lunes, 27 de julio de 2009

La casa de mis pesadillas (5ª parte, y última)


Ver aquellas imágenes tan vívidas, aunque tan lejanas y ajenas, me repugnaba. Me corroía las entrañas el conocer el fatal desenlace de los jóvenes amantes, tan inocentes, tan vulnerables, que apenas habían tenido oportunidad alguna de escapar.

El chico había caído muerto entre llantos y estertores de agonía, clamando porque se respetase la vida de su adorada amiga. Había caído horriblemente mutilado, con las carnes cercenadas por un cuchillo de gran tamaño mientras los gritos desesperados de su amada retumbaban en sus oídos. Sus piernas habían flaqueado al comienzo de la lucha, nada más recibir la primera cuchillada. Había caído al suelo impotente, levantando las manos para protegerse de los ataques recibidos, aunque con la vista fija en los ojos de su amada, que le observaba con horror desde un rincón. Mientras su cuerpo era acuchillado con saña y sus ropas se cubrían de sangre, sus ojos se velaban por un velo acuoso, salado, que brotaba por la rabia y el amor, y sus labios dibujaban un nombre en silencio: Elena.

Ella lloraba sin cesar, rota por el horror, ante el cuerpo mutilado de su enamorado. Se acuclillaba contra la pared, abrazada a una vieja muñeca de porcelana de rostro blanquecino y ojos grises, aguardando, inocentemente, la hora de su muerte. La sangre lo inundaba todo, se estrellaba contra las paredes hasta formar grandes salpicaduras, avanzaba por las baldosas, pesadamente, y se reflejaba como un fondo rojizo en las pupilas del chico muerto.

Los padres de Elena se ensañaban en su crimen, alzaban sus brazos por encima de sus cabezas y descargaban el golpe con violencia, hasta hundir sus puñales en el cuerpo de su víctima para arrebatarle la vida y las esperanzas. Sus ropas estaban cubiertas de sangre, sus rostros crispados por el odio, convulsos de rabia, con los ojos desmesurados y ardientes. Se enconaban en sus ataques, ciegos de ira, y daban golpes sin parar, una y otra vez, una y otra vez.

Agotados por el esfuerzo, se detuvieron un instante, sonrieron de forma macabra al contemplar su obra y, muy pausadamente, se giraron hasta encararse con su hija.

Sólo pude ver una imagen más: un viejo roble de tronco parduzco, ahuecado por una podredumbre negra y húmeda que hacía brillar su interior, solitario en un gran prado que circundaba la casa. Su copa, trasmocha e irregular, era azotada con suavidad por un viento débil que mecía sus hojas casi con ternura. A sus pies, una pequeña porción de terreno parecía estremecerse por un ligero temblor.

Desaparecidas ya las imágenes de mi mente cansada, ahíto de tensión e inquietud, me desperté.

La sensación de desasosiego, de rabia, que experimenté al tomar conciencia de los horribles acontecimientos que rodearon la vida y la muerte de la joven Elena, causaron tal mella en mí que, por primera vez, sentí odio, un odio verdadero, capaz de impulsarme a matar o ser matado. Tal brutalidad no era concebible para una mente tan civilizada como la mía o para cualquiera que no se viese henchido por la maldad. Refugiado en la protección que ofrece una vida tranquila y apacible, alejado por la fortuna de los sinsabores y las penurias de una existencia aciaga, mi cabeza no era capaz de albergar semejantes impiedades. Todo mi ser se rebelaba contra los padres de Elena, todo mi fuero interno me llevaba a repudiarlos allá donde estuviesen y desearles la peor de las muertes, la condenación eterna y el sufrimiento más intenso que ser alguno hubiese podido imaginar. Los odiaba por lo que le habían hecho a su hija, por el asesinato del joven enamorado, por erigirse en jueces y verdugos y violar así todo sentimiento humano, de amor y cariño, que a todos nos es dado recibir. Los odiaba por ser cómo eran, y siempre los odiaría, hasta el último de mis días.

Todo ese odio me impulsaba a saber más, a tratar de esclarecer aquellos hechos que habían venido a mi vida para colmarla de angustias y desdichas, e intentar verter algo de paz sobre la triste mirada verde de la pobre Elena.

Debía saber algo más, y sabía adónde debía dirigirme para ello.

Decidido, aun sin despuntar las primeras luces del día, me dirigí hacia el bar. La propietaria podría, sin duda, explicarme algo. Conocía la historia de la casa, había mencionado a una niña y había salido huyendo, visiblemente asustada.
Crucé la puerta del local muy excitado. La posibilidad de aclarar todo aquel embrollo me impulsaba a la zozobra y al descontrol, y ya no sentía necesidad alguna de mostrarme pacífico o sereno. La puerta se golpeó con estrépito detrás de mí, y la quietud del restaurante se quebró por unos segundos.

El bar estaba vacío, oscuro. En un rincón del mostrador, rodeada por botellas de refrescos, la mujer me miraba con asombro, casi con miedo.

Verla de esa forma, tan frágil, tan vulnerable, hizo que me arrepintiese de entrar con semejante alboroto y fragor, y al instante adopté una disposición más dialogante.

-Perdóneme- me excusé. – No he querido asustarla. Sólo he venido a hablar con usted.

