domingo, 30 de agosto de 2009

Un trago, una historia (2ª parte, y última)

UN TRAGO, UNA HISTORIA.


Usted es muy joven y no recordará aquello, quizás lo haya leído en alguna parte o quizás lo haya escuchado por ahí, pero no lo recordará, estoy seguro—. Parecía divagar, como si tratase de buscar el inicio del relato en algún vericueto de su memoria. — Aquellos eran tiempos malos — continuó —. El trabajo escaseaba, las cosechas no maduraban y los animales no crecían lo suficiente, con lo que muchos días no había nada que poner sobre el plato. Durante la guerra, el caos se había apoderado de todo, y al finalizar, no había más que destrucción, miseria y dolor.

Sin gran cosa con la que mantenerse ocupados, los hombres intentaban conseguir dinero, las mujeres cuidaban de sus hijos y los chicos perdían su infancia en correrías sin destino y trabajos sin futuro. El pueblo era como una tierra yerma y sin agua, en la que nada encuentra cobijo para crecer y las esperanzas se desvanecen al brotar de los corazones. Nada había allí que ofrecer, regalar o tomar, y todos se sentían huérfanos y maltratados, hartos ya de los pesares que les había tocado vivir y ávidos de dichas que nunca recibirían.

Se dice que eran muchos los que soñaban con escapar, muchos los que buscaban abandonar aquellas vidas, llenar las alforjas de sueños e ilusiones y huir a otros lugares más prósperos para encontrar, al fin, la felicidad. Llenaban sus días de visiones halagüeñas, miraban hacia el horizonte y comenzaban a caminar, en busca de una salida o un destino más favorable.

Roberto lo hizo apenas comenzado el día, cuando una tímida luz rojiza acariciaba los campos vacíos. Llenó su bolsa con dos camisas rotas, un par de mudas y muchas promesas, y abandonó su pueblo sin mirar atrás, sin pensar en lo que dejaba allí. En ningún momento pensó en sus padres, ancianos decrépitos y desvalidos que apenas se podían procurar un mendrugo de pan sin la ayuda de su hijo. Nada le importó Susana, la bella chica que llenaba sus días, aquella que besaba sus labios y que había sido tristemente repudiada por haberse enamorado del hombre equivocado y, por supuesto, nada le importaron tampoco sus amigos, aquellos a quienes todo confiaba, aquellos de los que se valía cuando la necesidad estremecía su cuerpo y que nunca lo habrían abandonado a pesar de sus rarezas y defectos. Renunció a todos ellos sin pesar, se echó al camino y comenzó a caminar, impulsado por un egoísmo atávico que, dado su carácter voluble, le había nublado el entendimiento y borrado los recuerdos.

Caminaba a buen paso, con el pecho henchido por el optimismo y una sonrisa en el rostro. Como bandera llevaba la codicia y la soberbia, y como compañero de viaje la ambición más cruel y desmedida.

Un polvo parduzco se levantaba a su espalda, dibujando un camino efímero que nunca nadie podría recorrer de nuevo. Ante él, un horizonte quebrado y luminoso marcaba el inicio de su nueva vida, tras el que se ocultaban los avatares que conformarían su destino. Hacia allí caminó sin cesar, sin perder el ánimo, pensando en los desafíos que se ocultaban tras él y a los que, muy pronto, se tendría que enfrentar. Viajaba risueño, pletórico de orgullo y ensoberbecido por su coraje mal entendido, e incluso se permitió, en alguna ocasión, recordar a los amigos y familiares que había dejado atrás, vomitar al aire una sonrisa socarrona y burlarse de la necedad que éstos habían mostrado al censurar su aventura. Pobres de ellos — pensaba —, que se conforman con malgastar sus anodinas vidas en un pasar sin gloria. Pobres de ellos, que se atan los unos a los otros aun a costa de empeorar sus condiciones. Yo triunfaré, haré riqueza, y cuando me encuentre en mi mansión, rodeado de joyas y belleza, me reiré de todo cuanto ha quedado atrás, de aquellos que me censuraron, de aquellos que no creyeron en mí. Allá ellos con su miseria, que yo seré feliz con mi prosperidad.

