domingo, 26 de abril de 2009

Una historia de miedo


Nunca había estado allí, y jamás volveré. Los recuerdos que me vienen a la memoria de aquel aciago día son demasiado tenebrosos, demasiado horribles, y no deseo tenerlos presentes. Contaré la historia pues, en estas líneas, como una forma de encerrar aquellos acontecimientos para siempre, en un cajón abandonado de mi mente, como una forma de purgar los demonios que me acosan o para expiar la frustración que me asedia ante tal funesto acto. Lo he decidido y así lo haré. Y luego lo olvidaré para siempre.

Comenzaré pues.

Era un día frío y gris del mes de Enero, hace ya diez años. En aquella época recorría yo la región de Valbuena, tratando de conseguir compradores para el, entonces nuevo, tractor Pullman. Era una buena promoción de venta y tenía grandes esperanzas depositadas en la operación. Si aquello salía bien mi porcentaje supondría una estimable cantidad de dinero y, en aquel momento, asediado por deudas de juego, esas comisiones podían ser mi salvación.

Pasaba largos días por allí, visitando a los múltiples agricultores que pueblan aquellas latitudes, y ya comenzaba a conocer bastante bien el territorio, pero un día me perdí. Quizás fue por la espesa niebla que se había formado repentinamente, quizás por lo mal señalizada que estaba la carretera, quizás porque el cansancio acumulado de los últimos días me jugó una mala pasada, pero el caso es que me perdí. Comencé a dar vueltas por pistas estrechas y oscuras, flanqueadas por árboles muy viejos y muy altos que impedían ver cualquier cosa a tres o cuatro metros de distancia. Conducía desorientado, volcándome sobre el parabrisas, intentando traspasar la niebla con mi vista. Tan sólo se veía un espeso manto, gris y algodonoso, que se abría a mi paso con timidez. Los faros del coche estrellaban su haz amarillento contra aquella cortina, obteniendo una aurora ocre y filamentosa en torno a ellos que casi molestaba a mis ya cansados ojos. Más arriba, por encima de los árboles, nada se veía. Las verdes copas penetraban en el mar de niebla y se ocultaban en ella, y la carretera continuaba abriéndose a mi paso lentamente.

Pasó así un buen rato, no sé exactamente cuanto, pero era ya casi de noche y mi hotel estaba, sin duda, muy lejos de donde me encontraba. Aquello me ponía muy nervioso. Me removía inquieto en el asiento del vehículo, miraba a todas partes sin cesar, y el corazón me palpitaba con fuerza. Mis manos estaban sudorosas, me rascaba el cabello con fuerza y mi boca estaba seca. Me imaginaba durmiendo en el coche, con el motor encendido para no congelarme, estremecido por un temor irracional que hacía que me sintiese amenazado por extraños peligros, pero de repente se hizo la luz.

La niebla pareció diluirse en un instante. La oscuridad se fue entreverando de jirones blanquecinos que cada vez se volvían más difuminados hasta que, unos segundos después, la bruma desapareció por completo. La oscuridad ya lo cubría todo, pero me sentí aliviado al ver que era, valga la expresión, clara y límpida. Acostumbrado como iba a la opacidad anterior, aquel cambio me llenó de esperanza y eliminó mis nervios por completo.

Ante mí se abría un estrecho camino de tierra muy compacta que avanzaba sinuoso unos cincuenta metros. Recorrí aquella distancia más liviano por haber olvidado mis temores y llegué hasta un claro que se abría entre la arboleda. A un lado, próximo a unos grandes árboles de agujas verde oscuro, había una pequeña casa de madera, con las ventanas pintadas en blanco. El porche exterior era estrecho, con una pérgola de madera torneada y una celosía blanca.

La presencia de aquella vivienda supuso una gran alegría para mí y decidí encaminarme hacia ella para enterarme de cuál era el camino que debía seguir para salir de aquel bosque. Aparqué el coche y me aproximé a la casa. A los pocos metros pude comprobar que alguien había salido hasta el porche y, ya completamente animado, esbocé mi sonrisa de vendedor ambulante.