Ella me reconoció al instante, y comenzó a balbucir una serie de excusas ininteligibles, al tiempo que se encaminaba hasta la cocina para dejarme de nuevo sin respuestas.

-No se vaya, por favor. Le ruego que no se vaya.- imploré. –Sólo quiero hacerle unas preguntas.
-Váyase, por Dios. No quiero hablar con usted.- me espetó casi sollozando. – Déjeme en paz.
La sujeté por un brazo; no podía permitir que se marchara de allí sin responder a mis preguntas, no podía perder mi única salida. -¿A qué se refería cuando dijo “niña mala”?- pregunté con insistencia. – Usted también lo oyó, ¿no es cierto? También lo oyó.- inquirí con nerviosismo.
-Déjeme en paz- gritó, desasiéndose de mi abrazo y echando a correr pasillo adelante. Segundos después cruzaba la puerta de la cocina.
-Ni se le ocurra- dijo una voz detrás de mí, cuando yo me disponía a saltar el mostrador para ir en su busca.

Me giré para ver quién era el que se había apostado a mis espaldas.

Un hombre de unos setenta años, de rostro flaco y tocado por una gorra deportiva, se acercó a mí. Lucía una expresión seria, enfurecida y, a pesar de su ya avanzada edad, su abultado corpachón le daba un aspecto amenazador.

-Perdone, pero sólo quería hablar con ella.- me apresuré a contestar algo medroso.
-Es usted el nuevo técnico ¿no? – preguntó secamente.
-Así es. No he querido asustarla, pero necesitaba hablar con ella.- expliqué mientras él se situaba tras el mostrador y encendía la máquina cafetera.
-Es mi mujer. No se preocupe.- contestó conciliador. Dispuso dos pocillos de café y me obsequió con uno de ellos. Me ofreció una botella de aguardiente, que yo rechacé, pero él se sirvió una copa.
-Se aloja en la casa de Os Prados ¿no?
-Sí. Por eso quería hablar con su mujer.

Me miró fijamente, con cierto aire de preocupación. Me estudiaba con detenimiento, como si pretendiese analizar mis pensamientos. Un palillo viajaba con rapidez por sus labios, de una comisura a la otra, girando sobre sí mismo. Lo escupió al suelo con fuerza y se secó la boca con la manga de la camisa.

-Los ha visto, ¿ no ?- me preguntó de repente.

Me quedé helado, sin saber qué responder o cómo actuar. Él me miró pensativo.

-Sentémonos- contestó al fin. Llevó las tazas de café hasta la mesa más cercana y ambos nos sentamos a ella.
-No se han ido ¿no? – preguntó de repente.- Siguen ahí, ¿verdad?
-¿Qué sucede en esa casa? Necesito saberlo, por favor.- pedí, casi imploré, con ansiedad.

Él no dejaba de observarme. Su rostro mostraba una honda preocupación; se debatía entre guardar silencio, y así mantenerme en la más dolorosa ignorancia, o contarme al fin la historia y satisfacer mi necesidad. Yo estaba en vilo, ávido de respuestas, aunque temeroso, al mismo tiempo, de ellas
-Verá.- se decidió al fin. - Todo lo que ha visto tiene una explicación muy sencilla. Quizás no se lo parezca en este momento, pero así es. Usted es un hombre estudiado, un hombre de ciencia, y los libros no le permiten mantener una mente abierta ante todo aquello que se nos muestra extraño o desconocido. Nosotros, sin embargo, no somos más que personas incultas, ignorantes, y menos dadas, por tanto, a prejuicios o dogmas científicos. Sabemos que hay cosas ocultas, hechos que se rebelan contra todo lo establecido y que no entienden de reglas o teoremas. Frente a ellas, simplemente nos limitamos a aceptarlas como tales y, por supuesto, a temerlas.- Hizo una pausa en su relato. Quizás pensara que era necesaria para que yo pudiera asimilar el verdadero significado de todo aquello, y a fe mía que no se equivocaba en absoluto. Su voz era ronca, algo quebrada por el cansancio o la edad, pero tenía un cierto efecto tranquilizador. Junto a él - ignoro el por qué -, me sentía más sereno, más acompañado y protegido. Al menos, pronto tendría las respuestas que tanto ansiaba.

El hombre continuó hablando.