—Vaya, no era un hombre muy agradable ¿no? —, interrumpí. Él me miró durante un instante, bajó la vista de nuevo y permaneció así unos segundos, con la mirada fija en unos recuerdos ya casi olvidados o en unas sensaciones que odiaba revivir.
—No lo era, no —, respondió, apesadumbrado.

—Veamos, ¿por dónde iba? —, murmuró para sí, con su voz bronca. — Ah, sí, ya sé. Caminaba hacia el horizonte. El sol le golpeaba las espaldas con una fiereza inusitada para la época, pues aún el verano se encontraba muy lejos. Los mosquitos le mordisqueaban la piel, el sudor resbalaba por su rostro, bosquejando trazos rectos sobre la piel acartonada, y el aire seco del desierto mellaba su ánimo, pero no su ambición.

Mientras sus pies hollaban pesadamente aquel erial solitario, su mente se sumergía en sueños de grandeza y poder, en los que se veía a sí mismo atendido con servilismo por sus antaño seres queridos. Se alzaba él sobre sus cabezas, los miraba con arrogancia desde su atalaya y les dictaba órdenes que eran, de inmediato, cumplidas. Soñaba con olvidarse de sus penurias, dejar atrás las penalidades que le había tocado vivir y resarcirse por lo inmerecido de sus días pasados, labrarse un futuro y forjar la fortuna a la que tenía derecho.

Sus sueños, estaba seguro, pronto se harían realidad. Él se lo merecía, y haría todo lo posible por llegar a ellos, costase lo que costase. Haría lo que fuese necesario, y lo haría complacido.

— ¿Y nunca pensaba en los suyos? —, pregunté asombrado.
— Oh, sí —, contestó él con su sonrisa triste. —Pensaba muchas veces en Susana. La bella Susana. Aquella chica que había dado todo por él. Había soportado el rechazo paterno, la distancia y los disgustos, y hubiera soportado cualquier cosa, simplemente porque le amaba, porque estaba ciega de pasión y nada le importaban los menoscabos que pudiese padecer. Era una mujer guapa, discreta, de esas bellezas tranquilas, sin ostentaciones ni desmesuras, en las que unos ojos limpios y una sonrisa sincera destacan ante todo. Roberto recordaba muchas veces sus besos, cálidos y suaves, sus caricias, tan tiernas, tan tímidas, que recorrían su mentón con delicadeza, como quien sostiene un pajarillo entre las manos, medroso de que éste escape. Pero no recordaba mucho más. No crea. El amor no era importante para él. La verdad es que nunca lo había sido, y Susana no era mucho más que otras chicas que habían pasado antes por sus brazos. Al igual que ella, otras muchas lo harían después, y cuando fuese rico, todas caerían rendidas ante sus encantos. Muchos decían que presumía de ello, de sus conquistas y de lo que iba a lograr, pero Susana siempre le perdonaba sus alardes y sus desmanes. Era una buena chica, pero con mala suerte, y el único que no se daba cuenta de ello era Roberto. Quizás fuese que su corazón era demasiado duro, no sé.

—Pero bueno, continuaré con la historia, que estoy divagando —.

—Si no le importa, la resumiré. Si me ando por las ramas, acabaremos muy tarde y debo retirarme a descansar. Además, sólo me ha invitado a un vino —.

Recuerdo haber sonreído al escuchar aquello. Me caía bien aquel anciano taciturno y tristón y, aunque su historia no era muy buena, su compañía me resultaba grata. Dispuse que le sirviesen otro trago y, ya más animado, continuó. Ciertamente, un vino no era demasiado.

—El viaje a San Esteban duró varios días. El caminar se hacía pesado, ciertamente arduo, y las noches se volvían largas y frías, al verse obligado a permanecer tumbado sobre el suelo, con la única protección de una manta de lana. Ello prolongaba las horas de vigilia pero, al mismo tiempo, le permitía regodearse en sus anhelos de fortuna, con el cielo como techo y el viento por única compañía. Soñaba que la riqueza acudía a su encuentro, dispuesta a entregarse a él y así regalarle cuantos placeres hubiese imaginado hombre alguno. Soñaba con poseerlo todo, con adueñarse de todo, sin detenerse ante nada. Se sabía merecedor de ello, pero pensaba que sólo había un modo de conseguirlo. El trabajo no le daría poder, no le daría fortuna, no, de eso estaba seguro, pero el miedo sí. El miedo sí lo lograría, y ése debía ser el camino a seguir. Conseguiría infundir miedo, terror, a todos los que se encontrasen con él, y así ellos le darían cuanto desease. Sí. Estaba seguro. Eso haría.

