejaba, amenazaba con doblarse hasta besar el suelo, y sus piernas, flacas y arqueadas, temblaban como animadas por el viento. El silencio se adueño del pueblo. Los fríos ojos grises de Don Gaspar se posaron sobre sus vasallos con un tenor amenazante. Los miró a todos detenidamente, escrutando sus miedos y su rabia, hasta que llegó a Don Álvaro. Una sonrisa torcida y oscura afloró entonces a sus labios. Una sonrisa enferma de piorrea que parecía la puerta del infierno. El maestro mantuvo la calma, fijó la mirada y la sostuvo con gallardía. Entonces llegaron los corchetes.

La patrulla, armados de arcabuces y pistolas, rodeó a los vecinos de Robledo. Dos de ellos, de gran tamaño y feroz aspecto, se situaron tras su señor y se cuadraron. Dio entonces comienzo la intervención de don Gaspar.

-Ha llegado la hora, pandilla de haraganes. Ya sabéis a qué he venido, así que andar ligeros, que hay prisa.- dijo con una voz aguardentosa.
Los vecinos se miraron unos a otros con temor. Temían el estallido de furia que, a buen seguro, iba a producirse de un momento a otro, pero Don Álvaro, sin arredrarse ni un instante, se puso al frente y comenzó a hablar.
-Con su permiso, Excelencia.- comenzó.- Ningún secreto le desvelo a usted si le digo que el año ha sido muy malo, que las cosechas no han florecido como de ellas se esperaba o que las bestias no han empreñado como era habitual. El pueblo se ha sumido en la miseria, en el hambre, y todo nos ha sido necesario.

El de Blanes lo miraba en silencio, con una fría expresión en su rostro y un brillo de furia en sus ojos. Odiaba a aquel hombre como nunca había odiado a nadie. Odiaba su honestidad, su valor, su coraje. Lo odiaba por el respeto que le profesaban sus vecinos, por el cariño que le tenían y por la bondad que lo adornaba. Lo odiaba con toda su alma, lo odiaba con todas sus fuerzas, porque Álvaro Tristán era todo lo que él no era, todo lo que él, algún día, cuando era un mozalbete, había deseado ser. Lo odiaba porque, era consciente de ello, el maestro era mejor que él. Y todo ese odio afloraba ahora a sus ojos.

-El hambre ha acuciado a mis vecinos hasta límites intolerables. Son fieles a usted y trabajan duro, de sol a sol, pero han tenido que acogerse a todo lo que estas tierras pudieron producir. Echaron mano de todo, y ya nada queda que usted pueda llevar a su casa. – explicó Don Álvaro. – Mas no se inquiete, Excelencia. Este año las cosas pintan bien, las semillas han prendido con amor en la tierra y las bestias están fuertes. Tan sólo ha de esperar algo más. Estas gentes le compensarán como usted merece, no le quepa duda.- El maestro hablaba con cuidado. Debía defender a sus vecinos, pero temía provocar la ira del de Blanes. Sabía que, si eso se producía, el castigo que iban a sufrir los de Robledo sería terrible. Por eso se encomendó a sus habilidades.

Pero sus argucias no dieron resultado.
-¿Acaso insinúa que nada hay que llevar a mis graneros? – preguntó Don Gaspar.
-Así es, Excelencia. Las circunstancias no lo han permitido. Estas gentes hubieran muerto de no haberse valido de los diezmos.
-¡Pues que mueran, por Dios! ¿Cómo se atreven a cometer tal falta? ¿Conocen el pecado que eso significa? ¿Acaso no conocen la penitencia que suelo imponer?- gritó enfadado. Le temblaba el labio inferior, su rostro se enrojecía por la ira, y su cuello, estrecho y flanqueado por gruesos tendones, se poblaba de venas como cuerdas.

Los vecinos de Robledo se agruparon asustados, retrocedían por el miedo, pero a ningún lado podían ir. Los corchetes se lo impedían con sus mosquetes. Se veían rodeados, impotentes, podían sentir cómo el odio de su señor se cernía sobre ellos. Podían notar la sombra de su mano sobre sus cabezas, el peso de su rabia, que les atenazaba las tripas, la áspera cuerda, que ya se ceñía y apretaba. Pero Don Álvaro no cedía.

-¡Detenedlos a todos! –ordenó con furia. – ¡No tendré compasión! ¡Pagarán por esto!
-Sea comprensivo, Don Gaspar, se lo ruego. Esta gente no puede valerse por sí misma, y no ha sido su intención ofenderle. Sea compasivo. –intercedió.

Don Gaspar miraba al maestro con desprecio, con una mueca desencajada y la figura aún más encorvada.