-Mi mujer lleva en los Ancares toda su vida. Nació aquí, y ya nunca se fue, pero yo no. Yo vine a trabajar y me quedé, ya ve usted. La conocí hace ya muchos años, cuando ella era una mujer tímida, asustadiza, que casi no salía de casa. Me enamoré y nos casamos, y con el tiempo, gracias a mi compañía, a mi ayuda, fue mejorando, pero nunca pudo desprenderse por completo de esos ataques repentinos de miedo de los que usted ha sido testigo. – explicó algo compungido.
-Esos ataques, ¿se deben a lo que he visto en la casa?- pregunté con interés.
-Así es. Cuando aún era una niña, mi mujer vio algo que casi la pone loca. Tardó muchos años en superarlo y, en cierto modo, aún no lo ha hecho.
-No me obligue a insistir, hombre, ¿qué es lo que vio su esposa?- urgí al hombre, que esbozó una sonrisa triste antes de responder.
-El asesinato de su hermano.- contestó con sequedad.- El asesinato más cruel que usted se pueda imaginar.
-El comienzo de esta historia es muy triste, amigo mío, y tan trágico que la casa ha quedado maldita por siempre. Ya nadie puede cambiar eso, tan sólo podemos mantenernos lejos, dejar las cosas como están, y rezar por el descanso de los muertos. Tan sólo eso.
-¿Qué es lo que pasó?- pregunté con ansiedad.
-Verá, por aquel entonces, la casa que usted ocupa ahora estaba habitada por una gente muy desagradable, mala, la verdad,…, muy malvada. Se llevaban mal con todo el mundo, vivían apartados de las gentes del pueblo, y no mantenían ningún tipo de relación con ellos. Apenas salían de la casa - tan sólo lo hacían sus dos hijos mayores -, y los viejos siempre andaban castigando a su hija pequeña que, por lo que tengo entendido, era una niña preciosa.- explicó el anciano.
-Eso puedo confirmarlo, créame.- dije yo con cierto sarcasmo que él entendió a la perfección.
-Sí, perdóneme, se me olvidaba que ya los ha visto. La edad, ya sabe, que comienza a hacer sus estragos.- explicó con una sonrisa.- pero bueno, volveré a lo que nos interesa. Veamos…Uhmm… iba por la niña. Sí. Bien. El hermano de mi mujer, un joven muy querido en la zona, era uno de los muchos mozos que la rondaban y, por lo que sé, el único que llegó a atreverse a solicitar permiso para cortejarla debidamente. Su petición, como podrá suponer, fue muy mal recibida pero él, enamorado como estaba de la chica, no aceptó la negativa y decidió verla a escondidas, sin que sus padres se enteraran.
-Pero se enteraron, ¿no?
-Así es, y esa fue la causa de su muerte. Un día, comienzo de todos los males que desde aquella acucian a mi buena esposa, su hermano decidió presentarse ante su amada y así declararle su amor. Por lo visto, su humor era excelente, sus esperanzas aún se mantenían intactas, pero,…¡qué equivocado estaba!
-Pasadas unas horas, su hermana, preocupada por su tardanza, decidió acercarse hasta la casa y comprobar qué era lo que lo mantenía tan ocupado. Ella sabía del mal carácter que tenían aquellas gentes - todos en el pueblo les temían - y, por tanto, no deseaba un mal encuentro con ellos. Se limitó a acercarse a hurtadillas hasta su casa y, de esa forma, poder echar un vistazo sin ser descubierta. Se aproximó agachada, semioculta por unos pequeños matorrales que entonces rodeaban la entrada, y miró a través de una ventana. – A estas alturas de la historia, el tono del anciano era ya muy triste, como si sumergirse en el relato le supusiera un gran esfuerzo o un hondo dolor.
-Lo que allí vio, puede estar seguro de ello, cambió la vida de mi mujer para siempre. Aquella imagen casi la sume en la locura aunque, como podrá luego comprobar, a cualquiera de nosotros le hubiese causado un efecto similar. Amparada por el antepecho de la ventana, protegida de las miradas de aquellos malditos, mi esposa pudo ver cómo asesinaban a su hermano, cómo volcaban en él todo su odio, toda su maldad, mientras la pobre Elena, inmóvil y aterrorizada, lo contemplaba todo. Mi mujer se quedó paralizada. Apenas podía mirar, pero también le resultaba imposible apartar la vista. Se había quedado petrificada, completamente conmocionada, y eso la llevó a ser testigo del crimen más atroz. – De las palabras del anciano se traslucía un intenso sufrimiento. Día tras día, el pobre hombre hacía lo posible porque su mujer olvidase todo aquello, y ahora se veía obligado a revivirlo para alertarme a mí del peligro que me venía acechando desde hacía ya varias jornadas. Semejaba muy cansado, pero un trago de aguardiente pareció infundirle ánimos suficientes para continuar con su historia.
-Por lo visto, lo poco que pudo testificar mi mujer ante la Guardia Civil es que, una vez muerto su hermano, los ancianos se giraron hacia la chica, completamente bañados en sangre, cuchillo en mano, sin dejar de decir: -Niña mala, niña mala, vas a pagar tu desvergüenza. Mientras avanzaban hacia ella, permanecía inmóvil, y mi mujer observaba desde la ventana, temblando como una hoja.
-Pobrecilla.- dije yo, haciéndome cómplice de su sufrimiento mientras él asentía.
-Debieron acercarse mucho adonde ella estaba, o verla por el rabillo del ojo, no sé, pero el caso es que se volvieron hacia mi mujer. La vieja la señaló, gritó como una bestia, con el rostro sangrante y descompuesto, y fue entonces cuando mi esposa echó a correr como una posesa, sin saber muy bien adónde dirigirse. Corrió campo a través, con las zarzas y los arbustos golpeando sus piernas y su rostro, pero no desfalleció y consiguió llegar hasta su casa, muda de dolor y miedo. Estaba completamente ida, como enloquecida; apenas hablaba, sólo lloraba, pero poco a poco consiguieron que se explicara y, gracias a su declaración, los ancianos fueron detenidos y debidamente ajusticiados.
-¿Qué pasó con los hermanos de la niña?
-Fueron detenidos, pero no los encarcelaron. Se dijo que estaban locos, que apenas eran conscientes de lo que había pasado, y los internaron en un psiquiátrico, donde murieron a los pocos años. El cuerpo de mi cuñado fue encontrado en la cocina, completamente mutilado y con una muñeca de porcelana sobre él, pero el cuerpo de la niña nunca apareció. Lo estuvieron buscando durante días, recorrieron todos los alrededores, pero nada hallaron. Los viejos no habían tenido demasiado tiempo para esconderlo, pero desde luego lo hicieron bien.
-Y ¿cómo murieron ellos?
-Los condenaron a muerte. El garrote se encargó de ellos, y todos nos alegramos de que se los hubiese llevado para siempre pero, por lo visto, nos equivocamos. Desde entonces, todo aquel que se acerca a la casa siente que aún no se han ido. Los viejos siguen allí –usted lo habrá podido comprobar-, pero también sigue ella, como si algo aquí la retuviera y no pudiese descansar en paz.
-Pero, ¿nadie ha podido hacer nada al respecto?- pregunté con asombro. - ¿Se han dejado las cosas como estaban?
-¿Y qué vamos a hacer?- contestó él con desgana. – Ya le he dicho antes que esas cosas de los muertos es mejor no tocarlas. Si usted quiere hacer algo, rece, quédese ahí y aguante, yo que sé, pero no hay nada que se pueda hacer. Muertos están y muertos se quedan, aquí o allá, pero muertos se quedan.
- Y el cuerpo de Elena, ¿consiguieron encontrarlo?
-No. Algunos lo intentaron, pero con el paso del tiempo,…, ya sabe usted. Las cosas se olvidan y…
-Ya, los muertos, muertos están.
-Así es. Mire, aquello ya no tiene solución. A mi mujer casi le cuesta la cordura. De hecho, aún hoy tiene que hacer verdaderos esfuerzos para mantener aquello apartado de su mente. Su llegada al pueblo la trastornó mucho. Ella sabía –como sabíamos todos -, que los muertos aún estaban allí y decidió avisarle, pero, lamentablemente, le faltaron las fuerzas. Hace un rato, cuando lo vio llegar de nuevo, decidió huir porque se sabía incapaz de afrontar todo aquello de nuevo. Hacerlo, podría ocasionarle un grave perjuicio, y por eso le ruego que deje que todo siga como antes. Sin embargo, yo también entiendo lo que usted está pasando, y por eso, porque creo que es de ley, he decidido contarle esta historia. Quizás le ayude en algo, aunque mi consejo es que se marche por donde ha venido, que deje las cosas como han estado los últimos años, y que borre los últimos días de su memoria. Se lo digo por su bien, créame.

