lunes, 29 de junio de 2009

La casa de mis pesadillas (3ª parte)






Sudoroso y polvoriento, subí a la planta alta. Los peldaños crujían y se combaban por mi peso. Me dirigí al dormitorio. Sin entender muy bien por qué, mis pasos se acobardaban, se tornaban inseguros y temblorosos. Sin motivo alguno, aquella muñeca me inspiraba miedo. No sabía por qué, pero no me gustaba. Había algo pérfido en ella, como si el mal anidase en su interior y se reflejara en el azul desvaído de su mirar. Sabía que aquello era ridículo, que debía apartar de mi pensamiento semejante idea, pero no podía evitar sentirme intimidado por ella.

Atravesé la puerta y entré en la habitación. Miré hacia la mesa en la que había dejado la muñeca, entre medroso y avergonzado, y lo que allí pude ver – o lo que no pude ver-, me dejó petrificado.

La muñeca había desaparecido. Alguien se la había llevado, pero esa posibilidad se me antojaba imposible. Nadie había entrado en la casa. Nadie habría sido capaz de llevársela sin que yo me hubiese dado cuenta, pero la muñeca ya no estaba allí.

Sentí cómo se me encogía el estómago, cómo se crispaban mis nervios. Me aproximé con lentitud, sin dejar de mirar la mesa, con la sensación de angustia acrecentándose a cada paso. Aún albergaba la esperanza de que la desaparición no se hubiese producido, pero sabía que eso era imposible. Mi vista no me engañaba; mi memoria no fallaba. Yo la había dejado allí, sobre la mesa, esperando a que le llegase su hora de ser arrojada a la basura, junto con el resto de enseres inútiles que había en aquella casa, pero ya no estaba.

Miré a mi alrededor. Sabía que era inútil, que no iba a dar con ella, pero aún me resistía a reconocer el hecho de que aquella muñeca que tanto me había inquietado hubiese desaparecido. Algo extraño me revolvía las entrañas, algo inquietante que se refugiaba en mi interior, conspirando contra todo lo que mi ordenado raciocinio me impulsaba a creer. Todo aquello me resultaba irreal, ilógico, y todo mi ser se rebelaba contra aquella angustia que se había anclado en mí.

Sería excesivamente prolijo relatar el cúmulo de desconcertantes sensaciones que se agolpaban en mi cabeza, que atenazaban mis músculos impidiendo reacción alguna, y demasiado complicado encontrar las palabras adecuadas. No era dueño de mis actos ni de mis pensamientos. Éstos se desbocaban en pos de lo irreal, amparados en un temor sin sentido, sin detenerse en lo más mundano o prosaico, y nada había que yo pudiese hacer para impedir tan vertiginosa cabalgada. Me sabía incapaz de encontrar una explicación razonable a todo aquello, me reconocía impotente, y por eso, en el único momento de lucidez que vino a mí, renuncié a dar con ella.

Salí de la habitación abatido y muy confuso. La incertidumbre que me suponía todo aquel asunto me incitaba al abandono, a la renuncia, pues no sabía si todo aquello era fruto de un robo – algo absurdo-, o de algo más horripilante aún. Me sentía inseguro, extremadamente vulnerable, como un niño envuelto en soledad.

Asustado, opté por acomodarme en la cocina, menos tenebrosa o propicia a los sobresaltos, y pasar allí la noche. Quizás al día siguiente los ánimos o el coraje acudieran a mí de nuevo, quizás entonces lo viese de otro modo, pero en ese momento el valor se encontraba muy lejos.

La noche discurrió, para ser esquiva a mis augurios, plácida y tranquila. Me permitió, incluso, dormir tres o cuatro horas, acunado por el rumor del viento y el canto incesante de los grillos. El descanso me devolvió a la luz, a la razón, y pronto me reí de la ridícula desazón que se había apoderado de mí ante un hecho tan nimio e inofensivo como aquel que me había tocado vivir. Al mediodía, todo aquel asunto se había diluido para siempre; se había borrado de mi memoria como algo insustancial o anodino, y ya sólo pensaba en realizar mi trabajo de la forma más satisfactoria posible. La habitación estaba ya ordenada, y durante todo el tiempo que su limpieza me ocupó, ni una sola vez me acordé de la pequeña muñeca.

El resto del día lo ocupé en visitar las densas fragas que poblaban los cañones ancareses. Comprobé los planos que me habían facilitado, introduje alguna corrección que me pareció necesaria, y esbocé un plan de trabajo para los próximos días. Ansiaba establecer las bases para mi inventario, calcular los niveles poblacionales de corzos, lobos y osos, y proyectar unos adecuados mecanismos de gestión, orientados a garantizar su supervivencia y proliferación. Sabía que el esfuerzo requerido iba a ser grande, que mis días se verían consumidos en ello, que sería un año largo. Sabía que las exigencias eran muchas, que las responsabilidades eran grandes, pero estaba disfrutando como siempre había soñado. Era un lugar ideal para realizar aquel trabajo, un espaldarazo a mi carrera, y pensaba hacerlo bien, sin intromisiones de ningún tipo.

Pronto se me hizo tarde. La noche comenzaba a caer sobre el bosque, haciendo que la ya mortecina luz del atardecer claudicase por entero. Me subí al coche, encendí el motor, y puse camino a casa.