La mujer era una auténtica preciosidad. Alta y esbelta, con una larga cabellera dorada que le caía sobre los hombros desnudos como un velo de seda. Cubría su cuerpo con una camiseta de tirantes de color blanco y unos pantalones de lona muy holgados. Su piel era muy clara, sin mácula alguna, y sus ojos, claros y azules, miraban con fijeza y ternura, como entregándose de frente, sin temor ni duda. Parecía segura, resuelta, ajena a todo lo que de tétrico y gris tenía aquel lugar. Su presencia allí resultaba extraña, gratificante, casi salvífica. Resultaba incomprensible cómo semejante beldad podía amanecer allí cada día, apartada de todo y de todos. Era injusto para los hombres. Y era injusto para ella.

Por un instante me detuve a contemplarla, y mi sonrisa se petrificó en mi rostro, anonadado por tan bello ser. Parecía yo una estatua absurda, inmóvil y muda mas, para no caer en el ridículo, decidí abandonar mi asombro y me aproximé hasta ella.

Aún no había llegado hasta el porche cuando apareció la más dulce criatura que haya contemplado jamás. Lo hizo con timidez, ocultándose tras las piernas de su madre, pero me pareció maravillosa.

Era una niña de unos diez o doce años, menuda y graciosa, cara redondeada y una sonrisa eterna en el rostro. El parecido con su madre era asombroso, pero en la niña reinaba un aura de inocencia e ingenuidad que despertaba simpatías en todos aquellos que la mirasen.

Ambas me saludaron con gracia y amabilidad, y me ofrecieron entrar en la vivienda. Decidí gustoso aceptar su invitación, pues ya la noche era fría y desapacible. Limpié mis zapatos en un felpudo roto que había en el porche y entré en la casa.

El hogar de aquellos dos ángeles era una morada humilde y pequeña, pero se veía pulcro y ordenado, con gusto por los detalles y la limpieza. Las ventanas se veían cubiertas por cortinas de ganchillo, la mesa lucía un jarrón de flores frescas y un aroma a lavanda y acacia llegó con suavidad hasta mí. El suelo era de madera, cubierto por esterillas de mimbre en las zonas de paso. Sobre las paredes, cuadros de paisajes montañosos, enmarcados con estrechas tablillas de color claro.

Algo tímido, me quedé plantado en medio de la habitación, observando a las mujeres con un gesto estúpido, como de bobo. La madre me ofreció asiento y se dirigió a la puerta de la cocina. Al abrirse, pude percibir con claridad el olor de un exquisito guiso, y mi estómago reaccionó con presteza ante tan grato estímulo. Ellas debieron notarlo pues, a los pocos minutos, habían dispuesto ante mí una generosa ración de comida.

Durante el transcurso de la cena, me dijeron que el desvío más próximo a la carretera se hallaba muy lejos de allí, y que nunca lo encontraría por mí mismo. Ofrecieron así, sin temor alguno, un pequeño jergón que había en un rincón del salón para que pasara la noche allí, protegido de la tormenta que, a esas horas, azotaba la arboleda. Contaron, además, que la carretera era mala y estaba en mal estado, así que aventurarse a cruzarla en mitad de una noche tan desapacible como aquella, no era demasiado conveniente. Hoy, desde la distancia, me sorprendo por haber aceptado de tan buen grado su amabilidad pero, era tal mi arrobamiento ante su compañía, que no pude hacer otra cosa que contestar afirmativamente.

Quedó acordada, entonces, mi estancia allí por una noche. Al día siguiente me acompañarían hasta la salida, y allí nos despediríamos. No estaban, decían, acostumbradas a recibir visitas, y sería para ellas un placer charlar con alguien que les llevara noticias del exterior. El padre de la niña había fallecido en un desgraciado accidente durante la tala de un árbol, y desde aquella vivían solas, apartadas de todo, aunque felices, al mismo tiempo, por ello.

La velada fue exquisita. Contaron que vivían allí desde hacía años, que la niña no conocía otra cosa, pero que allí estaban bien. Me dijeron que su trabajo en la tierra les proveía de todo lo necesario, que su vida era feliz, y que no añoraban nada de la vida en sociedad. Allí vivirían, y allí morirían, conscientes de que todo lo que había fuera no les importaba nada. La niña nos deleitó con varias canciones que yo desconocía, con una voz suave y afinada, casi hipnótica, que semejaba producir un extraño efecto relajante en mí. La compañía de ambas era embriagadora y, en aquel momento, recuerdo haber pensado que la felicidad de un hombre estaba allí, junto a ellas, disfrutando de su belleza y de su bondad, de su generosidad, de su candor.