Llegó por fin a su destino, con el cuerpo quemado por el sol, los músculos fatigados y el corazón emponzoñado por la ambición. La grandiosidad de la ciudad le sobrecogía, se sentía ebrio de asombro y el corazón le palpitaba con fuerza por la emoción. Ante él se desplegaban enormes bulevares, gigantescas plazas abarrotadas de gente y miles de callejas que recorrer y disfrutar. Los bombardeos le habían otorgado su perdón, y la ciudad lucía un esplendor exultante, así que San Esteban sería, sin duda, un buen lugar para comenzar.

Decidió encaminarse hacia la zona de “Las Huertas”, donde se hacinaban prostitutas, ladrones, asesinos y vagabundos. Era un grupo de callejas repletas de suciedad, vacías de compasión, que conformaban un dédalo inextricable de corrupción, maldad y dolor en el que muy pocos osaban entrar. Roberto, sin embargo, nada temía, pues allí malvivían dos tipos muy extraños por los que siempre había sentido una malsana atracción, y la simple mención de su amistad constituía un privilegiado salvoconducto. Seguramente se tratase de ese especial influjo de lo prohibido, de ese curioso gusto por lo que no nos es dado recibir, por lo vetado y lo ajeno, al que tan solo podemos acceder si lo tomamos por la fuerza, pero el caso es que nuestro amigo siempre había experimentado una querencia intensa por reunirse con aquellos dos sinvergüenzas y compartir con ellos correrías y desmanes, y hasta allí se dirigió para cumplir su deseo.

Los encontró en una taberna oscura y neblinosa, rodeados por jarras espumosas de cerveza tibia. Se acercó a ellos con los brazos en alto, profiriendo un grito de alegría que llamó la atención de todos cuantos había allí y se sentó a su lado, exultante por las sinceras muestras de alborozo de sus viejos amigos.

Resultaba una pareja ciertamente llamativa. El más alto, llamado Rodrigo, era un hombre que, por su extrema delgadez y lo ajado de su piel, semejaba rebasar los cincuenta años, de pelo alborotado y escaso, piel trigueña y labios muy finos. Su mentón parecía sobrepasar lo que se hubiese considerado normal, pero tal desproporción se veía correctamente compensada por el tamaño de la nariz, aguileña y envalentonada como arma puntiaguda. Tal apéndice parecía un arma arrojadiza, siempre dispuesta a arremeter contra el enemigo y, desde luego, era lo más principal de la anatomía de su propietario, haciendo que cualquier otra característica palideciese en comparación con ésta. Su carácter era huraño, callado y taciturno, y tanto su voz como su sonrisa permanecían, casi siempre, ocultas a sus congéneres.

Su amigo, por el contrario, era lo menos parecido que podríamos encontrar. Bajo y gordezuelo, mostraba un rostro rubicundo, de mejillas abultadas y ojos saltones, nariz tacha y labios desmedidos que parecían sobresalir, como agobiados, en busca de oxígeno. Se llamaba Francisco, pero su mote, por motivos que a nadie extrañaría, era “silbón”. De aspecto tímido e insignificante, su carácter burlón y dicharachero desmentía tal afirmación de modo incuestionable. Su socarronería era conocida en toda la comarca y, aunque muchas veces le había ocasionado algún que otro enfrentamiento, la mayor parte de la gente lo tenía por un hombre de buen trato y agradable conversación, dado a las chanzas y a la juerga, y al que nunca un trabajo le malograba un momento de asueto o diversión.

Ambos eran conocidos delincuentes, acostumbrados a realizar pequeños hurtos y robos que les proporcionaban lo suficiente como para sacudir el hambre del cuerpo y acallar su sed de vino y aguardiente, pues su escaso entendimiento no les facultaba para acometer mayores empresas. Roberto, sin embargo, sí era capaz de soslayar ese problema.