Media hora después, ciertamente cansado por el trajín diario, cruzaba la chirriante puerta de mi hogar, ya completamente ajeno a la sorpresa del día anterior. Pasadas las doce de la noche, y con los ojos ya entrecerrados y somnolientos, decidí retirarme a descansar. El día había sido largo, muy fatigoso, y deseaba madrugar para comenzar con el proyecto. Salí de la cocina y subí a la planta alta.

Ahora, una vez limpia, el aspecto de la habitación era completamente distinto; recuerdo, incluso, haber sonreído al pensar en mi estúpida reacción, tan infantil, tan inmadura. Me acurruqué con mimo entre las sábanas y sonreí de nuevo. A los pocos minutos, quizás con una sonrisa en los labios, me quedé dormido.

Hoy quizás lo vea de otro modo. Quizás, no sé, hoy sea consciente de mis miedos, de mis faltas y mis limitaciones. Hoy sé que no estoy sólo; que ninguno de nosotros lo está, pero entonces, con un entendimiento arraigado en el poder omnímodo de la ciencia, fiel seguidor del imperio de la razón, mi comportamiento se veía encorsetado entre sus dogmas. Eso - hoy lo entiendo -, me llevó a no comprender todo cuanto allí se produjo ni los motivos que desencadenaron tales sucesos, y por tanto, tal incapacidad, tal incomprensión, me arrastró al pánico y al horror.

Aquella noche comenzó todo.

Las voces se presentaron envueltas por las brumas de mi consciencia adormilada, de un modo lejano, casi inaudible. Surgían profundas, como arrastradas por el viento, sibilantes entre las laderas de un cañón. Llegaban a mí como un susurro, aunque insistente, pues aumentaba en fuerza y persistencia, y comencé a despertar. Lo hice poco a poco, de forma perezosa, y fue entonces cuando comenzaron las pesadillas.

Sabía que algo extraño estaba pasando, pero me hacía el remolón. Mis ojos se negaban a abrirse, mi mente aún estaba nublada por la somnolencia, y yo me rebullía entre las ropas rodando de un lado a otro, como empecinado en no despertar. Pero algo me obligó a ello.

Hasta entonces todo había sido un rumor, un extraño soniquete muy pesado que me zarandeaba en mi sueño, difuminado por mi escasa percepción. Pero aquello era distinto. Era una voz muy clara que brotaba junto a mí, al lado de mi cama, susurrante en mi oído.

-¿Dónde estás, niña mala?¿Dónde te escondes, hija?- había susurrado

De pronto, el letargo dejó paso a la consciencia. Me pareció que el corazón se detenía. Dejé de respirar por un instante, conteniendo el aire que se agolpaba en mi garganta, y abrí los ojos. Quizás me equivoqué.

Pensé en no hacerlo; pensé en seguir arropado entre las sábanas, ciego y mudo, alejado del horror que me rodeaba. Quizás la ceguera, quizás la ignorancia hiciesen que todo acabase. Dar la espalda, no mirar. Aquello era lo que deseaba. Pero no lo hice. Abrí los ojos.

Mi vista estaba nublada; las formas, difusas, desvaídas, ocultas en la oscuridad. Ya no se escuchaba nada, pero yo lo había oído claramente. Era una voz gruesa y ronca, envuelta en suspiros arrastrados, que gritaba por su hija.

Horrorizado, estiré el brazo en busca del interruptor y encendí la luz. Me incorporé de golpe, con la respiración agitada y una explosión en el pecho. De un salto me senté en la cama. Moví la cabeza de un lado a otro, frenéticamente, buscando el origen de aquella voz, pero allí no había nadie.

-¿Quién esta ahí?- pregunté asustado.- ¿Quién es usted?

El silencio por respuesta.

¿Había entrado alguien en mi casa? ¿Se había colado alguien en mi habitación para robarme?¿ tal vez matarme? Sabía que no. Ésa no era la explicación. La respuesta que yo buscaba era más extraña, más increíble, más aterradora, pero eso lo sabría después.

La habitación estaba vacía. No se oían voces en el pasillo, ni en la planta baja, ni tan siquiera en el exterior. Tan sólo grillos y viento. Estaba sólo pero,...entonces, ¿qué era todo aquello?¿Cuál era la fuente de aquella extraña voz que murmuraba en mi oído, clamando por su hija?¿Por qué la buscaba?¿Por qué la llamaba con ese tono de odio?

Cualquier pregunta que me pudiese plantear era inútil. Aquella noche no encontraría la solución. Ya nada averiguaría; ya nada podría hacer para librarme de ese estado de extrema desazón y sobrecogimiento en el que aquella voz me había recluido. Tan sólo podía esperar. Esperar el alba, la luz del día, y así verlo todo con más calma. Ya no quedaba sino dormir.

Muy asustado, me envolví con las sábanas sin dejar de mirar con desconfianza a todas partes. Recordé lo que había dicho la dueña del restaurante, y sentí miedo. Ya no volví a conciliar el sueño.

El amanecer llegó con lentitud, como un lenitivo deseado que me librara de los temores que aún me estremecían. El horizonte se cubrió de rojos pálidos, aún muy tímidos, que despuntaban por encima de las crestas rocosas que me rodeaban. Se desplazaron presurosos por el valle, volviéndose más pálidos aún, tiñéndose de azul y blanco, y volvieron los gorjeos de los pájaros, quebrando la tenebrosa quietud que me había acompañado las últimas horas. Aquello me animó. Salí de la casa, aún atemorizado, y me puse a caminar.

