martes, 22 de septiembre de 2009

El asombroso caso de Virgilio Márquez ( Última parte)


Afortunadamente, pude dar con él a primera hora de la mañana, cuando acudía a su trabajo. Pensé que andarme con rodeos en nada ayudaría —a fin de cuentas él había sido el que había involucrado a mi amigo en semejante locura—, así que decidí plantearle la cuestión de forma franca y abierta; no había tiempo para sutilezas, y mi ánimo no se encontraba en favorable disposición para extensos circunloquios. Lo abordé inopinadamente, le relaté los acontecimientos anteriores y le pedí, —casi le exigí—, que me diese alguna solución que permitiese a Virgilio abandonar el infierno al que se hallaba sometido.

Para ser fiel a la verdad y no otorgarme yo todos los honores de esta aventura, debo decir que el rostro del indiano —aquí conviene aclarar que su nombre era Héctor Garmendia—, reflejaba una honda preocupación y un sincero pesar. Su ceño se frunció al instante, en las comisuras de sus labios se agruparon un sinfín de arrugas y sus ojos se perdieron en la nada. Sospechaba yo cierta renuencia por su parte a colaborar conmigo, pero en ningún momento se mostró reacio a ello.

El señor Garmendia aún recordaba de forma muy vívida los aciagos días en que Márquez le había solicitado ayuda. Recordaba, por supuesto, haberle hablado de la ofrenda, y aseguraba haberle advertido del terrible riesgo que corría si se empeñaba en llevar a cabo tal acción. Me aseguró también que, en ningún momento, mi amigo había mostrado dudas al respecto y evocó, asimismo, casi con lágrimas en los ojos, la intensa alegría que Virgilio había manifestado al ver de nuevo a su esposa.

Relató que, convencido como estaba de la pronta aparición de los demonios, el miedo había superado a la vergüenza y a la amistad. Reconoció que se había alejado cobardemente del condenado, pero ahora, ante la certeza de que sus sospechas se habían revelado como ciertas, dijo sentirse en la obligación de hacer algo al respecto, así que accedió a confiarme una probable solución a nuestro fatídico problema.

Por lo que Garmendia me contó, lo que yo había contemplado no era más que un primer estadio del proceso, el más leve e inofensivo; muy pronto, antes de que tuviésemos oportunidad para percatarnos de ello, los espectros harían su aparición más aterradora y comenzaría la verdadera pesadilla.

Tal y como le habían dicho siendo él un niño, cuando los demonios hacen presa en un alma, cuando realmente se apoderan de ella, jamás renuncian a su botín. Se ufanan en malograrla, en castigarla y someterla a los tormentos más horribles que podríamos imaginar, regocijándose en ello hasta el fin de los tiempos. Por ello, la única opción que pueden aceptar como válida para su rescate es el cambio por otra de igual o mayor valor, que les debe ser entregada en el mismo momento en que se hace efectiva la liberación. Se trata de una ceremonia simultánea, y una vez realizada, ya no hay vuelta atrás. Tras el sacrificio realizado, ya no hay remedio para el oferente.

— ¿Y no hay otra solución? — pregunté yo, abatido.
— Ninguna. Se trata del sacrificio supremo: vida por vida, alma por alma. No hay otra alternativa.

Sus palabras tuvieron un efecto desgarrador para mí. La solución que el señor Garmendia nos brindaba no me parecía, en ningún modo, aceptable. Debíamos prepararnos, por tanto, para encarar el cruel destino de Márquez y rogar a Dios porque no se hiciese efectivo. No había otra solución, y sin embargo, algo bullía en mí.

Abandoné la compañía del indiano sumamente compungido. Mis esperanzas se habían evaporado por completo y mi indignación crecía de forma irremisible. Yo podía aceptar la muerte de mi amigo. Como tal, era inevitable, y no suponía más que un paso en la vida pero, ¿cómo aceptar su condenación? ¿Cómo dar por bueno el martirio eterno de su alma pecadora, resignarme y no plantar batalla? Aquello me horrorizaba. Mis creencias más íntimas se tambaleaban con tal atroz convicción; mi fe se desmoronaba. ¿Acaso Dios no podía librar a uno de sus más devotos seguidores de semejante penitencia? ¿No era tan fuerte su mano como para abatir, aun de un soplo, a cualquiera de sus enemigos, por muy poderosos que éstos fuesen? El libre albedrío de los hombres no se podía esgrimir como coraza tras la que escudarse y así disimular su inacción. No. Él no podía. Si Él era nuestro Pastor, si Él era nuestro salvador, debía protegernos frente a todo, hubiesen sido nuestros actos los que fueren, como habría hecho una madre o un padre solícito, siempre atentos al bienestar de sus hijos, sin importar las faltas cometidas o las ofensas lanzadas. Por eso podíamos redimirnos, para eso había un perdón, y Márquez llevaba largo tiempo implorándolo.