-Nada valen ya sus vidas. Se lo aseguro, …a menos que…
En ese instante, el estómago de Don Álvaro se contrajo por una terrible sospecha.
-Su hija, Don Álvaro.
-¿Qué?- apenas pudo preguntar el maestro.
-Su hija. La dulce muchacha que tuve el gusto de contemplar ayer.- dijo con una horrible sonrisa. –Me place enormemente, es cierto. Me gustaría tomarla por esposa, y consentiría en perdonar a toda esta gente si usted decide entregarla libremente.
-¡Jamás permitiré tal cosa! ¡Nunca! –gritó Don Álvaro.
-Sea pues- dijo el de Blanes, encogiéndose de hombros con un gesto cínico. –¡A la horca con ellos, venga!
Gritos de horror inundaron la pequeña explanada. Los corchetes se lanzaron contra los aldeanos y comenzaron a propinarles golpes de arcabuz. Los de robledo se arremolinaban unos junto a otros, sus cuerpos se quebraban por los culatazos, sus voluntades se humillaban. El de Blanes miraba complacido el espectáculo con una amplia sonrisa en el gesto, y los corchetes, sin atreverse a dudar un instante, golpeaban sin cesar.

-¡No puede hacer esto, señor!¡Párelo ya! – imploró Don Álvaro.
-Ya sabe cuál es el precio. Su hija. Su hija, por la vida de esta gente.
-No puedo hacer eso,…no puedo.- lloró el maestro cubriéndose el rostro con las manos.
-Sí que puedes, padre. Sí que puedes.- dijo Lucía.

El tiempo pareció detenerse. Los soldados interrumpieron sus golpes, los lamentos cesaron, los llantos se apagaron. Gaspar de Blanes miró a la bella chica con sorpresa, giró su quebradizo cuerpo hacia ella y sonrió de satisfacción. El rostro de Lucía, siempre claro y límpido, ahora se cubría de gruesas lágrimas que recorrían sus mejillas. Estaba quieta, inmóvil y entregada, con los ojos cubiertos por un velo acuoso, pero su voluntad parecía férrea. Miró a su padre, que se había girado hacia ella y se acercó a él. Los aldeanos, doloridos y con las ropas cubiertas de polvo, la miraban con pena.

-Sí que puedes, Padre. Debes hacerlo, y tú lo sabes. No puedes permitir que nuestros vecinos mueran por mí.- dijo estrechándolo entre sus brazos.

Don Álvaro la miró y comenzó a llorar. Aquello era más de lo que podía soportar. Sus piernas flaquearon y se hincó de rodillas por la pena y la desesperación. Posó la cabeza sobre el regazo de su hija y lloró. Lloró como nunca lo había hecho. Lloró porque sabía que ella tenía razón, porque sabía que nada podía hacer para evitar lo inevitable. Lloró porque sabía que iba a perderla.

-No puedo perderte, hija… no puedo.- dijo levantando la vista para mirar a Lucía. Las lágrimas surcaban su cara, corrían encauzadas entre los profundos pliegues que poblaban su rostro y se vertían a ambos lados de su barbilla. Sus ojos imploraban compasión. Sus ojos pedían una alternativa.
-Es lo correcto, Padre.- dijo ella, acariciando el áspero mentón de Don Álvaro.
-Ella está en lo cierto- interrumpió Don Gaspar. El maestro levantó la cabeza hacia él y lo miró con un odio profundo.
Su hija se zafó del estrecho abrazo que le ceñía las caderas. Su padre, sumido en el dolor y la sorpresa, permaneció unos segundos con los brazos estirados y la mirada perdida, sin percatarse de que su hija ya no estaba. Lucía caminó hacia donde se encontraba el de Blanes, se detuvo frente a él y lo miró fijamente, sin miedo.
-Vayámonos- dijo
Él asintió complacido. Miró a sus corchetes, que aguardaban órdenes, y sujetó a Lucía por el brazo. Sus manos, huesudas y venosas, ensuciaron la piel clara de la chica.
-¡En marcha!-ordenó.
Don Álvaro permanecía de hinojos, con los sentidos abotargados por el dolor. Lucía se giró y lo miró por última vez. Él no pudo.

El ángel y el diablo montaron en sus caballos. Los corchetes los imitaron. Los de Robledo permanecían arrimados unos junto a otros, con el cuerpo inundado por el terror, y Don Álvaro lloraba.

La comitiva inició su marcha sin mirar atrás. Los cascos de los caballos hollaban la tierra seca y estéril levantando pequeñas nubes de polvo, y Don Álvaro lloraba. Se enjugó las lágrimas con la manga de la camisa. Su rostro había cambiado. Ya no había bondad, ya no había ojos claros y sinceros. Tan sólo había odio.

Lucía se giró sobre la silla y miró a su padre. Una lágrima brotó.

-Algún día, Gaspar…Algún día- susurró Don Álvaro.

La comitiva ya estaba lejos. Los reflejos del sol desvaían su silueta.