Muchas veces había demostrado su valor, su temeridad y su capacidad de liderazgo. Por todos era conocida su nula disposición a arredrarse, su arrojo ante el peligro y su feroz enconamiento ante los avatares. Su enfermizo deseo de riquezas podía más que su honradez, y nada ni nadie podría detenerlo.

Los siguientes años darían buena muestra de ello.

Fue una época de maldad, de robos y de crímenes. Corrían en pos de la riqueza a lomos del odio, ahítos de sangre y cegados por el dinero. Juntos robaron tanto, y a tantos, que pronto su nombre se hizo conocido en toda la comarca. Con el paso del tiempo, su forma de actuar, que al principio era errática y nocturna, se volvió más atrevida, mucho más descarada, pues la gran notoriedad que habían alcanzado, lejos de hacerles recaer en la prudencia, les causaba gran orgullo. A su paso, los pueblos se cubrían de terror. Su nombre corría en boca de todos, por todos era temido y todos los hombres de mal vivir ansiaban formar parte de su grupo. Sus botines llegaron a ser inmensos, sus atracos innumerables, y su codicia inabarcable. Disfrutaban de lo obtenido en orgías que llegaban a durar varios días, gozando de la compañía de mujeres fáciles y cariñosas y de los halagos de cuantos borrachos sedientos se topaban Se creían invulnerables, poderosos y admirados, y era tal su ceguera, que se creían dotados de un halo casi divino, que les facultaba para acometer lo que les viniese en gana.

Su fama adquirió tal magnitud, que pronto su captura se convirtió en un problema de la mayor urgencia. Las autoridades no podían tolerar la situación durante más tiempo, y así decidieron adoptar medidas ciertamente drásticas. Gran parte de las fuerzas policiales fueron destinadas a la investigación de la banda, a su persecución y acoso. Y los resultados llegaron muy pronto.

La caza terminó una noche de marzo, cuando la muerte se adueñó de la escena. Se vieron acorralados al pie de una montaña, donde se habían ocultado con la esperanza de pasar inadvertidos, pero pronto entendieron que, en esa ocasión, la suerte, tantas veces compañera leal, les iba a resultar ciertamente esquiva. Su estrella se apagó esa noche, lanzó un último destello mientras peleaban con fiereza y dejó de brillar para siempre. Rodrigo y Francisco cayeron acribillados a balazos, pero Roberto no tuvo tanta suerte. A él lo cogieron con vida, y tuvo que pagar por todos sus crímenes.

El juicio se retrasó el tiempo suficiente para que la noticia de la detención corriese por toda la comarca y así permitir una celebración multitudinaria. Nunca en la historia hubo sesión alguna que congregase a tanta gente, y aún hoy, cuando ya el tiempo se ha llevado casi todo, muchos son los que recuerdan aquellos días, cuando Roberto, el criminal más famoso de la historia de San Esteban, hubo de pagar por las atrocidades cometidas.

Mientras ese día llegaba, los castigos, las venganzas y las palizas acabaron por convertirse en rutinarias. Su cuerpo fue golpeado, azotado, y hasta quemado, pues mucho era el odio que los policías habían acumulado y muchos los días que permaneció encarcelado en los calabozos de la comisaría. Mientras tanto, la única esperanza que se veía capaz de albergar era que, una vez terminado el juicio y dictada la sentencia, su estancia en la cárcel fuese llevadera y las torturas desaparecieran.

También ahí se equivocó. Fue condenado a veinte años, pero para él fue casi una vida.

La estancia en la cárcel consiguió doblegar su carácter indomable. Las palizas, los aislamientos, las enfermedades contraídas, unidas a una premeditada falta de los cuidados necesarios, contribuyeron a hacer de Roberto una sombra de lo que había sido. Su altanería, tan afamada durante años, dio paso a una desmedida introversión, su beligerancia se tornó docilidad y su soberbia en humildad. Cuando por fin abandonó el penal, apenas cumplidos los cincuenta y cinco años, ya no era más que huesos enlazados por jirones de piel, ojos hundidos en una máscara demacrada y un constante temor arraigado en su pecho, imbuido por golpes y desdichas. Caminaba como un espectro adormilado, con un torpe arrastrar de pies y la mirada encerrada entre recuerdos. Vagaba sin rumbo ni esperanza, recogía con vergüenza aquellas migajas que algunos desprendidos le lanzaban y se alejaba de todo contacto o relación que pudiese surgir, pues nunca nada satisfactorio habría obtenido de ello. Parecía un perro abandonado, huidizo y acobardado, al que todos maltratasen. A partir de entonces, su vida sería así.