Todo en mí se rebelaba contra lo que se me antojaba un fin inevitable. Me negaba a aceptar la perdición de mi amigo. Debía hacer algo para salvarlo, y Garmendia me había dado la clave para ello. Supe entonces que somos nosotros mismos los que debemos poner los medios para luchar contra el mal, sin encomendarnos a nada más que a nuestra propia pericia y nuestra más firme entrega. Solo nuestra propia determinación nos dará las fuerzas y el valor necesario para encarar nuestro destino; sólo así podremos pelear por nuestra vida, por nuestras creencias y por nuestra alma. Nada ni nadie —entendí— haría ese trabajo por nosotros, así que decidí hacerlo yo. No obstante, antes de acometer la misión que me había encomendado, decidí visitar a mi amigo.
Su cuerpo se hundía entre las sábanas con el aspecto de un cadáver. Sus mejillas estaban blancuzcas y sus párpados se veían macilentos, blanquecinos por el pesar. Me dijeron que había pasado el día inconsciente, sumido en un sueño profundo del que tal vez no despertaría. La impresión había sido demasiado fuerte, el ataque, casi letal, y su salud enfermiza no ayudaba en exceso. Su vida corría serio peligro, sí, pero a mí lo que me preocupaba era su alma. Quizás no le quedasen más que unas horas, así que debía darme prisa. Me despedí de él como si fuese para siempre, con un dolor desgarrador en el corazón y el rostro bañado por el llanto. Un simple apretón en el hombro bastó. No pude decir nada y abandoné la sala, aterrorizado pero firmemente decidido. Luego me dirigí a mi casa.

Dispuse todo para mi partida, preparé los rudimentos necesarios y me encaminé hacia el cementerio de San Isidro. Caminé a buen paso por los serpenteantes caminos que cruzaban el camposanto, continuamente vigilado por los cipreses centenarios que susurraban animados por la brisa. Enormes panteones se alzaban a mi lado, imponentes y majestuosos. Todos estaban coronados por grotescas figuras de aspecto demoníaco o por excelsos querubines sonrientes y rollizos, pero tanto unos como otros, difuminados por la oscuridad de la noche, semejaban almas inquietas y atormentadas. La simple visión de las tumbas me horrorizó. Acostumbrado como estaba a ver en los túmulos un mero tránsito necesario para la consecución de una existencia llena y feliz, apenas sí era consciente de su verdadero sentido. Nunca había advertido que aquello podía ser un fin atroz o el paso a una existencia desgarrada y salvaje y, por supuesto, nunca había imaginado cómo los espectros se ciernen sobre nosotros. — ¿Cuántos de los que allí había yacían sumidos en el más terrible de los castigos? ¿Cuántos se veían obligados a vagar por el mundo arrastrando pecados y pesares, atormentando a los que, como ellos, habían osado interrumpir el descanso debido? —. Aquellos pensamientos me turbaron; todo mi ser se encontraba convulso, inquieto y triste, y todo en aquel lugar me impulsaba a salir corriendo en busca de consuelo y protección. Sin embargo, no podía huir.

Continué mi camino hasta llegar a la tumba de Asumpta. Una lápida solitaria y ennegrecida, rodeada por flores ya marchitas, se postraba ante mí. — ¡Qué triste testimonio es el que dejamos! ¡Qué oscuro destino nos aguarda! Cuerpo inanimado, exangüe y putrefacto bajo una losa fría; cuántos recuerdos ya olvidados, cuántas palabras silenciadas, cuántas risas mudas. Apenas queda nada. Una imagen borrosa de algo que fue, un murmullo lejano de la voz que nos habló y un trino silenciado de la risa que nos hizo felices. Apenas queda nada, sino carne muerta.