Aquella voz no había sido fruto de mi imaginación. De eso estaba seguro. La había escuchado claramente, junto a mí, pero eso no podía ser posible. ¿Qué demonios estaba pasando? Ese hecho ponía fin a mi universo científico. Rompía de un mazazo todas mis creencias, todas mis convicciones, y eso me asustaba. Además, me ponía furioso. Necesitaba encontrar una explicación; una explicación razonable. Tenía que hacerlo si no quería volverme loco, pero no sabía cómo actuar. Me tomarían por loco; mi nombre se vería arrastrado por el barro de la vergüenza, por la ignominia, y eso no lo podía tolerar. Tenía que hacer algo, sí, ¿pero qué?

Aquel día no pude trabajar. Estuve vagando durante horas, sin saber adónde me dirigía, dejándome llevar por los pensamientos más absurdos y las explicaciones más ilógicas. Crucé largas arboledas, espesas fragas, sin detenerme ni un segundo a admirar su belleza. Caminaba absorto en mis preocupaciones, con la vista fija en el suelo. Hasta que pasó el día.

Al acostarme, aún sumido en mis cavilaciones e incapaz de librarme del desasosiego en el que había caído, vinieron a mí extraños pensamientos que me atosigaron un buen rato hasta que, desfallecido, me quedé dormido. Pero poco descansé.

De igual modo que la noche anterior, algo vino a importunar mi descanso. Esta vez no fue una voz la que me salió al paso, no. Fue una sucesión de ruidos, de pisadas y crujidos, como si alguien hubiese entrado en la casa y avanzase por el pasillo hasta mi habitación. Procedí de igual modo que en la ocasión anterior, arrollado por el miedo y la descompostura. Me senté en la cama y encendí la luz. La puerta estaba abierta, y el pasillo muy oscuro.

Los pasos continuaban. Lo hacían de un modo sumamente pausado, arrastrando los pies por el entarimado. Las maderas crujían como ramillas rotas; el susurro del roce contra el suelo llegaba hasta mí con claridad, cada vez más audible, y yo no hacía más que acurrucarme cobardemente contra el respaldo de la cama, como si con actitud tan estúpida fuese a evitar un encontronazo que ya se me antojaba inmediato.

Y fue eso lo que me hizo reaccionar. Ser consciente de mi propia cobardía, de mi exagerada fatuidad, fue lo que me obligó a comportarme de un modo más digno y valeroso. Escasa dignidad quedaba ya en mí, no digamos coraje o arrojo, pero por poco que éste fuera, trataría de lucirlo con orgullo y honor. Aunque no fuese consciente del peligro al que me enfrentaba, aunque no supiese qué era aquello que se arrastraba lentamente hasta mí, decidí hacerme fuerte y encarar con gallardía mi destino. Me levanté, pues, de la cama y caminé, con poco convencimiento, hacia la puerta.

El ruido ya era muy cercano. La distancia que nos separaba disminuía con rapidez, pero la espera se volvía interminable. Algo más resuelto, me situé bajo la puerta.

La oscuridad del pasillo era completa, pero una extraña luz amenazaba con quebrarla.

Era un resplandor extraño, de un color entre azulado y blanquecino, que avanzaba hacia mí de forma lenta y continua. En su avance, aquella aurora extraña se comía –valga la expresión-, la oscuridad sobrecogedora de mi pasillo, cada vez un poco más, cada vez un poco más. A esas alturas, yo ya estaba muy poco dispuesto a cruzar el pasillo y acudir al encuentro con quién fuese que estuviese avanzando hacia mí. Mi coraje no era mucho y no me parecía razonable invertirlo en el oscuro desplazamiento. Decidí, por tanto, esperar, aunque más por miedo e incapacidad de mover un músculo que por convencimiento de que aquello fuese lo mejor. La dignidad y el orgullo tiene un límite, y el mío estaba ya muy cercano. Puestos a huir, quizás la ventana fuese una buena solución.

La luz continuaba en su avance inexorable, y a punto estaba ya de girar la esquina donde se doblaba el corredor. Unos segundos más, muy pocos, y al fin podría ver quién era el portador de tan extraña luminaria. ¿Cuáles serían sus intenciones? ¿Vendría dispuesto a matarme? Aquella tensión estaba acabando conmigo. Mi pulso estaba acelerado, el frío –mi hombría me obliga ahora a pensar que era el frío- hacía que todo mi cuerpo temblase de modo incontrolable, pero un sudor denso cubría mi frente.

La intensidad de la luz había aumentado claramente. Ya debía estar muy cerca. Al fin se hizo casi cegadora, mucho más blanca y brillante que antes, y comenzó a aparecer una figura humana.

Su resplandor iluminaba todo el pasillo, rodeando por entero a un delgado cuerpecillo que se había situado frente a mí. Apenas conseguía verlo, pues la intensidad del brillo era tal que mis ojos no acertaban a distinguir más que una silueta alargada y difusa. Durante unos segundos, paralizado por la sorpresa, contuve el aliento y aguardé a que el visitante hiciese algo, pero éste se mantenía inmóvil ante mí. Poco a poco, casi sin darme cuenta, la claridad se fue diluyendo hasta convertirse en un estrecho halo de color azul. El resplandor cedió, y algo de la oscuridad original ocupó su lugar. Fue entonces cuando pude ver de qué se trataba.