Cuentan que un día, cuando ya se veía enfermo y casi moribundo, Susana se acercó a él. Aún lucía aquella belleza discreta de antaño, de ojos grandes y sinceros, aquella sonrisa tímida, apenas perceptible, y aún su piel era delicada y suave, tibia, inmaculada. Roberto vio cómo se aproximaba. La reconoció al instante y se sintió perdido. Un extraño pesar atenazaba sus tripas, un nudo férreo se refugió en su garganta y un sudor frío comenzó a brotar. Intentó refugiarse contra la pared, se arrebujó en su abrigo y su mirada se tornó huidiza. Hacía ya mucho tiempo que el remordimiento le mellaba las entrañas, que el arrepentimiento le hollaba el sentido, pero ver de nuevo a su antigua novia, ser consciente de la oportunidad perdida, del daño causado, le carcomía el corazón. Ansiaba encontrarse con ella, oler su cabello o acariciar su piel, pero odiaba que fuese así. Sabía que el pasado no se puede recuperar, que los recuerdos son tenues e inasibles y que el amor frustrado apenas son cenizas. Nada podría cambiar eso. Su oportunidad —él lo sabía—, se había ido para siempre.

La mujer llegó hasta donde él yacía, acurrucado en una esquina para protegerse del frío y de la lluvia. Se acuclilló frente a él, extendió la mano y le entregó unas monedas, mostrando una sonrisa tímida, apenas perceptible, como siempre había hecho. Un leve roce de su piel pálida recorrió las manos gastadas de Roberto, los dedos endurecidos y callosos, como una brisa suave y salvífica. Un estremecimiento recorrió su espalda, un intenso dolor cruzó su corazón, y ella se marchó para siempre, ajena a la identidad de aquel indigente que sufría arropado entre baldosines y tabiques.

— ¿Y no se volvieron a ver jamás? —, pregunté yo, sorprendido por el tono de emoción que ribeteaba mi voz.
— Nunca más —, respondió él, sumergiéndose de nuevo entre las siluetas informes de su vaso rojizo. Permaneció así unos segundos, absorto en sus palabras, y luego se levantó.

Apoyó sus manos en la mesa, se incorporó lentamente, sin duda envuelto en un dolor que quebraba sus huesos y comenzó a caminar, con un paso arrastrado y taciturno, como un espectro adormilado.

—Espere. Es usted, ¿no? Roberto, el de la historia. Es usted.

El anciano se detuvo, giró la cabeza y me miró con aquellos ojos eternamente acuosos, cubiertos por un humor denso que sus lacrimales se veían incapaces de aliviar. Bajó la mirada al suelo, encerró sus ojos en recuerdos y sonrió, con una sonrisa triste, cansada, muy cansada.


FIN

domingo, 16 de agosto de 2009

Un trago, una historia (1ª parte)

No temáis, no es una historia de terror o, al menos, no pretende serlo.
UN TRAGO, UNA HISTORIA

Han pasado ya muchos años, pero aún hoy, cuando su rostro se me dibuja desvaído y confuso, y su silueta encorvada no es más que una triste sombra de telas desmadejadas, sus palabras siguen llegando a mis oídos de forma clara y vívida, animadas por aquella voz ronca y aguardentosa que empujaba los sonidos con pesar, como si temiesen abandonar su cobijo más preciado para acabar recluidos en un paraje inhóspito y desapacible. Desconozco cuales son los motivos que me han llevado a anclar su recuerdo en mi memoria, cuáles los que me impulsan a relatar esto ahora, pero desde luego él sigue ahí, con su voz retumbando en mi interior, como un insistente soniquete que me advierte de la importancia de no olvidar, o de lo triste que resulta el hacerlo.