Fueron tres o cuatro horas de completa felicidad para mí. Jamás me había sentido tan bien, más alegre o mejor acompañado, pero se hacía tarde, la niña debía descansar y decidimos retirarnos. Ya pocas horas quedaban para el amanecer, y había que aprovechar las escasas horas de sueño que nos restaban hasta la mañana. Se despidieron con sus sonrisas perennes y entraron en la habitación.

Tras despedirlas con gratitud me acomodé en el estrecho jergón, sin poder desprenderme, ni un instante, de una sonrisa bobalicona que afloraba a mi rostro. Fuera, el viento azotaba las maderas de la cubierta. La lluvia repiqueteaba sin cesar, invitando a uno a acurrucarse entre las sabanas y sumirse en el sueño acompañado de su música. Al poco rato, mi cuerpo se dejó vencer por el cansancio, y quedé profundamente dormido.

No sé con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero me desperté con inquietud. Sentí una cierta opresión en el pecho, noté cómo alguien me observaba y, con mis ojos aún nublados por una bruma acuosa, miré al frente.

A escasos pasos de donde yo me encontraba, velada por la oscuridad en la que se hallaba sumida la habitación, estaba la preciosa niña, con sus dulces ojos azules fijos en mí. Me contemplaba en silencio, inmóvil, con un brillo especial en la mirada que antes yo no había logrado observar. Aquello me inquietó. Digamos, casi, que me sobresaltó, pero no sé decir por qué. Sólo sé que había algo extraño en aquellos ojos, algo frío, casi animal, que hizo que mi vello se erizara como nunca antes lo había hecho.

-Hola, guapa. ¿Qué pasa?- pregunté tímidamente.

Por toda respuesta obtuve un silencio inquietante, algo extraño, que aumentó aún más mi creciente desconfianza. Me incorporé ligeramente y vislumbré una extraña sombra a mi derecha. No acerté a distinguirla bien, pero me pareció que era la madre de la niña. Mi corazón latía con rapidez, y aquella situación no contribuía en exceso a reducir su ritmo. Sentía un gran nerviosismo, quizás terror, no lo sé con certeza, pero algo surgió de la noche para clarificar mi estado de ánimo.

Brotó a mi diestra, donde yo había vislumbrado la sombra de la bella mujer. Aquella silueta se aproximó lentamente, al tiempo que susurraba algo con una voz grave y quebrada, profunda y desagradable. Al principio no lo entendí bien, pero al ver el rostro de la silueta que avanzaba hacia mí, comprendí perfectamente sus intenciones.

Las dulces facciones de la mujer se habían tornado en una horrible y grotesca mueca de aspecto cadavérico, deforme, con una piel casi traslúcida y surcada de finas venas sanguinolentas que la recorrían por entero. Sus ojos relampagueaban con fuerza, brillando en la oscuridad, y se clavaban en mí hasta dejarme helado de terror.

-Cómetelo- dijo con su voz enferma, dirigiéndose a su hija que se hallaba junto a mí. Yo apenas podía apartar la vista de la mujer, paralizado de miedo como estaba. Veía cómo se aproximaba hacia mí, mostrándome unos dientes negruzcos y afilados, podridos, donde antes había visto yo unas preciosas gotas de marfil. Una saliva blancuzca y espesa brotaba de entre ellos y escurría por su mentón, ensuciándolo con su espesura, hasta caer sobre el suelo o la camiseta que cubría su cuerpo. Cada vez estaba más cerca, y yo seguía sin reaccionar, inerme, impotente, aterrorizado.

Apenas podía apartar la vista de ella, hipnotizado por sus ojos blanqueados y exangües, pero un hediondo aliento llegó hasta mi mejilla y me sacó de mi trance.

Giré la cabeza lentamente, como temiendo ver lo que a escasos centímetros de mi rostro me aguardaba, con un temblor incesante en mis labios y un latido bronco en mis sienes. Tan sólo debía ladear mi cabeza unos centímetros, pero para mí suponía un esfuerzo titánico.

Cuando lo hice, la vida se detuvo por un instante. Mi corazón cesó en su movimiento, mis ojos se volvieron desmesurados, un hálito brotó de mi garganta, sordo y brusco, y un inmenso y helado vacío pasó a ocupar mis tripas.

Volcada sobre mi rostro, con su viciado y repugnante aliento golpeando mis mejillas, estaba la dulce niña. Su rostro era igual de monstruoso que el de su madre, cadavérico y exangüe. Su boca se abría con desmesura en dirección a mi garganta, mientras sus manos, ramas quebradizas de uñas como garras, me agarraban por los hombros para inmovilizarme.