Cavé con mis propias manos, notando el tenue trazo frío que las lágrimas dejaban en mis mejillas. Cavé hasta astillarme las uñas con la tierra escasamente trabajada, cavé hundiendo mis manos en aquel suelo sagrado, cavé hasta que el dolor de mis dedos se hizo insoportable, y luego seguí llorando. Lloraba por mi amigo, lloraba por su amada y lloraba por mí. Ya casi sentía cómo mi alma se oscurecía, cómo un intenso borrón se adueñaba de mi corazón, emponzoñándolo para siempre, y sin embargo —no he dejado de pensarlo desde entonces—, no hubo jamás muestra semejante de amor o cariño, muestra semejante de desprendimiento y entereza.

Enterré allí las posesiones de mi amigo, desenterré las de su esposa y me fui, con la cabeza baja y el ánimo ensombrecido, horrorizado por lo que había hecho pero esperanzado por un feliz desenlace para Virgilio.

Desde entonces han transcurrido ya diez años. Mi amigo se recuperó, nunca los espectros volvieron a su lado y nunca nada supo de mi determinación. Su vida es ahora plácida y feliz, y ya nada perturba su sueño. Tan solo busca una respuesta: aquella que le de satisfacción a la repentina desaparición de los fantasmas. Por mi debilidad, quizás por mi deseo de no procurarle desvelo alguno, jamás le confesé mi resolución. Ahora, ya no tendría sentido hacerlo.

Hoy soy yo el atormentado. Los espectros me visitan. Se muestran ante mí, me rodean, me enseñan sus fauces, palpitantes y sangrientas, y me acuchillan con sus garras cuajadas de maldad. Apenas ya no duermo, apenas ya no vivo, y mi fin se acerca. Por eso escribo esto. Deseo dejar constancia de que nada es gratis, de que todo tiene un precio, excesivo muchas veces, y eso es lo que me impulsa a redactar esta nota. Es preciso transmitir que nunca se debe interrumpir el natural curso de los hechos, molestar a los muertos o alterar su sueño eterno. Los riesgos de tal acción son demasiado terribles, demasiado aterradores como para soslayarlos, así que no caigan en ello. Evítenlo, se lo ruego, pues su alma depende de ello.

Ahora debo terminar. Garabateo las últimas líneas con el pulso tembloroso e inseguro, empujado por la certeza de que mi tiempo se termina y agobiado por la premura desesperada que imprime lo inevitable. Ya oigo cómo vienen. Se aproximan. Ya están aquí. Puedo escuchar sus quejidos al otro lado de la puerta, puedo oír sus respiraciones quejosas y agitadas. Debo terminar. Ya vienen.

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FIN

lunes, 14 de septiembre de 2009

El asombroso caso de Virgilio Márquez (2ª parte)


En la anterior entrada, el narrador, después de enumerar los motivos que le impulsan a contar esta historia, relata la inesperada aparición de un amigo. En esta segunda parte...


SEGUNDA PARTE

Apenas lo reconocí, sumido como iba en las solapas de su abrigo y el rostro envuelto en una bufanda. Su caminar era muy presuroso, casi excitado, y sus maneras ya no tenían la dulce parsimonia de la que solía hacer gala. Entró en el salón y se sentó en un gran sofá que ocupaba una esquina de la sala, aunque bien se podría decir que se arrojó sobre él. Le serví una copa de Cognac, me senté frente a él, y aguardé a que se calmara.

Se llevó la copa a los labios y la vació de un trago. Me pareció ver que un ligero temblor acompañaba todos sus movimientos, pero no hice comentario alguno. Me limité a observarlo y a esperar.

Comenzó a hablar de forma atropellada. Su voz cremosa se había vuelto más ronca, más áspera, y su gran nerviosismo no contribuía en exceso a hacerla más inteligible. Confieso que en aquel momento estuve tentado de no creerle, pues todo aquello me parecía digno de cuentos o leyendas, pero yo sabía de su inteligencia, de su trato cabal y de sus siempre ordenadas ideas y decidí otorgarle mi confianza, como siempre había hecho. Transcurridos unos minutos, libre ya de la premura original, su discurso se hizo más certero, menos confuso, y comenzó a esbozar el relato de los hechos que tanto lo habían alterado.