Recuerdo haber llegado a una taberna sucia, casi ponzoñosa, repleta de hombres sin futuro y con demasiado pasado a sus espaldas que no cesaban de beber. A solas con sus historias, abotargados por la desidia y el alcohol, rumiaban sus desdichas sin desprenderse del dolor que ellas les causaban. Recuerdo haber sentido cierta angustia o desazón al entrar, cierta pena por la desolación que las miradas de los que allí había me mostraban, y recuerdo haber visto a aquel hombre en una esquina del bar, arrebujado en su gabán, con un vaso de vino ante él. El humo de su cigarro jugueteaba con las guedejas de su barba, ascendía en volutas hasta su cabello y se desvanecía como por ensalmo, al igual que sus recuerdos inmediatos, sumido como estaba en los pasados.

Sus manos, ásperas y gruesas, acariciaban toscamente el vaso de vino, dibujando a su paso bastas siluetas sobre la superficie mojada. Casi de modo inconsciente, su mirada se clavaba en ellas, lánguida y perdida, como si en el húmedo cristal pudiese hallar la solución a sus pesares.

No sabría explicar por qué, pero me acerqué a él. Su aspecto no se diferenciaba mucho del de sus compañeros de taberna, pero algo me impulsó a aproximarme. Mis pasos eran lentos, podríamos decir que vacilantes, temerosos de arrancar al viejo de su ensimismamiento. Cuando llegué a la mesa alzó la cabeza, me miró unos segundos de forma desmayada, como si mirase al vacío, y volvió a clavar su vista en el vaso. Sus ojos me sorprendieron. Se veían enturbiados, pero no por el alcohol. Su mirada imprecisa estaba inundada por la tristeza, por el dolor, por un dolor que se enquista y engangrena, y que se muestra ajeno a cualquier remedio o lenitivo. Eran ojos embargados por una honda pena, eternamente acuosos y cubiertos por un humor denso y grisáceo que sus lacrimales se veían incapaces de aliviar.

Pese a su escaso interés, decidí sentarme frente a él; quizás fue por pena, quizás por curiosidad, no sé, pero el caso es que me senté. Le hice una seña al camarero, un hombre flaco y muy feo que miró con desagrado a mi nuevo amigo. Éste, ajeno al desaire, permanecía absorto en sus ensoñaciones. Nada de cuanto había allí le importaba, ninguna compañía resultaba grata, y ningún desdén suponía una ofensa. Ni aun cuando le sirvieron el vino al que yo invitaba mostró cambio alguno en su rostro.

Al rato, cuando yo ya había perdido la esperanza de entablar conversación y una intensa sensación de ridículo recorría mis tripas, levantó la cabeza, mostró algo similar a una sonrisa, frunciendo los labios con timidez y escasa soltura, y comenzó a hablar.

-Gracias –dijo, sin atreverse a mirar de frente.
-No hay de qué- contesté yo con una sonrisa estúpida. –Disfrútelo.

Agarró el vaso con fuerza, cerrando sus dedos en torno a él, y le dio un pequeño sorbo. Después se llevó la manga del abrigo hasta la boca, en un gesto descuidado y sobrevenido, y se limpió algunas gotas rojizas que aún salpicaban su bigote.

-Debo contarle una historia –susurró, sin dejar de mirar el vino.
-¿Qué?- pregunte yo, que apenas había escuchado nada.
-Debo contarle una historia- repitió. –Así debe ser. Un trago, una historia.
-Bueno. Es buen cambio –concedí.
-Así me gano la vida, ¿sabe? Cuento historias, y la gente me paga por ello. Usted me ha invitado; debo responder- Me miraba con una aire infantil, como esperando hallar en mí alguna muestra de sorpresa

-Es una historia triste, bastante fea, y seguramente no sea cierta, no sé, pero es una historia.
-Bien. Comience entonces.- propuse divertido.
-De acuerdo. Comenzaré. – Se llevó el vaso a los labios, se limpió como había hecho antes y comenzó a hablar.

domingo, 2 de agosto de 2009

Confesiones de odio ante la muerte

Aquí os dejo un pequeño relato que he escrito este fin de semana. Perdonad el tono morboso e irreverente, pero me ha salido así. Espero que os guste.
Un abrazo a todos.
Ahora, "Confesiones..."