FIN

miércoles, 11 de marzo de 2009

El Odioso y cruel Don Gaspar de Blanes ( 2ª Parte )

Aquí está la segunda parte del relato, tal y como prometí. Después de esta, en breves días, la tercera.
¡No desesperéis, hombre, que ya queda poco.!
Un abrazo.
El odioso y cruel Don Gaspar de Blanes (2ª Parte)
El día había amanecido caluroso, polvoriento y pegajoso. Su montura, flaca y desastrada como él, avanzaba con la cabeza gacha, rumiando su tristeza y su desdén. Los corchetes los seguían, a unos diez metros de distancia, lo más apartados que una coherente formación de avance les podía permitir. Ninguno de ellos gustaba de estar cerca de Gaspar de Blanes, pues todos pensaban que estaba maldito, que la desgracia habitaba en él y que todo lo que tocaba se cubría de maldad y podredumbre pero, a pesar de ello, debían acompañarle. Era el señor de Blanes, el más notable de los hombres del Condado, y a él debían obediencia, aunque no les gustase. El terror que les inspiraba era demasiado grande como para no acatar todas sus órdenes, y todos ellos lo sabían.

Muchos de los corchetes, los más veteranos, aún recordaban a un viejo compañero, hombre de bien y coraje probado que, un día, hacía ya muchos años, osó negarse a cumplir los deseos de Gaspar. No quiso castigar a una vieja campesina que, sin poder hacer frente a los pagos que el de Blanes le reclamaba, se atrevió a alzar la voz y protestó por las injusticias que éste les imponía. Por toda respuesta, indignado por la afrenta, Gaspar ordenó que la torturasen hasta morir. El corchete, incapaz de tanto, se negó a cumplir el mandato y así se lo hizo saber. Por ello, por un acto de humanidad, su castigo fue la muerte. Fue maniatado, torturado y arrojado a un pozo de agua, oscuro y profundo como el infierno. Junto a él, sujeta por el abrazo de cáñamo que apresaba a ambos, iba la anciana. Juntos murieron aquel día. Y ninguno de los presentes se atrevió a mediar en tal desmán. A Gaspar, incapaz de albergar amor o gratitud, compasión o caridad, aquello le pareció un acto de justicia. A sus hombres, una crueldad absoluta pero, desde entonces, no hubo disputa por sus órdenes, ni renuncia alguna a cumplirlas.

Ya se observaba Robledo al aproximarse al repecho, asomando en el horizonte como la vela de un barco en un mar agitado, salpicado de sol y de reflejos. Las casas eran pequeñas y humildes, como de adobe, con paredes derruidas y gastadas por los años. Gaspar no dejaba que se arreglasen. Prefería dejarlas así, en la miseria, con el único fin de recordar a sus gentes que sin él no podían hacer nada, que no eran libres y que nunca lo serían.

Las monturas hollaban, con paso cansino, el suelo quemado y agrietado por la escasez de agua, surcado de arrugas como el rostro de un anciano. Ya poca vida quedaba allí, ya pocas cosas había allí que mereciesen la pena.

Los habitantes de Robledo, con las espaldas recalentadas por el sol, ya se hallaban en los campos, labrando las tierras. Hasta ellos llegó la nube de polvo que levantaba la comitiva del de Blanes. Sorprendidos por tan inusual desfile, decidieron abandonar sus tareas y acudieron hasta la aldea. Algunas mujeres, dedicadas a cocinar o a lavar, salieron a la calle y esperaron a que los hombres se reunieran con ellas. Aún no se les divisaba bien. El grupo de jinetes se difuminaba por los reflejos que el sol arrancaba de la tierra, se veía desvaído y palpitante. Hasta que se acercó lo suficiente.

Pronto reconocieron la figura, flaca y desastrada, de Gaspar de Blanes, y el corazón se les heló en el pecho. Don Álvaro salió de su casa, observó al grupo de jinetes y se acercó a sus vecinos.

-No pasa nada, no os preocupéis.- Les dijo con ánimo tranquilizador.
-Ése no viene a nada bueno, Don Álvaro- contestó uno de sus vecinos. –No es pájaro de buen agüero.
-Calla. Ahí vienen- ordenó.

Gaspar, rodeado por sus corchetes, se aproximó a sus vasallos y se detuvo frente a ellos. Lucía salió de su casa en ese instante, y el de Blanes posó sobre ella sus fríos ojos grises. Llevaba la chica el pelo suelto, resplandeciente por el sol que lo enjugaba, una camisola blanca y una falda gris que la cubría hasta los tobillos. Su figura, lozana y esbelta, no encajaba en aquel paisaje. Parecía que se había acercado hasta allí para inundar de belleza aquellos yermos campos, aquellas pobres tierras secas. Gaspar la miraba sin recato, sin importarle lo que su padre pudiera pensar. Descendió de su caballo y se acercó hasta ella.

Los de Robledo se apartaron con temor para franquearle el paso. Lucía lo miraba medrosa, ansiando ocultarse de aquella gélida mirada. Gaspar avanzó despacio, deleitándose con una visión como no había visto en su vida. Su corazón era pétreo, ajeno al amor, extraño a la belleza, pero nadie era capaz de permanecer impasible ante ella. Nadie era capaz de no conmoverse, de no sentir un golpe en el pecho o un vacío en las tripas. Siguió avanzando hacia Lucía, sin percatarse de lo que acontecía a su alrededor, tan sólo embelesado en la límpida mirada de la chica. Aquella cercanía la intimidó. Le disgustaba en exceso el desagradable aspecto del de Blanes y comenzó a retroceder hasta su casa.