Dicho esto, el hombre se levantó pesadamente, vació la copa de aguardiente de un trago y desapareció por donde se había marchado su mujer, dejándome atónito con mis cavilaciones.

Hoy, transcurridos varios años, aún no he conseguido poner fin a mis pesadillas y angustias. Aún hoy me despierto en mitad de la noche, sumido en las más horribles visiones. Los ojos verdes de Elena me acompañan día y noche, me suplican ayuda, me ruegan que le ayude a liberarse de las ataduras que la mantienen allí retenida, pero nunca me he visto capaz de tanto.

Después de la conversación con el viejo cantinero, aturdido y asustado, me duele confesar que no me vi con agallas suficientes como para encararme de nuevo con el mal. Decidí, por tanto, abandonar los Ancares, poner tierra de por medio y apartar aquellos días para siempre de mi vida. Recogí mis cosas, me despedí de mi trabajo y me sumí en una fuerte depresión que casi acaba con mi vida o con mi lucidez. Los rostros exangües y crispados de los dos ancianos me acompañan desde entonces. Aún hoy me parece escuchar sus quejidos guturales, sus voces roncas y casposas, y nunca desde aquel día he podido librarme de la terrible huella que sus garras dejaron impresa en mi mente al arrojarse sobre mí.

La imagen del viejo roble también vive conmigo. Veo con suma claridad su tronco hueco, su globosa copa abanicada por el viento, y los temblores que sacuden el terreno negro que lo rodea. Ahora ya sé qué significa. Al principio lo quise negar, quise cerrar mis ojos ante la evidencia, pero ahora ya no puedo. No, desde luego, si deseo seguir con mi vida.

Elena me está esperando. Sabe que soy el único que la puede ayudar, el único que no abandona su aflicción por los horribles sufrimientos que ella soportó, y desde la distancia, anclada en mi memoria, no deja de pedirme ayuda, acariciando mi rostro y emocionándome con sus lágrimas. Y ya no lo soporto más.

He decidido ir. Lo haré en los próximos días, como única forma de poner fin a las voces que retumban en mis oídos y que pueblan mis noches y mis horas de sueño. Lo haré porque es mi obligación, porque soy incapaz de vivir sabiendo que Elena tiene que arrostrar esa horrible carga, y porque su mirada verde y clara no deja de clavarse en mi mente con su tono lánguido e implorante.