Aún hoy desconozco qué extraña fuerza me llevó a librarme de su abrazo y apartarla lejos de mí, pero conseguí desembarazarme de ella de un fuerte manotazo. De un salto, con la sombra de la madre abalanzándose con violencia sobre mí, conseguí abandonar mi jergón y esquivar el cruel ataque de tan salvaje y mortal criatura. Madre e hija cayeron sobre la cama gruñendo histéricamente, como bestias enfurecidas, dando zarpazos y mordiscos al aire, buscando mis carnes a tientas en un intento de dar el golpe final.

Más impulsado por el miedo que por mi coraje o determinación, me dirigí hacia la salida y abandoné la casa sin dejar de notar su presencia a mi lado. Me lancé a la espesura del bosque dando continuos traspiés que daban con mi cuerpo en el suelo. Me interné en la oscura tormenta que habitaba el bosque, con el agua y el viento golpeando con violencia mi cuerpo, corriendo sin desfallecer, impulsado por un terror atroz para salvar mi vida. Corrí como un loco, sin atreverme a mirar atrás, siempre hacia delante, con los rastrojos lastimando mi cuerpo desnudo, envuelto en una oscuridad impenetrable que me cegaba, tropezando con cada piedra o rama que me encontraba en mi camino, pero sin dejar de correr ni un solo instante. Hasta que desfallecí.

Ignoro el tiempo que permanecí en aquel bosque, tirado en cualquier oscuro rincón, expuesto a lo que aquellos monstruos o cualquier bestia salvaje quisieran hacer conmigo. Imagino que caí, agotado por el esfuerzo y la tensión, en algún lugar de aquel bosque infernal. No sé, repito, cuánto tiempo transcurrió hasta que dieron conmigo, pero el caso es que alguien me encontró, y me salvó.

Desperté días después en la habitación de un hospital, con el cuerpo magullado y lleno de heridas. Éstas evolucionaron muy favorablemente, pero mi estado nervioso era deplorable. Por las noches me despertaba gritando, bañado en sudor, con las manos crispadas en un abrazo desesperado a las sábanas de mi cama, sumido en un miedo agobiante que nunca hasta hoy me ha abandonado y del que, es muy posible, jamás despierte del todo.

En cuanto al paradero de las bestias, ningún resultado satisfactorio se obtuvo en las pesquisas que siguieron a mi aparición. Es cierto que el caso fue investigado, no crean, pero nada bueno se logró. Mis declaraciones dejaron perplejos a todos aquellos que las escucharon. Algunos se rieron y me trataron de loco; otros fueron más respetuosos y me escucharon con atención, pero nunca nadie les concedió crédito suficiente. Sin embargo, dado el elevado número de desapariciones que se habían producido por la zona, y la presión que los ciudadanos ejercía sobre el gobierno, la Policía recorrió el bosque durante días, batiendo cada camino, cada cortafuegos, cada robledal. Escudriñaron hasta el último rastrojo, con todos los medios necesarios, pero nada encontraron. Finalmente, ante lo infructuoso de la búsqueda, se llegó a la conclusión de que nada había por aquellos parajes. Se concluyó que me había perdido durante una excursión y que el estrés provocado por la experiencia vivida había motivado la angustia en la que me hallaba. Al poco tiempo, a pesar de mis ruegos, el caso fue cerrado y todos lo olvidaron. Pero yo nunca he podido hacerlo.

Desde entonces, y cada día de mi vida, he necesitado medicación para calmar mis nervios. Aún sigo recluido en un hospital psiquiátrico, y dudo que vuelva a salir de nuevo a la calle, pero debo poner fin a todo esto. Cada vez estoy más tranquilo, cada vez soy más consciente de que debo olvidar, y en ello me debo afanar. Dejar esto por escrito es un primer paso. Deseo olvidar. Para siempre.

Dios quiera que sea así.

jueves, 23 de abril de 2009

La mansión Mayer (3)

A pesar de sus setenta años cumplidos, era Don Mortimer hombre fuerte y con nervio y, enardecido por la rabia y espoleado por la curiosidad, sus buenos veinte metros arrancó a sus vecinos que, aunque más jóvenes y fuertes, no conseguían librarse del pesado lastre nervioso que acarreaban. Ya en el recibidor, corriendo como alma que lleva el diablo hacia el salón, empujó la puerta y entró en la habitación. La hoja se batió con estrépito y, aunque pronto se cerró de nuevo, sí se mantuvo abierta el tiempo suficiente para que los dos investigadores más rezagados pudiesen ver algo que recordarían el resto de sus vidas.