-Entra en la casa, Lucía- ordenó su padre con voz tajante.- Bienvenido sea, Don Gaspar- dijo Don Álvaro interponiéndose en su camino. – Llega temprano para los diezmos.
Gaspar se detuvo, lo miró torvamente y volvió la vista de nuevo hasta la puerta de la casa de Lucía.
-¿Quién es?- preguntó.
- Mi hija, Lucía.- contestó con desagrado.
Gaspar asintió, giró sobre sus pasos, y se dirigió hasta la casa que solía ocupar cuando se acercaba por allí. –Mañana quiero veros. Ahora voy a descansar del viaje.- dijo.

Al día siguiente, todos los habitantes de Robledo pagarían sus rentas, pudiesen o no.

domingo, 8 de marzo de 2009

El Odioso y cruel Don Gaspar de Blanes

Basta ya de disertaciones, de opiniones y de intenciones. Ahora toca escribir, ahora toca contar historias.



A Continuación podéis leer, si lo deseáis, el inicio de un relato breve que he escrito este fin de semana. No es nada importante, nada pretendo con él, pero el ejercicio ha valido la pena. He disfrutado mucho, y espero que a vosotros os pase lo mismo. En próximas entradas iré incluyendo el resto del cuento.



Un abrazo
El odioso y cruel Don Gaspar de Blanes

Robledo de Blanes era un pueblo pequeño, muy pequeño, con apenas diez casas habitadas por buenas gentes que no cesaban de luchar. Eran, en su mayoría, trabajadores del campo que se agrietaban las manos y se rompían el espinazo en su lucha diaria con la labranza. Una lucha de sol a sol, que apenas les daba tiempo de recuperarse y que, sabían, no iban a ganar. La tierra era dura, el clima, árido, y las cosechas, exiguas. La renta obtenida con sus esfuerzos apenas llegaba para subsistir, el hambre acudía siempre a su cita, inexorable como la muerte, y les acuciaba con su sordo dolor, pero aquello no era lo peor.


Lo peor era su amo. Don Gaspar de Blanes.


Todos ellos vivían de su trabajo en unas tierras que no eran suyas, en campos arrendados que les habían sido concedidas a sus familias años antes, en tierras en las que habían crecido y habían amado, en tierras que sentían como suyas aunque no lo fueran pero que, por el trato infligido por Gaspar de Blanes eran, a todas luces, insuficientes.


Gaspar de Blanes era el dueño de todo aquello, y lo gobernaba con mano dura, siempre, como lo había hecho su Padre, como antes lo había hecho su abuelo. Su faz se posaba sobre todas las tierras en kilómetros alrededor, omnímoda, ávida de riquezas y huérfana de cariño. Nadie le importaba, a nadie amaba, y seguiría así por siempre. Tan sólo importaban las rentas que, de sus vasallos, del sudor con que regaran las tierras, podía obtener.


Su crueldad era conocida por todos, insoportable para los cuerpos famélicos y maltratados de sus vasallos, y en ella se refocilaba como un cerdo cuando el aburrimiento hacía presa en él. Sin motivo, sin causa. Sólo por el disfrute que de ello obtenía.


Gaspar era un hombre malo, alto y delgado, escurrido de carnes. Una pequeña joroba asomaba de su lomo y rompía la silueta. Unas piernas como juncos, débiles y temblorosas, amenazaban siempre con rendirse al esfuerzo de llevar a su amo y derrumbarse en cualquier momento. Su cabeza era estrecha y afilada, como su cuerpo, apenas cubierta por pequeños penachos desmadejados, de color gris, que recordaban a un perro sarnoso, y sus ojos, fríos y grises, casi muertos, solían clavarse como dardos venenosos, escrutando almas y conciencias.


Todo el mundo lo temía, y hacían bien. Todos, salvo Álvaro Tristán, honesto hombre de Robledo.


Don Álvaro de Tristán, maestro de profesión, y bondadoso de ocupación, era una especie de alcalde de Robledo. Cuidaba de todos sus vecinos, por todos era amado y respetado, y todos escuchaban cuanto decía con verdadero interés. Ejercía, aun sin pretenderlo, de padre espiritual, por su bondad, por su desprendimiento y por su sabiduría. Su aspecto bonachón, casi beatífico, despertaba simpatías allá donde fuera. Era regordete y bajo, pero resuelto y brillante, cabeza tonsurada y encanecida por los costados. Bueno como pocos, y listo como nadie y al que, su papel principal en la comunidad de Robledo, y el cariño y respeto con el que todos le bendecían, le había granjeado continuas envidias y odios crecientes por parte del señor de las tierras. Aquello no auguraba nada provechoso, ciertamente, pero a él poco le importaba. Era dichoso, a pesar de sus pesares, pues tenía un motivo para ello. Su hija, la bella Lucía.


Su hija Lucía, una chica de dieciséis años, bella como ninguna, alegraba sus días y los llenaba de dulzura y alegría. Honraba a su padre y lo amaba sin medida.