Quizás con eso ponga fin a todo, aunque no lo creo. Desde aquellos días, esos muertos me acompañan, me hablan, me susurran y me piden ayuda. Tan sólo hace falta escucharles, pero yo siempre lo he negado. No lo nieguen ustedes, se lo ruego, pues igual que yo, sus vidas también se ven rodeadas por ellos, en todas partes, y si escuchan lo suficiente, si prestan atención, podrán escuchar, a veces, un lamento tenue, un quejido agónico, que les pide ayuda, que les implora compañía o les murmulla historias, y otras veces, cuando la fortuna ya no sonríe y el mal se cierne sobre uno, una voz desgarrada, un grito bronco y gutural, que clama por su alma y les exige un precio.


FIN









domingo, 19 de julio de 2009

La casa de mis pesadillas (4ª parte)

Había pensado en colgar, por fin, el desenlace del relato; acabaría así de una vez por todas y no me haría pesado en exceso pero, dada su extensión, he decidido hacerlo en la próxima entrada. Dentro de tres o cuatro días lo haré.
Un abrazo, y muchas gracias a todos por vuestras visitas.
Ahora, la cuarta parte


CUARTA PARTE

Me pareció que hacía más frío, y la expresión de su rostro cambió de repente. Se volvió más crispada, más nerviosa o asustada, y abrió la boca para hablar, pero ninguna palabra brotaba de su boca. Insistía en ello, se esforzaba, pero no conseguía articular sonido alguno, y los Otros se acercaban.

Gesticulaba con las manos, extendió sus brazos hacia mí - que yo intenté sujetar -, pero pronto renunció a agarrarme. Algo me impulsó a ayudarla. Intenté acercarme a ella, intenté asirla y, de este modo, rescatarla de aquello que se aproximaba y que yo desconocía, pero todo fue inútil. Unos seres extraños, espantosos, comenzaban a aparecerse ante mí.

Una bruma densa, blanquecina, que se arrastraba en jirones por el suelo, los rodeaba. Un aullido lastimoso, un quejido lúgubre, anunciaba su llegada. Ella lo escuchó, y me miró horrorizada.

-¿Dónde estás niña? – dijo una voz rota.

La niebla pareció oscurecerse; semejaba que tomaba cuerpo, poco a poco, hasta que las siluetas se hicieron más nítidas. El horror llegaba, y ambos nos sentíamos incapaces de afrontarlo. Pude sentir el miedo. Un terror atroz, desconocido, como nunca antes había experimentado, se apoderó de mí hasta atenazar todo mi cuerpo. Sólo podía esperar. Sólo quedaba esperar un fatal desenlace que pronto se iba a producir; un fatal desenlace en el que – estaba seguro –, todo mi ser se vería sumido en la más profunda oscuridad, en el más horrible de los infiernos, donde se consumiría mi alma y mi vida.

Podía ver el miedo en los ojos de la chica, al igual que ella lo veía en los míos, unidos ambos ante un horrible destino en el que caeríamos sin remedio. Pero ella, de repente, escapó.

Ante mí, sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, la joven desapareció. Y yo me quedé solo.

Entonces los vi. Y me quedé inmóvil, horrorizado.

Eran dos ancianos, un hombre y una mujer, y venían hacia mí despacio, con pasos lentos y arrastrados, lo que volvía aún más desgarrada su presencia. Traían el infierno en sus ojos, fijos en mí, y yo me hundía en ellos sin poder apartar la vista. Se acercaban jadeantes, balanceándose de un lado a otro; se acercaban cada vez más. Ya estaban muy cerca, y yo seguía inmóvil.

Sus rostros eran ya muy viejos, demasiado, y mostraban una piel excesivamente ajada, sumamente pálida, que dibujaba unos profundos pliegues algo más oscuros. Sus cabellos se veían revueltos, cardados y muy escasos, y dejaban entrever un cuero cabelludo blanquecino, cubierto por pequeñas manchas parduzcas de aspecto sanguinolento. Tras ellos la niebla ya se había dispersado, y ya sólo había oscuridad. Sus siluetas se destacaban a cada paso, se tornaban más claras, más diáfanas, brotaban lentamente de la oscuridad. Ya estaban cerca, muy cerca.

Mi corazón latía con rapidez, pero yo apenas lo notaba. Tan sólo me fijaba en ellos, en el horror que me producían, incapaz de escapar para ponerme a salvo de su maldad. Mi mandíbula temblaba sin parar, mis dientes castañeteaban, y mis brazos caían como inertes, animados sólo por un incontrolable temblor, carentes de control muscular alguno. Mis pies estaban clavados al suelo, afianzados en él por la lacerante proximidad de la muerte, por la inmediata cercanía del horror. No podía escapar. Tan sólo los observaba.

Sus ropas estaban rotas y sucias, y su aspecto era el de haberse arrastrado por el suelo durante años, como si hubiesen vagado por el lodo en busca de algo o de alguien. Avanzaban con paso vacilante, con la boca entreabierta, mostrando unos dientes negros y pútridos. Emitían un susurro ronco, agónico, similar a un estertor de muerte, y no dejaban de avanzar, uno al lado del otro, sin dejar de susurrar o mirarme con aquellos dos tizones ardientes que tenían por ojos, rodeados por un halo sangriento que semejaba brillar en la penumbra. Hasta que llegaron junto a mí.

Se detuvieron a escasos pasos de donde yo me encontraba; casi podía sentir la fetidez que brotaba de sus bocas. Mi respiración era ya frenética, mi pecho se movía de arriba abajo, y ellos me observaban, con aquellos ojos.