Nunca he sentido temor ante la muerte, nunca jamás me he preocupado por ella y ni un solo minuto de mi tiempo he ocupado en pensar cómo sería el fin de mis días, cómo debía afrontar su llegada o cuáles serían los sentimientos que albergaría mi corazón ante los últimos alientos de mi vida y, sin embargo, casi desde el principio de mis recuerdos, mi vida se ha visto rodeada, y casi tomada, por una extraña y absoluta obsesión hacia ella.

Siempre he sentido, y no me cuesta reconocerlo, una irrefrenable necesidad de causar daño a los demás, de torturarles, de infligirles dolor hasta que, extenuados y aterrorizados, me suplicaban por su vida. O por su muerte. Saberse en posesión de una vida ajena, ser consciente de ello, sentirse capaz de arrebatarla, es una de las sensaciones más excelsas que puede experimentar un hombre. El hecho de quitar una vida, de asesinar a alguien y quedarse inmóvil, viendo cómo la sangre fluye, cómo los ojos se tiñen de oscuridad, cómo el alma se evapora, constituye el disfrute del poder más omnímodo, el goce del libre albedrío sin trabas ni corsés, la cumbre máxima de un pasar. Sólo es necesario actuar con firmeza, con pasión, con valor, y observar. Observar y limitarse a sentir cómo se escapa una vida, cómo llega la muerte, y no pensar en nada más que en paladear el enorme placer que todo ello produce.

Nunca he podido explicar qué extraño mecanismo es el que se pone en marcha en mi interior para desencadenar ese torbellino de gratas sensaciones que el crimen despierta en mí. Nunca me lo he preguntado, la verdad, pero es que nunca me ha importado. Tan sólo lo sentía y, por ello, siempre he dado rienda suelta a mis instintos.

Ahora, sumido en la penumbra de mi celda, con los huesos carcomidos por la humedad de estas cuatro paredes, pienso en todo aquello que he hecho, en todos aquellos a los que les he quitado la vida, en sus rostros, en sus llantos y en sus últimos estertores. Veo sus muertes, recuerdo el placer que me propiciaron, y no me arrepiento. Quizás sea debido a eso que los loqueros llaman ausencia de empatía, quién sabe, pero nunca he sentido el más mínimo arrepentimiento por lo que he hecho y, desde luego, nunca voy a pedir perdón por ello.

Una vez transcurrido el juicio, una vez dictada la condena, muchos se han esforzado por esclarecer los motivos que me impulsaban a actuar así, por dilucidar las posibles causas que aclarasen mi comportamiento para, al mismo tiempo, alejar de sus mentes la convicción de que cualquiera puede matar y disfrutar con ello. Desean esquivar la idea de que uno de ellos, si las circunstancias y el valor así lo determinan, puede convertirse en un asesino en serie. Necesitan sentirse seguros. Ansían pensar que nuestra actitud se debe a una serie de traumas escondidos en algún recóndito vericueto de nuestro ser, para así cerciorarse de que ellos, honrados miembros de la sociedad, están a salvo de tan horrible proceder. ¡Ja! Pobres ilusos. Apenas saben nada. Tan sólo hace falta probar. Basta con hundir un puñal en las costillas de un hombre, sentir cómo se desvanece, cómo su aliento te golpea las mejillas y cómo la muerte acude para nublar sus ojos. Basta con eso, y ya nunca jamás podrás dejarlo. Créame, pruebe, y lo entenderá. Se dará cuenta de ello. Se dará cuenta de que ya no son necesarias las excusas. Nunca lo han sido. A mí, al menos, no me han hecho falta.

Me han llamado criminal, asesino, carnicero y psicópata. He sumido en el terror a toda una sociedad, la he mantenido en vilo durante largos años, casi en jaque y, desde luego, todos han temblado ante la simple mención de mi nombre. Muchos de ellos –estoy seguro-, absortos en sus cavilaciones, enfrascados en los problemas de sus irrisorias vidas, ante un simple ruido a sus espaldas, han despertado repentinamente de ellas, han mirado hacia atrás con temor, casi con pánico, abriendo desmesuradamente los ojos para descubrir, con alivio, que no había sido más que un perro callejero, una lata rodando por el suelo o un patético viandante que, como ellos, paseaba vacilante y ensimismado por las calles de cualquier ciudad. Y entonces, a pesar de ello, su caminar se torna más ligero, mucho más rápido e inquieto, y sus ojos no cesan de recorrer las calles de un lado a otro en busca de algo que desconozcan, algo que les resulte extraño o inquietante, para apurar aún más el paso y recluirse vergonzosamente, calladamente, en la quietud y en la irreal seguridad de sus hogares.