Lucía, la flor y el ángel de Robledo, le ayudaba a soportar la ausencia de su mujer, fallecida hacía ya años, faro y vigía de su vida durante largo tiempo, amor de su vida y, más tarde, una vez hubiese llegado el momento, de su muerte.


Era Lucía una verdadera preciosidad. Sus cabellos reflejaban la luz del sol con una intensidad cegadora. Su piel era pálida, casi nívea, y no mostraba en toda ella ningún defecto o mácula, pura como ella, buena como nadie. Sobre ella destacaban, sobremanera, sus labios, gruesos y carnosos, como esculpidos por un artista genial solazado en la belleza femenina. Sus ojos eran sinceros, grises y claros, como esa agua torrencial que su padre podía ver cuando iba a la montaña, con un brillo especial, salvaje e indómito. Tenía la ingenuidad y la alegría de un niño pequeño, siempre feliz, sin renunciar a nada, incapaz de sentir odio o maldad. Toda su vida había sido alegre, siempre había sido dichosa. Hasta que, un día, llegó Gaspar.


Gaspar de Blanes se aproximaba a Robledo, silencioso y enojado, rumiando su desgracia como siempre lo había hecho. Era su vida una colección de calamidades, un montón de pesares que, sin embargo, no le importaban en exceso. En ellos se sumía casi con placer, deleitándose en su miseria, regodeándose en su penuria. Nada le importaban sus desdichas si las de todos aquellos que le rodeaban eran mayores. No le importaba sufrir, siempre que fuese capaz de lograr que los demás sufriesen más que él. Y a ello se afanaba con delectación y encono.


La enfermedad de los huesos, imparable, le carcomía los tejidos, le quebraba los músculos y le ajaba la piel. Los dolores eran terribles, casi insoportables y, en muchas ocasiones, se veía obligado a guardar reposo durante largos días. Era entonces cuando, sumido en su desgracia, ansiaba más que nunca causar daño. Le placía torturar y matar, sin importar a quién o a cuántos. Lo único que contaba era expiar el dolor que le aquejaba, como una enfermiza y sádica terapia médica. Cuando olía la sangre y veía el sufrimiento ajeno, sus sentidos se abotargaban, se embriagaban de rencor, de odio y de maldad, y ya no sentía la enfermedad. Era en esos momentos cuando más sádico y mortal se volvía. Era entonces cuando se imponía huir de su presencia.


Hacía ya unas semanas que no le dolían los huesos pero, el largo y duro camino hasta Robledo, había despertado su dolor. Ya muy cerca del pueblo, cuando ya casi se podía oler el humo de las lumbres, su rostro era una mueca de odio, enervada y contraída por el dolor. Pronto, muy pronto, alguien lo iba a pasar mal.


Aquel viaje se lo había impuesto a sí mismo. Hacía ya tiempo que no iba a Robledo, y deseaba estar al tanto de cómo iban las cosas por allí. Los férreos impuestos con los que hostigaba a sus vasallos, y que los sumían en la más absoluta de las pobrezas, eran recaudados por corchetes que le servían con lealtad, fingida, pero lealtad, al fin y a la postre. Era una labor ingrata, muy desagradable, y que desempeñaban con tristeza. No deseaban realizarla, pero se veían obligados a ello. Su señor rara vez los acompañaba, pero aquella temporada era diferente.


Gaspar ansiaba revivir sus incursiones en los poblados, visitar sus dominios y contemplar a sus vasallos. Contemplarlos y castigarlos. Aún recordaba sus años mozos, en los que el vigor de su brazo era grande, en los que cabalgaba sin descanso, sin dejar que su montura recuperase el resuello. Recorría su vasto territorio y castigaba a sus vasallos, cobraba los diezmos de las aldeas y diezmaba a sus habitantes. Recordaba todo aquello con nostalgia y, ahora, a pesar de que el vigor de su brazo había menguado considerablemente, deseaba recuperarlo. Ansiaba vivirlo de nuevo, aunque fuese por última vez. Y por eso estaba allí.