Jamás había visto una criatura tan dulce y bella. Era una chica de unos dieciséis o dieciocho años, de ojos verdes, labios finos y pelo trigueño que caía con suavidad sobre sus hombros. Era preciosa, con una belleza perfecta, sin mácula alguna en su faz o en su talle. Su rostro era ovalado, con unos pómulos levemente prominentes que acentuaban las líneas del mentón. Una guedeja de pelo le cubría el lado izquierdo de la cara, permitiendo sólo adivinar una mirada tímida, casi vergonzosa, aunque franca y directa.

Cubría su cuerpo con un vestido blanco que contribuía a aumentar el resplandor que de ella brotaba. Unos tirantes dejaban al descubierto unos hombros finos, redondeados, que se apreciaban muy suaves, y el escote insinuaba un pecho bien formado y generoso, seguramente muy pesado. Arrullada contra él, en un abrazo de cariño y, tal vez, de inseguridad, descansaba la muñeca de porcelana.

Aquello me inquietó algo, pero era tal la hermosura de la chica que ningún pesar hubiera podido romper el ensimismamiento en el que me hallaba. Toda ella constituía la más bella estampa que yo haya tenido ocasión de contemplar, y por nada del mundo hubiera deseado que tal visión se diluyese.

Mi gozo era absoluto. Mi angustia, mis temores, habían desaparecido por completo. Ya sólo disfrutaba de la belleza de la joven, extasiado por su candor y su dulzura, aun siendo consciente de que no era más que un espectro. Eso era lo que menos me importaba.

Su aspecto era desvalido, vulnerable. Mostraba una expresión apocada, ciertamente triste, y sus ojos semejaban implorantes de auxilio o ayuda, muy lejos ya de la belleza luminosa que, a buen seguro, habían reflejado en vida. Se la veía triste, sí, pero tranquila.

Hasta que aparecieron los otros.

martes, 16 de junio de 2009

La casa de mis pesadillas (2ª parte)

Con el ánimo muy recogido y poco dado a zarandajas, cumplí las órdenes de mi jefe – insisto en la maldición antes citada-, acaté mi destino con gran pesar y me trasladé a Os Prados.

Llegué hasta allí una mañana soleada de verano, al mediodía, y decidí comer en un restaurante cercano. Era una casa ciertamente más moderna que las que por allí había, de paredes encaladas y cubierta de teja, donde acostumbraban a detenerse todos los viajeros que por allí pasaban. Ocupé una mesa del comedor y pedí el menú del día.

Una señora gorda, desastrada, con el pelo negro recogido en un moño excesivamente descolgado, me sirvió un plato rebosante de comida, quizás grasiento pero exquisito, que devoré con ansiedad, ajeno a las curiosas miradas de los que allí estaban. Decidí ignorar aquellos ojos que me escrutaban, consciente de que un extraño siempre despierta interrogantes, pero al final me sentí molesto y preferí abandonar el comedor. Fue entonces cuando percibí la primera señal de alerta.

Al pagar mi cuenta, la propietaria del restaurante me preguntó adonde me dirigía. Le expliqué los motivos de mi presencia allí y le dije dónde pensaba alojarme. Repentinamente, ante mí, su rostro se demudó en mueca.

Su cara adquirió un tono níveo, una expresión tensa, con ojos desmesurados por el miedo. Perplejo, me interesé por el motivo de su extraño sobresalto, pero ella fue incapaz de responder con coherencia. Tan sólo balbucía una frase extraña, sin sentido, cuyo significado yo no pude descifrar. Se llevó la mano a los labios, con gesto horrorizado, y huyó de mí para refugiarse en la cocina.
-Niña mala, niña mala.- decía entrecortadamente mientras abandonaba el comedor. –No vaya, por Dios, no vaya allí.- insistía.

Miré a mi alrededor; dos hombres me observaban con el rostro ceñudo, pero permanecieron en silencio. Uno de ellos se santiguó. Pensé en pedirles una explicación por el absurdo comportamiento de la mujer, pero decidí no hacerlo; me sentía ridículo, y preferí marcharme. Asombrado ante tal muestra de locura, salí del restaurante y me dirigí hacia mi nueva casa, sin dejar de pensar en la extraña frase que la mesonera había dicho. Algunos días más tarde, preso ya del horror que me había tocado vivir las jornadas anteriores, aquella expresión cobraría pleno sentido para mí, pero en aquel momento, consciente de lo inútil del esfuerzo, decidí olvidarlo y no atormentarme por encontrar una explicación racional. Abandoné el restaurante, puse en marcha el coche y reanudé mi camino. Diez minutos después me encontraba ante mi nuevo hogar.

Su visión me resultó desoladora. Siempre había sido partidario de optimizar los recursos de las administraciones públicas, ser exigente en el control de los dineros y no malgastarlos en actos vanos, pero aquello era excesivo. –No es gran cosa, pero estarás bien- había dicho mi Jefe. –Mal nacido- pensé yo. Si me hubiese fijado en la extraña sonrisa que esbozó cuando me ordenó marchar, quizás hubiese sospechado algo, pero ya no le prestaba atención. Aquella tacañería rozaba lo esperpéntico pero, para mi pesar, ya no había remedio. Me armé de valor, saqué el petate del maletero y entré en la casa.