Recordó cómo, diez años atrás, su mujer, Asumpta, la persona a quien más había amado, había fallecido de una enfermedad de la sangre. Rememoró el intenso dolor que su muerte le había producido, la soledad que colmaba sus días y la desesperación que rodeaba todos y cada uno de sus momentos sin la compañía de su esposa. Recordó cómo sus amigos le instaban a abandonar su estado de pesadumbre, a salir de su abatimiento, y cómo uno de ellos, hijo de emigrantes y nacido en Cuba, le había propuesto una solución drástica y descabellada. Según éste le había advertido, su convicción de llevar a cabo los planes por él expuestos debía ser firme, pues las consecuencias que de ello se podrían derivar podían resultar funestas.

Por lo que me contó, y yo pude entender, el indiano le había hablado de una antigua creencia cubana según la cual los espíritus de nuestros familiares rondan siempre a nuestro lado, sin apartarse jamás de nosotros. Nos vigilan, velan por nuestra seguridad, por nuestro bienestar, y nos acompañan allá adonde vamos. Recuerdo haber mostrado entonces cierto escepticismo, pero era tal el convencimiento que mi amigo expresaba que me abstuve de profundizar en mis dudas.

Tal y como le había relatado el indiano, había un modo de reunirse ocasionalmente con los espíritus de nuestros familiares, aunque fuese por breve tiempo. El lazo que nos une a ellos es muy tenue, por supuesto invisible, pero sí inquebrantable, y tal nexo se puede reforzar si el interesado acomete una ofrenda a los muertos. Puede resultar absurdo, es cierto, pero cuando uno se encuentra en semejante estado de amargura, el dolor le obliga a aprehender hasta el último de los cabos que le permitan no desprenderse de sus recuerdos, y mi amigo, completamente atribulado por el sufrimiento, se sintió impulsado a ello.

Con lágrimas en los ojos, y ante la grotesca mueca de horror que recuerdo haber esbozado, mi amigo confesó haber realizado una ofrenda desesperada ante la tumba de su amada para poder gozar, una vez más, tan sólo una vez más, de la visión de su adorada esposa. Recordó, asimismo, no haber dado importancia a la terrible advertencia que su amigo le había hecho, pues era tal la emoción por volver a gozar de la compañía de Asumpta que ni la condenación eterna le habría apartado de su cometido.

Decidido entonces a realizar semejante aberración, Don Virgilio se dirigió al cementerio de San Isidro, una noche –según me contó-, templada por el escaso viento y oscurecida por la luna nueva. Allí enterró, a los pies de la tumba de su amada, los rudimentos que le había aconsejado el indiano, musitó una extraña plegaria en latín, que a mí se me antojó como espantosa herejía, y abandonó el camposanto.

Al llegar a su casa se refugió en su dormitorio. Se acurrucó en un sofá, se encerró en su memoria y aguardó la llegada de su amor.

Mi amigo me contó que sus recuerdos se agolpaban en su mente, las lágrimas recorrían sus mejillas y su corazón pesaba por la ausencia. Finalmente, con una voz velada por la falta de aliento, contó que el sueño le había vencido hasta que, cercano ya el alba, su mujer apareció.

Lo hizo envuelta en brumas, sonriendo con los ojos y una luz muy brillante recorriendo su silueta. Su rostro era el de siempre, aunque a él le pareció más bella que nunca. Sus manos seguían siendo finas, con aquel tacto tibio y delicado que Virgilio tantas veces añoraba, y sus caricias eran lentas, muy suaves, como siempre lo habían sido. Tan sólo una cosa había cambiado.

Cuando unían sus pechos, cuando se estrechaban llenos de amor, mi amigo podía notar el peso de los senos de su esposa, la presión del abrazo o un leve movimiento de respiración, pero ni un solo latido de vida asomaba a la piel. Aquello lo turbó un poco y le hizo ser consciente, otra vez, de que Asumpta se había ido para siempre. Su ánimo se oscureció, ciertamente, pero ni por un segundo se arrepintió de lo que había hecho. No podía esperar su resurrección, eso lo sabía, –tan sólo el Altísimo es capaz de otorgarla-, pero con aquello le bastaba. Sentir su piel, colmarla de besos, oler su cabello y escuchar su sonrisa; aquello era suficiente, y el precio que debía pagar por ello no importaba. Su vida cambiaría, se vería rodeada por espectros que lo acosarían, que lo asediarían allá donde fuera y lo atormentarían hasta la muerte, —pues ésa era la advertencia que le había hecho el indiano—, pero eso ya no importaba. Tenía diez años por delante; diez años para recordar a su esposa, diez años para gozar de las cálidas sensaciones que había experimentado aquella noche, y eso era lo importante. El resto no contaba. Pero ahora, transcurridos los diez años, había llegado el momento de sufrir, el momento de pagar. El precio le era exigido y, en contra de lo que había imaginado en un principio, resultaba excesivo. El castigo era demasiado atroz, demasiado horripilante. Las criaturas más terribles se le aparecían en su dormitorio, inquietaban sus días y castigaban sus noches, y nada podía hacer para librarse de semejante acoso. Sus diez años de gozo habían llegado a su fin.