viernes, 6 de marzo de 2009

De libros y Autores

Hace ya mucho tiempo que comencé a leer, aún lo recuerdo, pero hace ya mucho tiempo. Fue un proceso gradual, natural, llevado por mi afición a los cuentos y, sobre todo, a los tebeos. Recuerdo tres volúmenes, de Andersen, Grinn y Perrault, en los que me refugiaba siendo un niño y con los que me dejaba llevar a paisajes maravillosos, a mundos extraños plagados de duendes, princesas y magos que llenaban mis tardes y mis sueños. Esos tres autores me acompañaron durante mucho tiempo y, juntos, lograron que la literatura, aun sin pretenderlo, me enganchase para siempre. Tras ellos vinieron otros, quizás peores, no lo sé, pero que también pusieron su granito de arena en la creación de mi afición, y con ellos disfruté como nunca. A decir verdad, lo confieso, hace poco he leido algo de ellos. Me refiero a "Los Cinco" y a "Los Hollister". Tenía todos sus libros, -aún los guardo- y todos ellos hicieron que mi imaginación volase en busca de tesoros ocultos y malvados delincuentes. No hay lector, adulto en la actualidad, que no los haya leído.
Pasaron los años, crecí y seguí leyendo. Y vinieron los grandes. Me volqué en las grandes obras de la historia, tan denostadas hoy por muchos, y que a mí me siguen pareciendo maravillosas. Leí "La isla del tesoro", "Los tres mosqueteros", "El Conde de Montecristo", las de Julio Verne, y muchas más, y todas me fascinaron -aún lo hacen-. Aquello sí que era bueno: piratas, espadachines, personajes maquiavélicos, y preciosas mujeres. Los héroes eran fantásticos, valientes," echaos p'alante", generosos y honestos. Y los malos eran malos. Piratas con patas de palo y loros en el hombro, Cardenales pérfidos y malvados, espadachines violentos y valientes, con la mochila llena de venganzas y asesinatos sin pagar, y las caras surcadas por cicatrices claras, perillas afiladas y patillas espesas. Nada hubo mejor y, a buen seguro, es difícil que lo vuelva a haber.
Seguí creciendo, leí otros libros, pero estos, estos que me llenaron la cabeza de aventuras y desventuras, nunca me han abandonado y, espero que sea así, nunca lo harán.
Sigo leyendo, crezco al mismo tiempo, y paso a otras grandes obras. Recuerdo un libro que compré, unas doscientes pesetas del ala en quiosco -tapa blanda-, y que no me gustó. Más tarde sí, con el paso de los años, pero, en aquel momento, no me gustó. Se trataba de "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez, y me decepcionó. Leí muchas de sus obras, todas las que pude encontrar, más bien por obligación que por devoción, pero nunca consiguió atraparme. Aún hoy no lo hace, aunque lo reconozco y lo valoro pero, he de admitirlo, no me atrae. Quizás sea un ignorante, un atrevido, o un bobo, pero no me atrae, no me emociona, y nunca lo hará. Dame un libro de Stephen King -alguno que otro-, de Le Carre o de Forsyth, y disfrutaré como un enano. Dame un libro de Agata Christie, de Conan Doyle o de Dashiel Hammet y seré feliz, muy feliz pero, lo repito, Márquez no me emociona. Y Vargas Llosa tampoco. Son excelentes escritores, todos ellos, y todos ellos son geniales en lo suyo, pero yo me divierto más con las historias de los anglosajones. Quizás sea un burro, quizás a muchos les parezca casi una herejía y piensen que no tengo ni puta idea de lo que es bueno o es malo, pero yo así lo siento. Para mí -imagino que para todo el mundo-, la literatura, las novelas, son ocio, fundamentalmente. Han sido escritas para entretener, para que la gente se divierta y disfrute con ellas, y no para crear grandes escritos trascendentales que nos imbuyan un sentido moral y estético que nos eleve hasta los cielos. Eso son chorradas, bobadas y gilipolleces, y los autores que buscan iluminarnos con sus escritos me la traen bastante "al pairo". No me interesan y no pienso perder el tiempo con ellos. Hay muchísimas novelas que leer, muchísimas de las que disfrutar, como para sacrificarte por algo que no te importa. Demasiado que leer y uy poco tiempo para hacerlo. Ni un minuto de miv
vida pasaré con ellas. No señor. No lo merecen.