-¿Y se siente orgulloso de ello?- preguntó el sacerdote asombrado.

-¿Cómo no estarlo, Padre? Cuando uno llega tan alto, cuando uno es tan poderoso como yo lo he sido, el orgullo invade, por fuerza, todo nuestro ser. He visto cómo la gente temblaba ante mí, cómo se postraban implorantes, con el rostro bañado por las lágrimas, para suplicar por sus vidas. Sabían que estaban ante la esencia misma del mal y se reconocían incapaces de enfrentarse a él. He visto su miedo, he gozado de él, y he llegado al éxtasis al ver su sangre derramada entre mis manos y notar cómo su tibio tacto se escurría entre mis dedos. Eso es poder, Padre, y yo he podido disfrutarlo.- dijo con un gesto crispado en su mentón, apartando ya de sí la parsimonia y los buenos modales.

El Sacerdote se santiguaba sin cesar, mostrando una expresión entre perpleja y horrorizada. Un frío intenso se había alojado en su pecho.

-¿Y su alma? ¿Qué me dice de ella? Se acerca la hora, no muestra arrepentimiento, va a morir, y su alma se condenará para toda la eternidad. ¿Acaso eso le deja indiferente?

Una cínica sonrisa asomó al rostro del asesino.

-¿Mi alma? Por favor, Padre, no me venga ahora con esas estupideces. He visto la muerte tantas veces que ya casi soy incapaz de enumerarlas. He sentido cómo llegaba, cómo se apoderaba de mis víctimas, y nunca jamás he visto alma ninguna. No creo que exista, sinceramente, pero si realmente existe, si realmente poseemos un alma, estoy bien seguro de que el Diablo me tratará como a un hijo. Sonreirá al verme, me acogerá en su seno, ¿quién sabe si a su diestra?, y juntos disfrutaremos con el recuerdo de todos aquellos a quienes he matado. O sea que déjese de estupideces, acabe con aquello que ha venido a hacer y váyase con viento fresco.

-Lo lamento, créame; lo lamento por su alma, pero nunca he visto a nadie tan merecedor del castigo eterno como usted. Mi presencia aquí ya no es necesaria.- Ante la mirada divertida y arrogante del condenado, el Sacerdote se levantó, llamó a los Guardias y abandonó la mazmorra sin mirar atrás. Su paso era triste, taciturno, pero ni una vez entornó la cabeza para tratar de atisbar un gesto contrito en el reo, pues sabía vano el esfuerzo.

Mientras abandonaba el penal, el eco de sus pasos por el corredor se veía acompañado por el estruendoso sonido de las últimas bravatas del asesino.

-Nos veremos en el infierno, Padre, ya lo verá. Se postrará ante mí, como todos aquellos que ya lo han hecho, y yo sonreiré ante su dolor.

Días después, cumplida ya la sentencia, el sacerdote lloraba como un niño, medroso y frustrado. Tras su entrevista con el asesino, después de haber escuchado una aterradora letanía de horrores y maldades, un cúmulo de sentimientos contradictorios afloraban a su corazón. Sentía repulsa, indignación, asco y pena, sí, pero también impotencia. Se había visto incapaz de obtener alguna muestra de arrepentimiento. No había conseguido que el mal se apartase ante la inminente llegada de la parca, y un alma más se había condenado para siempre. El perdón no había sido otorgado, y el Diablo se alzaba victorioso. Y sin embargo –rezaba porque así fuese-, aún quedaba una esperanza.

Tan sólo en el último segundo, cuando la muerte ya casi se había albergado en el cuerpo del ejecutado, el sacerdote pudo vislumbrar una pequeña lágrima, muy tímida, brotando de unos ojos muertos.

Rogaba a Dios porque esa fuese la señal esperada. Rogaba a Dios porque, aun en el último instante, el hombre hubiese sido perdonado. Rogaba a Dios que no volviese a suceder.

Tan sólo esperaba ser escuchado.

FIN