Crucé la entrada con paso tembloroso, inseguro, acompañado por un herrumbroso quejido de los goznes de la puerta. Aquello rechinaba en mis oídos como una tétrica advertencia de lo que me deparaba la estancia entre aquellas cuatro paredes, pero no le hice el caso debido. Pasé al recibidor, encendí la luz, y me quedé helado.

El interior de la vivienda era horrible. La cal de las paredes estaba desconchada, con manchas negruzcas de humedad, y la basura se acumulaba por todas partes. El suelo estaba cubierto por papeles envejecidos, por botellas y por hojas que se habían colado por las ventanas rotas, como una alfombra de inmundicia y abandono. Esquivando todo aquello a saltitos llegué a la cocina, y pude comprobar que el pasillo no era lo peor.

Faltaban algunos azulejos, caídos ya años atrás; los fogones estaban oxidados, y el fregadero estaba lleno de un agua marrón y pestilente, con una sustancia oleosa en la superficie. –A ver cómo lo vacío- recuerdo que pensé. El simple hecho de pensar en introducir mi mano en aquella mugre viscosa me despertaba náuseas; hacerlo, me llevaría al vómito con toda seguridad. Atónito, subí a la planta alta.


El camastro del dormitorio estaba enmohecido, atacado por la podredumbre, con una manta sucia y rota por encima. Recuerdo haber sentido asco, y desistí de cobijarme bajo ella.

Por todas partes había goteras, y un olor rancio lo inundaba todo. Semejaba una pocilga, una cochiquera, llena de mugre y trastos viejos por doquier. Recorrí la estancia con la vista, confuso por tal abandono, pero algo llamó mi atención.

Era una pequeña muñeca de porcelana, ajada y descolorida, con el pelo rubio y una muesca en la cara. La blancura de su rostro se veía ya quebrada por los años. Sus ojos, de un color azul extraño, giraban en sus cuencas sin control, apenas solidarios entre ellos. La observé unos segundos; su aspecto resultaba turbador, inquietante, y la deposité de nuevo sobre la mesa, con un leve escalofrío recorriendo mi espalda. Se balanceó sobre su espalda, un instante, como animada, y aunque pueda parecer descabellado, me sentí vigilado por ella. Aquello me desconcertó. Jamás había sentido algo así; jamás me había sentido tan agitado, pero aquella sensación se acrecentaba en mí de modo asombroso. No era real, era tan sólo una percepción de desasosiego, de desvelo, pero parecía arraigada en mí, pesando como una losa, cada vez más. Abandoné la habitación muy intranquilo, ciertamente avergonzado, pues mi mente rechazaba todo aquello, tan absurdo y tan ilógico.

Un leve temblor afloró a mis manos, un bronco latir surgió en mi pecho, tan desconocido, tan irracional, que apenas pude reprimir el llanto. Deseé no estar allí, deseé marcharme lejos, pero me resistía a dejarme vencer por el temor. Renuncié entonces a marcharme, renuncié a abandonar. Tenía que librarme de aquella desazón que me embargaba. De no hacerlo, mi trabajo habría terminado antes de empezar.

Para salir de mi inquietud, me obligué a ordenar la casa, para librarme de toda aquella porquería y adecentar mi alojamiento. Una vez limpia, la vivienda no resultaría tan tenebrosa. Tiraría la muñeca, la arrojaría lejos, y mi temor se acallaría. Sin embargo, horas después, cuando ya la casa estaba libre de inmundicia, algo vino a suceder que trastocó mi realidad.

martes, 9 de junio de 2009

La casa de mis pesadillas (1ª parte)


Quizás sea por mi naturaleza escasamente mojigata; quizás por mi excesiva renuencia a dejarme arrastrar por temores infundados o irracionales o, quizás, y ya no sé muy bien cuál de los tres motivos es el más acertado, haya sido por mi arrojado e impulsivo carácter, forjado tras innumerables correrías en un ambiente demasiado hostil, pero el caso es que nunca, y deseo remarcar lo de nunca, he sido un hombre cobarde o temeroso, medroso ante lo paranormal o lo fantasmagórico. Jamás me he dejado llevar por el pánico; en ningún momento he permitido que mi raciocino se nuble por extrañas sensaciones, y nunca he abandonado una actitud ecuánime o razonable pero, hace unos años, cuando –maldita la hora-, mis obligaciones profesionales me obligaron a mudarme a una vieja casa, algo inquietante acudió a mi vida, tambaleando mi seguridad y mis convicciones.

Trataré de explicar mejor, no obstante, cuáles eran las sensaciones que suscitaba aquella vivienda en mi muy ordenada cabeza; intentaré describir qué extraños pensamientos se agolpaban en mi mente pero, de ello estoy seguro, nada será suficiente para transmitir la desesperante inquietud en la que me sumí por espacio de una semana hasta que, vencido ya por el desánimo y el temor, e indiferente al deshonor o la ignominia que sobre mi nombre pudiese caer, abandoné aquellas tétricas paredes para no regresar a ellas jamás.

Comenzaré pues por describir la vivienda ya que, a pesar de lo farragoso que pueda resultar esta primera introducción para el lector, sí se me antoja necesario para la correcta comprensión de los hechos que relataré a continuación.