Dicho ha quedado que fueron tan sólo un par de segundos los que permaneció visible tan horrible personaje, pero a ellos les pareció una eternidad.

Una figura espectral, desvaída, enjuta de carnes níveas y marmóreas, se había abalanzado contra el reverendo Mortimer, con los ojos refulgentes de odio y desesperación. Parecía flotar en el aire, como si estuviese suspendida, pero tal era la violencia con la que se había arrojado sobre el cuello del cura que se hubiera podido decir que era una madeja desmadejada de jirones de tela y carne nervuda azotada por un fuerte tifón. Enarbolaba por delante unas manos huesudas y blancas, con las uñas muy largas y oscurecidas por la escasez de limpieza, como garras de una fiera abandonada y rabiosa.

La expresión del Párroco era de terror, con los ojos desorbitados y la boca desmesurada. Apenas pudo hacer nada, salvo contemplar su propia muerte. El mensajero del infierno se arrojó sobre él y lo abatió de un soplo, antes de que un gutural gemido brotase de la garganta del clérigo. Cayeron hacia un lado y ya nada más se vio. La puerta se había cerrado y ellos caían sumidos en una inconsciencia aterradora y solitaria, arrastrados por una marea de brumas que les impedía ver las escaleras y el recibidor.

Días más tarde, una vez recuperados de tal terrorífica experiencia, Cook y Beresford, farmacéutico y maestro, con el gratificante estímulo de dos buenos vasos de ron, consiguieron balbucear una explicación que a todos resultó increíble. Dijeron haber visto al viejo Mayer, exangüe y con los ojos como dos tizones ardientes, levitando en el aire. Vieron cómo se había abalanzado sobre el Sacerdote señor Mortimer y cómo éste, aterrorizado por tal funesta aparición, no pudo evitar sucumbir a la muerte.

Horripilados por tal visión – contaron -, ambos desfallecieron y cayeron escaleras abajo, de resultas de lo cual lucían aparatosos vendajes y contusiones. A partir de ahí nada supieron si no por los informes que de sus vecinos les llegaron.

Éstos les informaron de que al escuchar el estrépito originado, e impulsados por un extraño sentimiento de bonhomía, un grupo de vecinos decidió encaminarse hasta la mansión y acudir al rescate de los suyos. Allí encontraron a Cook y a Beresford en el suelo, inconscientes, a los pies de la escalera. El Reverendo Mortimer se hallaba tumbado en el salón, con una mueca grotesca en el rostro. Sus ojos estaban desorbitados, sus labios fríos y amoratados y su boca, abierta de par en par, mostraba un gesto contraído y enervado, como de terror.

Tras una exhaustiva búsqueda por la mansión encontraron al señor Mayer, muerto, en una de las habitaciones de la planta superior. Semejaba llevar allí sus buenas dos semanas, aunque tal punto no se vio refrendado por opinión experta alguna.

Ante la perplejidad de los vecinos y los continuos rumores sobrenaturales que comenzaban a circular por el pueblo, las autoridades locales se vieron en la obligación de pergeñar una explicación lógica. Sus esfuerzos obtuvieron las siguientes conclusiones:
-Primera: El señor Mayer había muerto de causas naturales.
-Segunda: El Reverendo Mortimer, ya ciertamente entrado en años, y escasamente acostumbrado a emociones fuertes, falleció por repentino ataque al corazón.
-Tercera: Cook y Beresford, quizás por efecto de los golpes que sufrieron en su caída, creyeron ver al señor Mayer con vida. Resulta innecesario explicar -resaltaba el informe- que tal cosa es, por fantástica, imposible.

Sea como fuere, a partir de esos acontecimientos, la Mansión Mayer es conocida en toda la región como la casa del viejo fantasma. Y allí sigue, divisando el pueblo desde su otero.

martes, 21 de abril de 2009

La mansión Mayer (2)

Armados de un falso escepticismo del que solían hacer gala, y grandes dosis del valor necesario para encarar tal ingrata faena, hacia allí se dirigieron el maestro, el farmacéutico y el cura párroco. Traspasaron el alto muro de piedra que rodeaba la finca, avanzaron hasta la mansión y la observaron durante unos minutos. La casa se hallaba en completo silencio. Las puertas y ventanas seguían tapiadas, como siempre lo habían estado, y todo parecía encontrarse, si tal palabra viene a cuento para describir las peculiaridades de la mansión Mayer, en total normalidad.