Mientras esto me contaba, su labio inferior temblaba sin cesar. Sus ojos, ya muy enrojecidos, viajaban a un ritmo frenético, como temiendo descubrir nuevas presencias en torno suyo y, cuando ya la desesperación era excesiva, su rostro se hundía entre sus manos, liberando todo el llanto contenido.

Me suplicó ayuda, me imploró perdón, y rezó conmigo. Prometí ayudarle, pero apenas sabía qué hacer. Tan sólo podía rezar por mi amigo, rogar porque su alma fuese perdonada y así no tuviese que yacer, para siempre, entre las llamas del infierno.

Aquella noche la pasó en mi casa, pues el terror que sentía era tanto que no se veía capaz de abandonar mi compañía. En su interior albergaba la vana esperanza de que los espectros no aparecerían si él no se encontraba en su dormitorio pero, tal como tuvimos ocasión de comprobar, su suposición no era acertada.

La pesadilla se inició con las doce campanadas, pues aún con el eco de su tañido retumbando en nuestros oídos un extraño ruido se percibió con claridad. Como respuesta, los gritos aterrados de Virgilio.

Alarmado, corrí hacia la habitación que ocupaba mi amigo y entré en ella. Un intenso horror se apoderó de mí, pues jamás había sospechado que tales fuerzas demoníacas se pudiesen desplegar con semejante violencia. Flotando sobre el cuerpo abatido y sollozante de Virgilio, una gran cantidad de muebles giraban a una velocidad vertiginosa sin que yo pudiese captar el origen de tan fantástico movimiento. Algunos objetos de cerámica y cristal se estrellaban con violencia contra las paredes para desperdigarse, hechos pedazos, por todo el dormitorio. Los libros volaban de sus estantes, como aves demoníacas que desplegasen sus alas en busca de su presa, la cama se agitaba con estruendo, bailando sobre sus cuatro patas, y el armario, un enorme arcón de más de cuatro metros de anchura, se inclinaba, con grave peligro para la integridad de mi amigo, como sujeto por unos hilos invisibles que no le permitiesen rendirse ante la falta de verticalidad y caer, finalmente, sobre el cuerpo de Virgilio.

Éste permanecía en el suelo, con el rostro cubierto por las manos, gritando de pavor. Sus alaridos eran continuos y desesperados, y su nula voluntad le hacía fácil presa de la fuerza espectral que desencadenaba todo aquello. Se sentía indefenso, inerme ante el gran poder que allí se debatía, y como única defensa esgrimía un grito agónico y prolongado.

Sin saber muy bien cómo debía actuar, no se me ocurrió más que abalanzarme sobre mi amigo, agarrarlo de un brazo y sacarlo de la habitación para apartarlo de aquel torbellino de enseres. Cerré la puerta de golpe, levanté a Virgilio del suelo y ambos corrimos hasta encerrarnos en mi dormitorio, desfallecidos por el susto y el esfuerzo.

El estado en el que se hallaba mi compañero era francamente deplorable. En los últimos años su salud se había visto muy deteriorada por los continuos excesos que tenía a bien cometer. Su abultado abdomen, fruto de sus acostumbrados abusos culinarios, favorecía la aparición de problemas cardíacos, y experiencias tan aterradoras como las que estaba viviendo no contribuían a mejorar el problema. Al arrojarse sobre mi cama, su respiración era muy agitada, su piel mostraba un tono violáceo, ciertamente poco halagüeño, y un sudor frío, denso, cubría su cuerpo por entero. A los pocos minutos, y ante mi vergonzosa pasividad, un ataque vino a dar por buenos los malos augurios que su doctor le había presagiado.