La casa de mis pesadillas se encontraba en el pueblo de Os Prados, en las Montañas Ancaresas de la provincia de Lugo, zona excesivamente abrupta para el desarrollo urbanístico y demasiado hostil para una convivencia tranquila y acomodada. Las montañas son redondas y empinadas, y los ríos caudalosos pero esquivos, llenos de recovecos inundados de maleza y árboles trasmochos y esquilmados; inviernos blancos y muy fríos, largos en exceso, y veranos cortos pero cálidos, que los ancareses dedican a la siega y al arado. Las laderas se llenan de robles, castaños, acebos y abedules, formando un denso tapiz que cobija a sabe Dios cuántas criaturas salvajes que yo debía estudiar y proteger, pues para eso me había enviado hasta allí el Departamento de Medio Ambiente.

Mi jefe –que el Diablo lo confunda-, había tenido el dudoso acierto de ordenar que me alojasen en una vieja casa de dos plantas –la más vieja del pueblo-, de fachadas de piedra, tejado de pizarras negras claveteadas sobre gruesas vigas escasamente rectas, y ventanas y suelos de madera tan planos y rectos como las vigas.

Se decía -aunque de eso me enteré más tarde-, que allí había vivido una extraña familia ya olvidada por casi todos, escasamente pudiente, definitivamente antisociable y, desafortunadamente, poco dados al talento o la inteligencia.

El matrimonio era una pareja ya anciana, andrajosos y haraganes, que acostumbraban a vivir de lo que sus poco iluminados hijos conseguían en los campos o en los bosques. Éstos, igualmente andrajosos pero algo más esforzados, solían cazar conejos, jabalíes –muy abundantes en la zona-, y algún que otro corzo despistado que, tras una alocada carrera entre los rastrojos, fustigado por los perros de la familia, caía abatido por los disparos.

Con las presas ya cobradas, la hija menor, una chica –por lo que me han contado- curiosamente bonita y aseada, se dedicaba a la cocina sin atreverse a salir de ella, esclava entre mugre, podredumbre, locura y desafecto. Su presencia -como pronto tendrán ocasión de comprobar-, resultó ser lo más llamativo del caso.

Para todos era alguien inexistente. Su vida suponía una completa incógnita y las habladurías que despertó corrieron por la comarca de una punta a otra, llevadas por los vientos de la lógica curiosidad. Nunca nadie del pueblo llegó a verla cara a cara, jamás habló ningún vecino con ella, y todos se limitaron a entreverla, fugazmente, entre los listones de los ventanales. Alguno de los pueblerinos más jóvenes, animado por la belleza de la chica y la falta casi absoluta de mujeres casaderas, quiso rondarla y cortejarla pero, dado el esquivo carácter de su familia, todos renunciaron a la empresa sin llegar siquiera a intentarlo, y se limitaban a aguardar en las proximidades de la vivienda para tener la oportunidad de observarla en silencio.

Hasta aquí -siendo muy escasa la información, lo reconozco-, es todo lo que pude conocer de esta gente antes de alojarme en su antigua vivienda y, sin embargo, para mi desgracia, sus ya lejanas vidas pronto tendrían graves consecuencias en mi pasar.

lunes, 1 de junio de 2009

Volverán las aventuras

Aún era yo un niño, envuelto en alegría e inocencia, de piernas flacas y nerviosas, cuando comencé una larga serie de aventuras inquietantes, acompañado por mi padre, en la amplia foresta que rodeaba mi hogar.

No eran más que breves excursiones – no crean lo contrario-, al río y al robledal, pero eran tantas las maravillas que nos rodeaban, tantos los peligros imaginados por mí, y tantas las dudas que asaltaban mi fértil mente, que para mí constituían largas travesías a lo desconocido, a lo salvaje, en dirección a esos secretos parajes por los que navegan nuestros sueños infantiles, plagados de piratas, de contrabandistas, de indios y vaqueros, y de soldados solitarios, inermes pero arrojados, ante un enemigo más numeroso.

Juntos abandonábamos la casa a pie, armados de morral y de bastón, dispuestos a encarar con valor el más temible de los viajes. Caminábamos por una estrecha vereda que el ganado había hollado en el pastizal, con el aire fresco golpeándonos el rostro, envueltos por el aroma de la hierba húmeda. Las bestias nos observaban sin cesar, con esos ojos grandes y negros, eternamente acuosos. Se tumbaban sobre sus costados, rumiaban insistentemente las hojas lanceoladas de la pradera, y observaban con paciencia el transcurrir de sus vidas.

Los pájaros nos acompañaban, o eso me parecía a mí, susurrándonos sus trinos y gorjeos, dibujando piruetas inverosímiles sobre nuestras cabezas, erigidos en desordenada avanzadilla de nuestra pequeña expedición. A lo lejos, semioculto entre la pradera y el cielo azul, ya se divisaba el enorme robledal al que siempre nos dirigíamos, formando un lienzo multicolor de verdes, rojizos y ocres, fruto de pinceles caprichosos y geniales que hubiesen empastado un paño azul verdoso. Algo más abajo, en tramo sinuoso y abrupto, un profundo y angosto cañón marcaba el final de la propiedad familiar. Discurría entonces repleto de aguas embalsadas, negras y profundas, que a mí se me antojaban inhóspitas y peligrosas, dignas de las más esforzadas travesías transoceánicas. Hoy ya casi desaparecidas, por aquel entonces aún se veían truchas grandes, que continuamente recreaban brillantes destellos plateados al saltar fuera del agua, y que mi padre se afanaba en capturar para agasajarnos con una comida exquisita. La ladera sur del cañón, origen de la suerte familiar, se veía tapizada por pequeñas vides cultivadas en terrazas; la norte, perteneciente al municipio vecino, estaba cubierta por un gigantesco bosque de fronda de aspecto globoso, con sus bordes asombrando la ribera con la cúpula vegetal. Bajo ella, entre ramas y herbazales se guarecían los salmónidos, para burla y sonrojo de mi padre, empecinado y poco ducho pescador. Aún en nuestro viaje, él miraba de reojo hacia allí, con un cierto aire rencoroso y vengativo por los sinsabores sufridos, pero siempre deseoso de volver a la lucha. Una última mirada, inundada en añoranza, y se centraba de nuevo en la ruta.