Hasta que el farmacéutico vio algo.

Fue una sombra tan sólo. Una sombra fugaz que surgió tras las tablas de una de las ventanas. El farmacéutico la señaló visiblemente alterado. –¡Lo he visto!- dijo. –Está ahí-.

-Bien, entremos pues- dijo el cura Párroco con parsimonia, hombre poco dado a temores infundados.

Entre balbuceos, algún que otro temblor y una pesada carga de nerviosismo, allá se fueron los tres hombres, decididos a tirar la puerta abajo y aclarar el misterio. El Cura Párroco iba delante, con paso firme y una garrota en la mano. Con seguridad, tal instrumento no hubiese sido de mucha ayuda para enfrentarse a espectros y fantasmas traviesos, pero su peso le transmitía cierta seguridad. Tras él, algo más nerviosos y sin garrota, caminaban vacilantes el farmacéutico y el maestro.

Unos minutos más tarde, entre nervios, miradas furtivas y respiraciones entrecortadas, la puerta quedó libre de tablones y atrancos. Los tres notables la abrieron y entraron en la casa. Los víveres se acumulaban en el recibidor, envueltos en un olor nauseabundo que inundaba toda la estancia. Las moscas revoloteaban furiosas a su alrededor, formando una nube oscura y trepidante que emitía un zumbido fuerte y desagradable. Los tres hombres, asqueados, se taparon la nariz con un pañuelo y comenzaron a recorrer la casa.

En el exterior, en las proximidades del edificio, se agolpaba un buen número de curiosos, ansiosos por descubrir los resultados de tan inusual expedición.

La planta baja estaba formada por un salón, una biblioteca y las dependencias de servicio, que se encontraban abandonadas y cubiertas de polvo y telas de araña. Semejaba que la casa llevaba años deshabitada, tal era el estado de ruina en el que se encontraba, pero todos sabían que no era así. En el centro, aguardando por los visitantes, una escalera. Ascendieron por ella aferrados a la balaustrada. Las maderas de los peldaños crujían, se combaban, y el pasamanos estaba ligeramente suelto, pero se aferraron a el al ser lo único que les ofrecía cierta seguridad. Las velas de sebo que portaban llenaban la escalera de sombras temblorosas y vacilantes. Gravitando sobre ellos, como un espía que acecha, había una enorme lámpara con farolillos de aceite.

La escalera conducía a un pasillo de madera en el que había numerosas habitaciones. Las paredes, cubiertas por retratos antiguos ya oscurecidos, se alzaban grises y húmedas.

Con cierto temor, John Cook, el farmacéutico, giró el pomo de la primera de las puertas y la abrió. La luz se filtraba entre los tablones de las ventanas y dibujaba curiosas formas con el polvo que flotaba en el aire. En una pared lateral había una cama con dosel, muy antigua. A su lado, un mueble bajo, un banco y un espejo. Entraron en la habitación y miraron a su alrededor. El polvo lo cubría todo, en una pátina de vejez, humedad y abandono. Se notaba un olor rancio, viejo, y los tres salieron de nuevo al pasillo con una clara muestra de desagrado en sus rostros.

Estaban nerviosos y asustados. Se arrimaban unos a otros como colegiales temerosos e incluso, aunque luego no lo reconocería, el maestro llegó a agarrarse del faldón de la levita de John Cook. Reanudaron la inspección del pasillo y comenzaron a abrir las puertas que se encontraban a su paso. Lo hacían con un ritmo frenético, impulsados por un temor ya arraigado en ellos. Giraban el pomo con violencia, empujaban la hoja de la entrada y echaban un rápido vistazo desde el pasillo. Apenas se atrevían a entrar en las habitaciones y observarlas con detenimiento. Lo único que deseaban era salir lo antes posible de aquella casa, volver a sus hogares y olvidarse del viejo Mayer para siempre. Así continuaron durante unos minutos, avanzando a trompicones, observados por un sinfín de retratos viejos y oscurecidos.

Hasta que oyeron algo.