He disfrutado mucho con Thommas Mann -"La montaña mágica" me parece una maravilla-, con Dostoievski, con Stendhal o con, aunque el grupo sea en exceso heterogéneo, Pedro Antonio de Alarcón. Me fascina "La conjura de los necios", me maravilla "Las máscaras del héroe" y me intriga "La carretera", de Cormac Mc Carthy. Ansío recuperar "Rojo y negro", "La cartuja de Parma" o a Valle Inclán. Anhelo retomar a Walter Scott, a Hoffmann o a Le Fanu y he temblado con Poe, con Bierce o con Maupassant. Relatos breves como los suyos, y como los de Stendhal -que no se me olvide-, son casi imposibles de superar. Con ellos me afano en la lectura, me sumo en sus hojas y me asombro de sus genios. En pocas ocasiones, que yo conozca, se han alcanzado cotas tan altas. Con toda seguridad, si la justicia existe, Dios guardará sus obras para siempre. Son irrepetibles, inaccesibles para la mayoría, y se lo han ganado. Todos, sin duda, pero para mí, y repito, para mí, hay alguien mejor.
No sé si acierto, no sé si es cierto pero, si hay alguien que me guste, si hay alguien que me asombre y al que admire, ése es P.G. Wodehouse. Sus mayordomos, como el genial, e inimitable, Jeeves, sus señoritos, juerguistas, traviesos y remilgados, o sus nobles, con sus doncellas y criados, son irrepetibles y absolutamente desternillantes. Te ríes con ellos, disfrutas con ellos, y son increibles. Pero te los crees. Wodehouse es único y, para mí, siempre lo será. Nunca se ha visto ironía tan fina, ni humor tan mordaz. Wodehouse es, para todos los que lo admiramos, por derecho propio, uno de los más grandes escritores de todos los tiempos, genial y exquisito, aunque, por los temas que trata y la forma en cómo los trata, no tenga ese reconocimiento general al que su absoluta maestría le hace merecedor. Quizás algún día -confío en verlo- se desfaga el entuerto y su memoria obtenga todo aquello que le corresponde.
Y ahora, por último, los españoles. Ya he hablado de varios, aunque hay muchos más. Juan Manuel de Prada es una de sus mejores plumas, una de las que más me gusta y más admiro. Quizás el nivel obtenido con su novela "Las máscaras del héroe" sea demasiado alto, quizás hasta para él mismo, pero seguro que nos depara otras maravillas encuadernadas de las que él es capaz. Dios lo quiera, por el bien de todos.
Pérez Reverte es otro maestro, denostado en sus inicios, pero genial en su imaginación y valorado, finalmente, por los círculos más académicos que tanto le rechazaron en un principio. Alatriste es uno de los grandes personajes de los últimos años, no hay duda. Ojala salgan más como él.
Javier Marías, genial como pocos; Umbral, maestro de maestros, o Baroja, de los más grandes del mundo. Y los más jóvenes. Lorenzo silva -aunque no sea tan joven- me gusta mucho, y Bevilacqua, su criatura, ha de ser un buen tipo. Con él ha vuelto un género, se ha recuperado lo negro, y me alegro por ello. En esto destaca otro, Pedro de Paz, admirado y seguido por mí, y culpable de que que me envanezca como un bobo con cada comentario que publica en mi blog, regalándome sus palabras. Su "Documento Saldaña" es una gozada, y reconcilia a uno con las novelas de aventuras y detectives. Sus protagonistas son reales, auténticos, y llenos de vida. Él los hace así, él los crea y los pone a trabajar. Y eso es muy difícil.
Juan Gómez Jurado, joven -hasta lo insultante- escritor de éxito, capaz de pergeñar tramas que te absorben y te atrapan y, por lo que yo sé, excelente persona. Los lectores lo adoran, y se lo demuestran con cada libro. Porque se lo merece, y porque se lo curra.
Y por fin una mujer- aunque no la única-.
Marta Rivera, excelente novelista y escritora, a la que, a buen seguro, espera un sinfín de éxitos en su ya laureada carrera.
A todos los leo, y a todos los admiro, ya desde pequeño, como siempre lo he hecho. Son muchos, claro que sí, pero faltan muchos. De algunos me olvido -eso seguro-, a otros, los que menos me gustan, no los pongo de forma consciente, y muchos, o muchísimos, habrá que no conozco. Todos ellos merecen la pena, y todos ellos deben ser leídos. Creo en eso, por supuesto, pero no hay tiempo.
Hay tanto que leer, tanto que aprender, que no se pueden perder las horas. Hay poco tiempo, y es valioso. Muy valioso.
Pues ¡hala!, no se hable más, coño. ¡Manos a la obra!¡A leer! Y a escribir. Que el tiempo vuela.