-Tú.- dijeron a dúo con su voz agónica, arrastrando el sonido hasta un fin caído y mortecino.
Se me erizó el cabello, un frío intenso recorrió mi nuca. Mis temblores aumentaron.

-Tú fuiste el culpable. Ella no quería, pero lo pagarás. – dijeron de repente.

Yo no entendía nada. No sabía a qué se referían, pero su amenaza me rompió por entero. Cualquier vestigio de calma que pudiese mantener hasta entonces, cualquier rastro de tranquilidad, coraje o ánimo, desapareció por completo al escuchar sus palabras. Me sentí insignificante, desamparado, olvidado por Dios. Me creí muerto.

La ira afloró a sus rostros. Sus ojos brillaron con fuerza, con odio, y sus ajadas caras se convirtieron en grotescas máscaras deformes, con grandes bocas ávidas de carne rodeadas por finos pliegues de piel blanquecina, brillantes, untuosos por la saliva densa. Abrían sus fauces ante mí, las desplegaban con avidez, con violencia, y las dirigían hacia mi cuello, extendiendo sus brazos, al mismo tiempo, en un abrazo mortal. Sus dedos casi rozaban mi cuello, mis hombros. Se inclinaban hacia mí, pretendían atraparme, imagino que matarme.

Animado por el miedo y por una extraña fuerza que impulsaba mi cuerpo, comencé a retroceder, paso a paso, para separarme de ellos y salvar mi vida, pero ellos continuaban avanzando. Proferían lamentos y quejidos carentes de sentido, como bestias hambrientas, desesperadas, que gruñesen en busca de carne fresca. Horripilado, mis pasos apresurados me llevaban a trompicones lejos de ellos, aun trabándose unos a otros, huyendo por mi vida, por mi salvación, mientras ellos continuaban con su ataque sádico y jadeante. Yo retrocedía, ellos avanzaban. Hasta que caí al suelo y se abalanzaron sobre mí.

Caí boca arriba, golpeándome la espalda con fuerza, y ellos aprovecharon la ocasión. Se situaron junto a mí, a ambos lados, inclinados sobre mi cuerpo. Sus bocas se abrieron aún más para amenazarme con sus dientes oscuros y afilados, rebosantes de saliva viscosa. Se agacharon sobre mi cuello, sobre mi cabeza, mientras yo propinaba constantes manotazos al aire para mantener sus dientes lejos de mí. Lanzaba puñetazos desesperados, golpeaba sin cesar, cada vez más fuerte, sin control, pero ellos continuaban acercándose.

Sus gruñidos eran más fuertes, más excitados, más cercanos. Comencé a gritar, traté de cerrar los ojos, apartarlos del resplandor sanguinolento que emanaba de los suyos, pero ellos estaban cada vez más cerca, y yo no podía hacer nada para evitarlo.

Supe que iba a morir. No entendía por qué, pero supe que iba a morir.

Echaron sus brazos hacia atrás, esgrimieron sus garras afiladas y tensaron con fuerza los músculos, dispuestos a asestar el golpe final. Los miré horrorizado, creo que recé, y grité. Me fijé en la anciana, en su melena alborotada y escasa, en su mirada de odio y en su boca hambrienta. Levantaba sobre su cabeza un brazo delgaducho y fibroso, mostraba unas uñas afiladas y ennegrecidas, prestas a hundirse en mi carne y desgarrarla, y me miraba como una posesa. Grité desesperado, hasta que lanzaron su golpe final.

Me tapé la cabeza con los brazos, quise evitar un final que suponía inmediato, pero ya poco podía hacer. Sus garras se dirigían hacia mí con fuerza, con suma violencia, pero algo extraño sucedió.

En su avance, los ancianos comenzaron a diluirse entre brumas. Se desvanecían de repente, envueltas en la misma niebla blanquecina que los había acompañado en su primera aparición, como si la fuerza del golpe fuese excesiva para sus carcomidos cuerpos y los pulverizase bruscamente. Aquella descomposición comenzó por los brazos, que se diluyeron entre la densa bruma que los atrapaba hasta que, velozmente, casi en un suspiro, sus cuerpos desaparecieron por completo, y yo me desmayé.

Me repuse del espanto a eso del amanecer, dando un respingo violento que acompañé por un grito de terror. Me creía aún rodeado por aquellas horripilantes criaturas, por aquellos terroríficos ancianos ávidos de vida y sangre, pero me desperté yaciendo sobre el suelo, solo y aturdido. Miré a todas partes, buscando algún indicio de la presencia de los espectros, pero nada vi. Me levanté pesadamente, sin abandonar por completo el temor o el desamparo en el que había caído tan sólo unas horas antes, y me dirigí hacia fuera, escaleras abajo.

A pocos pasos de mi habitación, algo que había en el suelo llamó mi atención. Era un pequeño objeto, oculto por la oscuridad. Me aproximé y, al verlo de cerca, me detuve un instante.

Era la pequeña muñeca de porcelana. La pequeña muñeca que había visto en la mesa de mi dormitorio, la pequeña muñeca que había visto acurrucada entre los brazos del fantasma más bello que se pueda imaginar, la pequeña muñeca que había despertado una extraña angustia en mí.