Fue en la planta baja, en el salón. Días después, ya más tranquilos, ninguno de ellos acertaría a describir la naturaleza de tal sonido, pero en aquel momento, rodeados de bruma y de sombras, aquello les causó tanta impresión que les hizo dar un respingo. El Cura Párroco, menos medroso que sus compañeros, se recuperó al instante del sobresalto y salió a la carrera escaleras abajo. Ante la pasividad de sus vecinos, que permanecían abrazados entre sí, se vio obligado a dar un grito de ánimo que los sacara de tal trauma emocional. Éstos, algo avergonzados por su escaso coraje, volvieron a la vida y siguieron a su amigo.
(Continuará)
En la próxima entrada pondré el desenlace así que, no temáis, ya no me hago más el coñazo.

domingo, 19 de abril de 2009

La mansión Mayer

He decidido colgar un relato escrito hace unos días. Dentro de poco mostraré la continuación. Espero que os guste





LA MANSIÓN MAYER

Joseph Mayer, misántropo contumaz, conocido por los pocos que osaron tener relación con él como “el malvado Joseph”, murió en su casa de Silas, Ohio, a los 94 años de edad. Se podría decir, sin que a nadie pudiese sorprender, que un fallecimiento así era esperado y normal, mas una serie de extrañas circunstancias que rodearon el óbito llenaron de asombro y perplejidad a todos los habitantes del pueblo.

Joseph Mayer odiaba al género humano. Era tal su animadversión hacia el hombre que, si bien es cierto que nunca se le conoció atentado alguno contra sus semejantes, todos sus esfuerzos, a lo largo de toda su vida, fueron encaminados a apartarse de ellos y no tener ninguna relación o trato que pudiese menoscabar su misantropía. Su casa, con puertas y ventanas tapiadas con tablas, se situaba en el centro de una enorme finca rodeada por un alto muro de piedra, de tal guisa que cualquiera que pretendiese husmear en su interior tendría que sortear infinidad de obstáculos para cumplir tal fin. Todo ello, mansión y finca, era fruto de una herencia que, se rumoreaba, había sido sumamente cuantiosa y le permitía, sin precariedad alguna, vivir apartado de sus congéneres sin roce humano o transacción comercial.

Tan sólo aquellos que le proveían de las viandas necesarias, a través de una pequeña portezuela, se atrevían a entrar en la finca. Así las cosas, el entorno humano del anciano estaba formado por el carnicero, el frutero, -ambos de escaso entendimiento-, y el pescadero. Ninguno de ellos tuvo oportunidad alguna de hablar directamente con él, sin embargo, John Mills, carnicero de Silas, y James Morton, frutero limitado, sí habían conseguido verlo, durante breves instantes, oculto tras alguna ventana.

Contaban de él que su cara era estrecha, afilada y huesuda, cubierta de pequeñas manchas negras que ensuciaban una piel nívea y surcada de arrugas. Era su cabello blanco y muy escaso, y sus ojos, negros y brillantes, semejaban dos tizones ardientes y diminutos. Tal fantástica descripción, pensaban los vecinos más sensatos de Silas, era fruto de una imaginación desbordante que se había instaurado en todos sus vecinos ante la extraña actitud de Mayer, pero ninguno de ellos se veía capaz de presentarse ante él para demostrar tal afirmación. Algunos decían de él que era un brujo, que estaba maldito, o que era la encarnación de uno de los muchos diablos que pueblan el averno. Otros, los menos dados a la ficción, pensaban que era un millonario loco, y seguramente enfermo, que llevaba sus excentricidades al límite.

Se rumoreaba que por la casa se paseaban fantasmas a todas horas, que acudían a su cita con el viejo y vagabundeaban por la mansión en busca de almas que poseer o incautos a los que capturar. Leyendas surgieron a decenas y se hicieron famosas por toda la región, arrastrando a multitud de curiosos que decidían llegarse hasta allí para comprobar, por sí mismos, si todo lo que se decía de la mansión de Silas era cierto. Se agolpaban junto al muro, observaban desde la distancia y esperaban allí hasta que, horas después, optaban por regresar de nuevo a sus casas. Los niños corrían asustados al pasar por las inmediaciones de la mansión, los hombres miraban con desconfianza y temor, y los ancianos, cuya religiosidad estaba más arraigada, se hacían cruces y musitaban breves plegarias.

Durante años, todo el pueblo de Silas vivió a la sombra de tales cuentos, aunque aún había muchos que hacían caso omiso de tal maldición.