martes, 3 de marzo de 2009

Novelas, relatos breves, ¿o qué?

En "Primera Plana", que marca el inicio de este blog, explico, de manera más o menos sucinta, cómo surgió en mí la idea de ponerme manos a la obra y comenzar a escribir. Fue -explico-, casi una pulsión. Fue un impulso inconsciente, desde luego no premeditado, de buenas a primeras. Un buen día, sin saber qué hacer delante del ordenador, comencé a escribir. Era una pequeña escena que había imaginado la noche anterior, un cuadro que se coló en mis sueños y los llenó de robos, asesinatos y policías. Y lo hizo, además, sin pedir permiso a nadie. Pero me alegro de ello. Desde luego que me alegro. Desde aquel día, maravilloso día en el que mi cabeza se llenó de historias que ansiaba transmitir, ya no he parado. Continúo haciéndolo, todas las horas que puedo - no sé qué pensará mi mujer-, y ya no pienso olvidarlo.
Recuerdo que, una vez que vi la escena terminada, con muchísimos defectos, por supuesto, no supe qué hacer. A pesar de sus errores que, como explico en "Primera plana", los había a cientos, aquello me gustó muchísimo. Para mí fue casi una revelación, la constatación de que, si me esforzaba en ello, si volcaba en ello buena parte de mis anhelos, era capaz, yo, que nunca lo había imaginado, de juntar algunas letras con cierto sentido. A partir de ahí y, no sin gran sorpresa por mi parte, decidí no dejarlo nunca. Descubrí que me entusiasmaba, que me refugiaba en aquellas escenas y me metía en ellas hasta el fondo. Descubrí que, cuando lo hacía, era feliz. Y por eso seguí.
Por aquel entonces, inconsciente de mí, no llegué a plantearme nunca si lo que debía hacer era, empezar una novela o, por el contrario, comenzar con pequeños relatos que me ayudasen a aprender cómo era aquello de escribir. No pensé en las consecuencias, en el esfuerzo o en las carencias. Nunca me lo planteé, ni un solo momento. Comencé a escribir una novela que no había imaginado de manera previa. Comencé sin pensar. No había hecho ningún planteamiento inicial de la trama, ninguna descripción de los personajes o, ni tan siquiera, pergeñar, aunque fuese brevemente, un cierto argumento. Comencé a escribir, continué haciéndolo, y surgió, unos cinco meses después, una novela.
Las escenas surgían de mi imaginación, casi, sin solución de continuidad. Se agolpaban unas contra otras, en mi cerebro, y mi trabajo, precioso trabajo, fue el ir desgranándolas, poco a poco, hasta hacerlo, más o menos, coherente e interesante. Mientras escribía, algunas veces de manera frenética, no sabía qué iba a pasar a continuación. No sabía qué iba a ser de los personajes que introducía-cada vez más- en la trama. No sabía, incluso, cómo iba a terminar la escena que estaba escribiendo. Ponía, como se suele decir, a los protagonistas en una situación determinada, les daba plena libertad, y que ellos salieran de ella, por sus medios, sin mi ayuda. Todo surgía de sorpresa, casi de la nada, y siempre me resultaba grato. Aquello era una aventura, como si, yo mismo, me situara en la acción y me expusiera a los peligros de la escena. Nunca fui un espectador o un narrador, era, más bien, uno de los protagonistas. No quiero decir con esto que yo me haya situado en la trama y haya creado un personaje a mi imagen, sino que, como todo era tan sorprendente y tan "a tiempo real", muchas veces, ni yo mismo sabía qué iba a pasar. Planteaba una situación, introducía a los personajes y escribía. Ellos hablaban, improvisaban y la escena terminaba. No como yo esperaba, si no como ellos decidían. Así seguí y así escribí la novela. Ciero es que, al final, tuve que hacer un notable esfuerzo por desentrañar la red que, sin pretenderlo, había tejido, pero la novela se escribió, y para mí resultó sorprendente. Pocas veces, muy pocas, me he sentido tan satisfecho. No entendáis con esto que mi intención es señalar que la novela sea una obra maestra o, tan siquiera, mediocre. No es eso, no. Me sentí satisfecho porque, por fin, lo había conseguido. Nunca lo había imaginado pero, al fin, lo había conseguido.
La novela reposa ahora en un cajón. Pocos han tenido la oportunidad de leerla, y así seguirá por un tiempo. Con ella me siento bien. He de revisarla, por supuesto, pero me siento bien. Ya está hecha, y esperará por mí hasta que, un buen día, la retome, me ponga de nuevo frente al ordenador, y corrija lo que no me gusta. Ahora estoy escribiendo otra -ya no quiero parar-, y en ella me refugio y me escondo. A ella le dedico mis horas de insomnio -así nunca dejaré de padecerlo-, y sigo disfrutando mucho. Pero bueno, me estoy desviando del tema.
Antes comenté que no me había planteado qué era lo que debía hacer. Escribí una novela larga y lo hice casi sin querer. No me planteé, ni tan siquiera un segundo, comenzar por relatos breves, poesía o novela corta. Con dos cojones, sin saber dónde me metía, pero con dos cojones, me volqué en la novela larga. Y ahora, con toda sinceridad, creo que fue un acierto. Echo la vista atrás, veo hasta dónde me ha llevado todo esto y, veo que, para mí, fue un acierto. Ya no se trataba de aprender algo que no sabía y que, aún hoy, sigo sin conocer. Ya no se trataba de pulir defectos o carencias -que eran absolutas. Se trataba de hacerlo. Se trataba de ver si yo era capaz, marcarse un reto y luchar por el, esforzarse y pelear. Y así lo hice. Me puse al tajo y lo hice. Aunque no sea la forma.
He comenzado a escribir relatos breves hace unos dos meses, en enero, y sigo con ello. Escribo también una novela, pero continúo con los relatos breves. Creo que es bueno, que te ayuda a escribir, a crear un estilo propio y que antes no tenías. Creo que te enseña a hacerlo. Te enfrentas al ordenador y quieres contar una historia. Y tienes poco sitio. Te ciñes a la historia, eliminas lo superfluo, escribes y terminas. No hay paja -no debe haberla-, sólo hay historia. Comencé en Enero, y sigo con ello. Porque es bueno, y porque es bonito.
Ya llevo unos siete meses escribiendo. Tengo una novela -algo inimaginable para mí-, algún relato corto, un blog -otro impulso inconsciente-, y otra novela en ciernes. Además, Pedro de Paz, escritor al que admiro, ha dejado un comentario en "El novelista novel"-lo de mi hermano no lo cuento, porque si no lo hace, lo cuelgo-. Desde luego, inimaginable para mí. A él -a Pedro de Paz- le he oído en alguna parte, supongo que en internet, que no es escritor, que no se considera escritor. Él se considera novelista, lo que a mí me gustaría ser. No creo que haya oficio más bonito. Por eso lucharé. Por eso seguiré escribiendo.
Un saludo.