Pensé en la joven, en su belleza, en su vida robada. Recordé sus ojos anhelantes de ayuda, su mirada desvalida, su caminar taciturno, y deseé verla de nuevo. Recogí la muñeca, la llevé hasta la habitación y la deposité sobre mi cama. Era lo único que me unía a ella y quizás me ayudase a encontrarla.

Le dediqué una última mirada, antes de abandonar la casa, y salí de la habitación. Necesitaba respirar.

Comenzaba a amanecer, la noche resultaba ya casi vencida por la claridad, y una suave brisa recorría con placidez el valle de Os Prados. Me sentí a salvo, aunque no libre de ansiedad, pues todavía los temblores sacudían mi cuerpo, como los últimos coletazos del horror y el nerviosismo.

Miré al horizonte más cercano, plagado de cumbres montañosas cubiertas de vegetación, y de inmediato cientos de preguntas acudieron a mi mente. ¿Qué estaba pasando?¿Quiénes eran aquellos dos ancianos?¿Y la chica?¿Por qué me amenazaban?

Todo el día pensé en ello, intentando hallar las respuestas. Resultaba obvio que aquellas apariciones tenían relación con los antiguos habitantes de la casa –ya todo mi escepticismo había caído en el olvido-, pero necesitaba saber más. Quizás - no sería extraño -, mi vida dependiese de ello. La propietaria del restaurante me podía ayudar, pero aún me mostraba demasiado reacio a reconocer tales sucesos en público. Mi nombre podía verse perjudicado, y seguía sin querer exponerme a la vergüenza. Quizás más adelante, cuando supiese algo más o, tal vez, cuando me viese ya definitivamente superado por el temor.
El día transcurrió con lentitud, inmerso en una sensación de aturdimiento, modorra, cansancio y estupor. No era capaz de asimilar los últimos acontecimientos, no quería aceptarlos como ciertos pero, sin embargo, habían sucedido. No había sido un sueño o una alucinación; había sido real.

Vagué sin rumbo, completamente desconcertado, con mil preguntas revoloteando sobre mí que no hacían más que procurarme inquietud y desánimo, y tomé la firme determinación de hacer frente a todo aquello. No huiría, no. Me enfrentaría a ellos, y averiguaría qué había sucedido allí.

La noche se acercaba, y me daría otra oportunidad.

Aún me encontraba aturdido, pero me sentía más convencido y resuelto. Subí a mi habitación, encendí una pequeña lámpara y me dispuse a esperar. Intentaría no dormirme, esperaría el tiempo necesario, y procuraría obtener las tan ansiadas respuestas.

Por supuesto, no deseaba encontrarme de nuevo con los dos ancianos – no me veía con fuerzas; nunca las tendría -, pero sí deseaba ver a la chica. Había podido ver el miedo en sus ojos, me imploraba ayuda y, aún hoy no sé muy bien por qué, deseaba socorrerla. ¡Joder!, no era más que un fantasma, un espectro que aparecía y desaparecía envuelta en brumas con una muñeca de porcelana entre los brazos, asustando a todo aquel que se encontrase con ella. Sí, es cierto, pero su mirada…

Miré a la muñeca. Reposaba sobre la cama, medio volcada contra uno de sus costados, doblada en dos y con los brazos y las piernas extendidas. Me fijé en sus ojos; parecía que me observasen, y no pude evitar estremecerme de nuevo. Ya no sentía la misma ansiedad que había experimentado cuando la contemplé por primera vez, pero había algo en ella que no me gustaba y, sin embargo, no deseaba deshacerme de ella. Quizás fuese, tal vez, que ya me había acostumbrado a ella; quizás fuese, tal vez, que ahora sabía quién era su propietaria. Sonreí. Seguramente hubiera sido una muñeca bonita, hace ya muchos años, pero su piel pálida, muy descolorida, le conferían un aspecto casi cadavérico, o fantasmagórico.
Me acurruqué en una esquina, encendí un pitillo y esperé. Las horas pasaban con lentitud, pero la posibilidad de encontrarme cara a cara con los muertos restaba tedio a la espera. El pasillo estaba oscuro y en silencio, y el sueño comenzaba a vencerme. Cerré los ojos, noté una cierta sensación de frío en mis párpados, muy reconfortante, y me quedé dormido.

Algunos minutos después me desperté.

El silencio era casi absoluto, apenas se escuchaba el rumor del viento sobre la casa, pero algo me decía que no estaba solo. Sentí cómo mi vello se erizaba, me puse tenso, casi rígido, y me levanté del suelo.

De pronto se iluminó el pasillo. La luz era muy tenue, apenas perfilaba sombras, pero muy blanca. Mi corazón se desbocó de nuevo y contuve el aliento por temor –algo ridículo, por supuesto- a delatar mi presencia. Una extraña combinación de sentimientos me embargaba. Sentía un temor atroz a la muerte, a lo desconocido o sobrenatural, y hubiese dado cualquier cosa por encontrarme lejos de allí, pero deseaba encontrarme de nuevo con la joven. Rogaba a Dios que fuese ella la que se aproximaba.

Me apretujé contra la pared y aguardé. Pocos segundos después la luz era ya muy intensa, y la chica apareció.