Hasta que un día de mayo, no se sabe con exactitud cuál, el viejo murió.

Nadie sabe cómo sucedió ni las causas que rodearon tal fallecimiento. Las sospechas salieron a la luz cuando carnicero, frutero y pescadero vieron, con gran asombro, que las viandas que depositaban a través de la pequeña portezuela se acumulaban sin que nadie las retirase. La noticia corrió por el pueblo como un reguero de pólvora, y en todos los foros se hablaba del viejo Mayer y de lo extraño del caso. Tal fue la importancia que se le adjudicó a la cuestión que, en un intento de arrojar algo de luz clarificadora, un grupo de notables de la villa decidió encaminarse hacia la mansión, entrar en ella y dilucidar, de una vez por todas, aquel curioso asunto.
(Continuará...)

viernes, 3 de abril de 2009

Un "estar sin tripas"

Ya estaba hecho. Un disparo, uno solo, y a otra cosa. Había sido fácil, mucho más que en otras ocasiones en las que el día estaba torcido, cuando pintaban bastos y caían chuzos de punta y se veía obligado a partirse los redaños con alguien tan peligroso como él, tiro a tiro y golpe a golpe. Pero ese día había sido fácil. Sonrió con alivio, con la mandíbula prieta, un instante. Luego, la sensación de siempre.

Era una sensación extraña, pesada, que siempre le asediaba tras un crimen. Era una desazón, un frío en el estómago, un “estar sin tripas” que dolía, que dolía y no cesaba. Al menos durante un tiempo.

Ese “estar sin tripas” le acompañó durante todo el camino hasta el club, y seguramente, lo sabía, lo haría durante unos días más, hasta que otro trabajo y otro rostro sustituyesen a los anteriores.

Buscó con ansia el puticlub, como alguien que se refugia de la lluvia, en pos de un buen remedio para sus males. Unos cuantos güisquis y un buen polvo le ayudarían a olvidar. Sería por poco tiempo, cierto, pero durante unas horas, el alcohol, el fuerte perfume de las chicas, y sus caricias y atenciones, conseguirían que se sintiese un hombre nuevo, uno distinto, sin culpas ni remordimientos, sin muertes ni disparos, sin rostros exangües a su alrededor. Lo olvidaría todo, sólo gozaría, y por unas horas estaría bien.

Traspasó la puerta metálica y se sumergió en la tenue iluminación. Sintió cómo lo inundaba un aroma sensual, fuerte, erótico. No le gustaba, nunca lo había hecho, pero aquel aroma era bueno, muy bueno, por lo que tenía de preludio y de excitación. Sólo por eso.

Era un local pequeño, sin fanfarrias ni lujos, pero con buenas chicas. La barra era alta, como para acodarse en ella sentado en un taburete escaso e incómodo, con luces azules en el peto que dibujaban formas sin sentido. El camarero, un tipo bajo y regordete, calvo, con una coleta espesa y rizada para compensar ausencias, miró a Matías y lo saludó con una sonrisa, mostrando sin complejos una dentadura sucia y separada, reñidos unos dientes con otros. Sin palabras, apenas sin gestos, sirvió un güisqui de malta, como siempre, y Matías se lo metió al coleto de golpe.

Las chicas, morenas y casi desnudas, se apoyaban en la barra, bebían agua y curioseaban en sus teléfonos móviles, con la mirada perdida en ellos, como esperando una llamada que las apartase de todo aquello para siempre. Una de ellas, brasileña morena, se acercó a Matías y lo abrazó, exhibiendo redondeces y piel bajo un vestido, corto y escaso, de color oro. Era una vieja amiga, callada y esforzada, y el asesino la rodeó con los brazos. Le gustaba Nina. Las palabras sobraban, no eran necesarias, y los cariños no faltaban. Siempre se iba con ella, siempre lo pasaba bien, y aquella noche no era diferente.

Con un movimiento de cabeza Matías pidió otro güisqui. Se incorporó, cogió el vaso, agarró a la morena y se dirigió a la habitación. Nina balanceaba el culo junto a él, golpeándole la cadera con su vaivén cálido y contundente. El asesino esbozó una sonrisa – algo parecido -, y le propinó un azote cariñoso. Sentía las tripas de nuevo, y se sintió bien.

Dos horas después volvería el “estar sin tripas pero, hasta entonces, se olvidaría de el. Se lo tenía ganado. Por fin.