El robledal crecía ante nosotros, se volvía más alto y más extenso, más nítido a nuestros ojos, y ambos apurábamos el paso. Caminaba yo delante, correteando de aquí para allá, siempre riendo por las bromas que me gastaba Papá. Él me observaba y sonreía, con el orgullo reflejado en su rostro redondeado, oscurecido por la barba. Clavaba sus ojillos negros y chispeantes en mi flacucha figura, y no dejaba de sonreír. Años después, sumido en la tristeza que su ausencia me provocaba, solía yo recordar aquella sonrisa, tan franca y abierta, tan contagiosa; solía recordar aquellos momentos, juntos los dos, disfrutando ambos de lo mismo, y entonces era yo el que sonreía. Aún lo hago, y creo que siempre lo haré.
A veinte o treinta metros de distancia, ya podíamos ver el alma del bosque, su naturaleza, ese conjunto abigarrado de troncos y ramas entrelazados que crea un conjunto perfecto, y ante el cual ninguno de nosotros permanecía impasible. Divisábamos ya la senda por la que nos internábamos en la arboleda, sinuosa y angosta, con el suelo mullido de hojas en descomposición. Recorríamos los últimos metros de pradera y nos adentrábamos en el bosque, palpitantes de emoción, ansiosos por descubrir nuevas sorpresas en su interior. Ante nosotros se abría un mundo nuevo, una singladura plagada de peligros.

La cúpula vegetal que se alzaba sobre nuestras cabezas era muy densa, casi impenetrable para la luz del sol, pero éste siempre encontraba algún resquicio por el que colarse para acudir al encuentro con especies más necesitadas de claridad. Dibujaba entonces un sinfín de rayos difuminados, escasamente concentrados, que semejaban auroras difusas y blanquecinas, y que dejaban entrever un fastuoso edén de vida y de paz. Los verdes, ocres y rojizos se volvían más vivos tras este velo luminoso, en preludio de las maravillas que pronto iba yo a presenciar. Soñaba yo entonces con ser un pirata que se interna en una cueva oscura y profunda en la que, tras sortear los trampas que algún malvado antiguo hubiese colocado para mí, daba por fin con el ansiado tesoro, compuesto de esmeraldas y diamantes, monedas de oro y rubíes, refulgentes por los rayos de sol que se colaban por las grietas que los años habían realizado en lo alto de la caverna. Ya me parecía que faltaba poco. Avanzaba por la foresta, con paso decidido, en pos de un tesoro incalculable, mientras mi padre caminaba algo más adelantado, abriéndose paso con lentitud.

Los troncos de los robles eran gruesos y muy altos, con la corteza muy rugosa y oscurecida. A siete u ocho metros de altura, sus copas se abrían y extendían para mezclarse con otras, tan densas como ellas. En su parte más alta, inaccesible ya para nuestros ojos, el viento arrancaba continuos susurros al robledal, casi fantasmagóricos, que se propagaban por toda la fronda. Tales ruidos llegaban hasta nosotros algo amortiguados ya, pero aún impresionantes para mí. El viento agitaba las ramas, las mecía con suavidad, y éstas lo hacían con las más inmediatas, propagándose en sucesión constante, para que los árboles se comunicasen unos con otros. Era un lenguaje extraño, incomprensible para los hombres - me contaba mi padre-, pero si te fijabas lo suficiente, si prestabas mucha atención, podías captar su esencia y lograbas entender el mensaje. Yo, puedo asegurarlo, me esforzaba en ello, centraba en la labor todas mis fuerzas, y alguna vez, inmóvil bajo el robledal, envuelto en la incipiente penumbra del atardecer, me pareció escuchar algo, como un lamento, como un quejido agónico, como un llanto de dolor por el terreno esquilmado o las batallas perdidas. Era algo asombroso, y resultaba tétrico, pero hace mucho tiempo ya de aquello, y no lo he vuelto a escuchar. Ya nadie lo hace; quizás, ya nadie preste la atención suficiente.

Seguíamos de nuevo la senda del robledal, cubierta por un espeso manto de hojarasca que la volvía increíblemente esponjosa. A ambos lados, un sotobosque inmensamente rico tapizaba el suelo en manchas. En ocasiones, cuando teníamos tiempo de sobra y nos podíamos detener algo más de la cuenta, mi padre y yo recogíamos moras y bayas, arándanos o setas, que luego llevábamos a casa para disfrutarlas con mi madre. Mi padre me explicaba entonces qué era todo aquello, tan extraño al principio para mí, y me mostraba los tesoros que el bosque nos ofrecía. Mis ojos se desmesuraban con cada nuevo hallazgo, con cada nuevo descubrimiento, y miraba a mi padre embelesado, asombrado por tales maravillas ajenas a tantos. Era aquel uno de los momentos más bellos del viaje, pero eran tantos que se hace imprescindible continuar con el relato, para no caer en el tedio o la excesiva profusión de detalles.