Permaneció quieta unos segundos; me miró fijamente. Me quedé paralizado, pero sentí un cierto alivio. Comenzó a caminar hacia mí. Lo hacía con lentitud, arrastrando ligeramente el pie izquierdo. Emitía unos quejidos guturales, sin sentido, como había hecho la vez anterior, pero en esta ocasión era distinto. Parecía que intentaba comunicarse conmigo, pero lo hacía de forma ininteligible. Caminaba con los brazos extendidos hacia delante, sin dejar de gemir, con los ojos abiertos de par en par. Hasta que llegó junto a mí.

Pegó su cuerpo al mío y me acarició la cara. Su piel era muy fina, muy suave, pero increíblemente fría. Sus labios se abrían con esfuerzo, en un vano intento de recuperar la voz, y sus ojos se clavaban en mis pupilas, implorantes de auxilio. -¿Quién eres?- me atreví a preguntar. -¿Qué es lo que quieres?

La presión que sus manos ejercían sobre mi rostro comenzó a aumentar. Al principio era una caricia, muy suave, pero a los pocos segundos se convirtió en apretón, casi doloroso, y me pareció perder la consciencia.

Fue un destello brutal, una sacudida tremenda que golpeó mi cerebro como la deflagración de un explosivo y que posibilitó la aparición de cientos de imágenes sumamente vívidas, muy intensas, que la joven me transmitía con su tacto. Yo me veía inerme, invadido por una avalancha de alucinaciones que se agolpaban en mi mente y que la chica colocaba allí a su voluntad.

Fue así como pude ver la casa en la que me hallaba, no tan vieja y mejor cuidada, bañada por el sol de los Ancares. Pude verla a ella, llena de vida, aunque con una sonrisa triste, taciturna, trabajando sin cesar, y a sus hermanos, dos hombretones de aspecto huraño, cubiertos de polvo y sudor, burlándose de ella sin piedad y, finalmente, a sus padres, los dos ancianos que se me habían aparecido la noche anterior, golpeándola con violencia en una pierna, luego en el pecho y en la espalda, con una brutalidad increíble, hasta dejarla casi muerta.

Su vida había sido un continuo desfile de riñas, palizas y vejaciones que su familia le administraba sin piedad o clemencia alguna, regodeándose todos ellos en su dolor, disfrutando con las desgracias que acuciaban a la pobre chica. Su increíble belleza, su bondad, no conseguían librarla de los castigos, de los desprecios, o de las humillaciones. Por no ser como ellos, la mantenían secuestrada, le impedían la vida, casi le regalaban la muerte. La felicidad le estaba prohibida, sus ilusiones, olvidadas, y sus deseos, sin gestar.

Apartó sus manos de mi rostro, y yo caí desfallecido. Permanecí de rodillas unos segundos, sin apercibirme de lo que me había pasado, hasta que levanté la vista y la miré. Me observaba muy atenta, casi me escrutaba, y entonces sentí una pena indecible. Me indignaba que alguien tan bello hubiese tenido que soportar los maltratos de aquellas horribles bestias, y me repugnaba el terrible destino que la joven había tenido que arrastrar.

-Lo siento- recuerdo haber susurrado.-Ojala pudiera ayudarte- dije, sin saber muy bien por qué.

Ella sonrió. Esbozó una tímida sonrisa, muy dulce, enmarcada por sus bellos ojos verdes que entonces brillaron con exquisito candor, y me pareció ver que agradecía mi consuelo, mi compasión y mi compañía. En aquel momento, y aun a riesgo de parecer ridículo, puedo asegurar que me sentí unido a ella.

De pronto se giró, se dirigió hacia la cama, recogió la muñeca, sonrió de nuevo y desapareció del mismo modo en que había llegado, dejándome ensimismado por su presencia. La observé sin pestañear mientras se marchaba, y después caí dormido.

Durante las siguientes horas, mientras me veía sumido en un ligero duermevela, se reanudaron las visiones que la chica había insertado en mi memoria y pude conocer mas detalles de su denigrada vida.

Pude ver a un joven, un chico de unos veinte años, fuerte y moreno, de aspecto simpático y agraciado, que rondaba por los alrededores de la casa de Os Prados. Pude ver el amor en sus ojos, la pasión que sentía cuando contemplaba a su amada a través de las ventanas cerradas, y pude ver las miradas de recelo y odio de las que era objeto cuando solicitaba verla y su deseo era negado. Pude ver el anhelo en los ojos de la chica, el ansia de amor o amistad que la consumía por dentro y que siempre le era vetado por sus familiares, y pude ver un encuentro casual, fortuito y apresurado en el que, embargados por el entusiasmo, ambos juraron verse de nuevo, conocerse y, tal vez, quererse por siempre.

Contemplé después un cuchillo mellado por la saña, empapado en sangre al segar dos vidas, apenas iniciadas, a las que les había sido negado el amor o el goce; vi dos cuerpos mutilados, con las carnes desgarradas y hechas jirones; la exultante vitalidad de un joven, pletórico de amor y deseo, rota por la maldad de unos padres malvados y egoístas, y la belleza resquebrajada de una chica que no había conocido más que el odio, la maldad y el dolor, aun cuando su corazón y su cuerpo no albergaban más que belleza, bondad y alegría.