La senda, comencé antes a explicar, se dirigía hasta un pequeño arroyo de márgenes limpios y aguas claras, no muy rico en pesca pero sí abundante en emociones y recovecos y, por lo general, destino acostumbrado de nuestras excursiones. Ya próximos a él, el ruido de sus aguas batiendo contra las rocas de los saltos naturales, o el suave murmullo de sus zonas más remansadas, llegaba hasta nosotros con claridad, anunciándonos su cercanía para nuestro inmenso regocijo. Era entonces cuando yo me desproveía ya de mi camiseta y de los pantalones, me quedaba en bañador o calzoncillos y corría hasta las aguas para zambullirme en su refrescante claridad. La reclamación de prudencia de mi padre solía llegar siempre tarde, o yo mismo la volvía inaudible para mí. Él refunfuñaba algo con humor, fingiendo enfado o desagrado, pero siempre una risa asomaba a sus labios. El estrépito de la zambullida rompía la quietud allí acostumbrada, y siempre algún pajarillo escapaba apresurado ante mis gritos de alegría, batiendo las alas con fuerza. Yo me sumergía de golpe en el río, sin importarme en absoluto lo gélido que estuviese; mi padre, más consciente y menos arrojado, comenzaba por introducir un pie, luego la pierna, lentamente para, al fin, vencida ya la resistencia inicial, remojarse por entero, entre continuos estremecimientos y tiritones. Llegaban entonces a mi mente aquellas aventuras de robinsones que me solían contar en casa, aislados de todo y de todos, esforzados en su lucha por sobrevivir en terreno inhóspito e inexplorado, siempre atentos a los peligros que se cernían sobre sus personas. Simulaba ser uno de ellos, y fijaba mi vista en todo lo que pudiera representar alguna amenaza, inexistente en realidad, pero amenaza, al fin y al cabo, en mi imaginación. Buscaba cualquier indicio de presencia indígena, cualquier vestigio del paso de bestias salvajes que se pudieran abalanzar sobre nosotros, y no cejaba en mi empeño hasta que abandonaba el arroyo.

Las aguas eran cristalinas, y los árboles, de hojas lobuladas o aserradas, se alzaban sobre ellas hasta cubrirlas casi por entero, lo que volvía el baño aún más frío. Esto nos obligaba a no prolongarlo demasiado, pero ambos lo disfrutábamos muchísimo. Apenas cinco minutos después, abandonábamos las frías aguas y corríamos a saltitos hasta nuestras ropas, con las quebradizas ramillas de los fresnos y alisos estallando bajo nuestros pies. Nos vestíamos de forma apresurada, casi sin secarnos, para sentarnos después a la orilla del arroyo, con las ropas húmedas y la respiración aún agitada por el esfuerzo. Permanecíamos allí una o dos horas, hablando de nuestras cosas, hasta que la luz filtrada entre las ramas se veía más mortecina y apagada. Nos poníamos entonces en pie e iniciábamos el camino de vuelta. Casi nunca hacían falta las palabras, ambos sabíamos que debíamos regresar a casa, y yo lo hacía sin rechistar.

El camino de regreso era igual de inquietante, con la luz crepuscular cayendo sobre nosotros, avanzando por un robledal ya muy brumoso. Lo abandonábamos a buen ritmo, acuciados por una lacerante sensación de hambre, que tan sólo podía ser vencida por una copiosa cena junto a mi madre. Cruzábamos la fronda, atravesábamos el prado y llegábamos de nuevo a casa, dejando atrás un montón de aventuras y sensaciones que pronto volverían a nosotros, al iniciar nuevamente otra de nuestras ansiadas expediciones a la espesura casi desconocida del bosque familiar.
Cenábamos, mis padres me acostaban, me daban un beso y yo permanecía despierto unos minutos, reviviendo las luchas, los miedos y las aventuras que había vivido en nuestro viaje hasta que, vencido ya por el sueño, mis ojos se cerraban y yo descansaba.

Hace ya unos años que se cerraron también los ojos de mi padre. Hace aún mucho más que aquellas excursiones se acabaron. Las aventuras cesaron, la imaginación se agotó, y aquellos personajes de cuento que llenaban mi cabeza de sueños y viajes, reposan hoy en las estanterías de mi casa, cubiertos ya por el polvo de la madurez. Pero he de recuperar aquellas emociones.

El robledal sigue allí, el arroyo no se ha secado, y mi hijo, ya inquieto y vivaracho, mira la foresta con ojos curiosos. Mañana lo llevaré de excursión. Tal vez nos bañemos en el arroyo, tal vez le enseñe las bayas, los arándanos y las moras. Tal vez pueda ver en su mirada esa inquietud que yo mostraba cuando era niño, simulando ser un robinsón, un pirata o un vaquero, con peligros acechando a sus espaldas, y un corazón palpitante de alegría en su pecho.

Tal vez, eso espero, las aventuras vengan a él, igual que lo hicieron conmigo, bajo la mirada atenta de su padre. El mío, a buen seguro, estará allí con nosotros, disfrutando del arroyo y del robledal. Esté donde esté.