Gracias a la buena labor de Giraldez, el traslado al Hospital Militar de Madrid se hizo de la forma más rápida posible y su vida, afortunadamente, no corrió peligro. No obstante, de seguir los sucesos que le atormentaban, los días de Virgilio Márquez pronto llegarían a su fin. Urgido por tan odiosa expectativa e impulsado por un ardiente deseo de salvarle, no vi otra solución que entrevistarme con el indiano que, de forma tan infausta, había aconsejado a mi amigo. Mi esperanza última era que, ya que él conocía las consecuencias de la ofrenda demoníaca, tal vez conocería –rogaba porque así fuese-, algún modo de ponerles fin. Aunque mi confianza en tal extremo era nula, no me quedaba más remedio que intentarlo. La vida de mi amigo corría peligro, y yo no podía permitir que un nuevo ataque acabase con ella.

sábado, 5 de septiembre de 2009

El asombroso caso de Virgilio Márquez (1ª parte)


Aunque pueda resultar ciertamente cuestionable, siempre he pensado que el último deber de un hombre viejo como yo, tan cercano a las postrimerías de su azarosa vida, es el de hacer gala de la mayor de las honestidades, confesar todo lo pasado y vaciar el cajón de sus recuerdos para bien de su familia, de sus más allegados e, incluso, si la relevancia de la vida propia ha sido notoria, para el conjunto de una sociedad que, en no pocos casos, se halla sumida en la más absoluta de las ignorancias, ayuna de conocimiento sobre los peligros que le acechan y desprovista de guías que la alumbren e instruyan.

Próxima ya la hora de mi muerte, tal pensamiento ha venido a convertirse en certeza. Mi convencimiento de que tal proceder es lo correcto es, sin lugar a dudas, absoluto, y ha hecho tal mella en mí que he llegado a la firme conclusión de que el peligro de que mi reputación, ganada con denuedo tras toda una vida de entrega a los demás, se vea rendida por la ignominia o festoneada por chanzas de incrédulos e iletrados, no debe arredrarme ante la importancia de mi confesión, pues tal riesgo palidece frente a lo notable de semejante testimonio. Las ventajas que supone el conocimiento de lo que voy a relatar son tantas, y de tanta importancia, que superan con creces el desagradable escollo de que mi nombre se vea arrastrado por el lodo o de que mi figura, tan ensalzada durante años por todos aquellos que me rodearon, se suma para siempre en el ostracismo más lacerante o vergonzoso para mis allegados. A mí en nada me afectará –es cierto – pues, como digo, la hora de mi muerte está muy cercana y, acaso, tan sólo tenga que soportar unas punzadas de repudia por corto espacio de tiempo que se verán, sin duda, atenuadas por mi senectud o escasa percepción. Quizás sea doloroso, sí, pero a buen seguro sabré soportar tal afrenta. Debido a ello, nada me preocupa mi persona, pero sí, desde luego, mis familiares. Son ellos los que deben aceptar mis más sinceras disculpas por colocarlos en el centro de la polémica y convertirlos en diana de los dardos maldicientes de aquellos que me vituperen o denigren y son, por tanto, los que tendrán que afrontar las consecuencias de tal escarnio. Vaya entonces desde aquí mi descargo y mi recuerdo, pues son ellos los que, con su cariño y atenciones, me han convertido en lo que soy. Para todos ellos, muchas gracias.

Es preciso no refugiarse en la ignorancia o la estulticia, se lo aseguro. Puede ser tentador el huir de todo aquello que nos atemoriza, de todo aquello que debilita nuestras creencias y renunciar a un enfrentamiento frontal con nuestros miedos e inquietudes para seguir amparados bajo el reconfortante manto de la inconsciencia o el olvido. Puede resultar tentador, es cierto y, de hecho, muchos son los que se recluyen en tal inepto comportamiento, pero yo, desde luego, no estoy dispuesto a secundar estas cobardes actitudes y así renunciar a desvelar mis vivencias más amargas e increíbles. He decidido, pues, armarme de valor, rechazar cualquier temor que la ignominia me pueda infundir y contar la historia que, durante tantos años, ha atormentado mi vida. Relataré, entonces, aquello que he venido a contar, y lo haré por el bien de todos, sin temer los riesgos mencionados anteriormente, aunque por repuesta no obtenga gratitud alguna y sí repulsa, burla o desdén.

Estoy plenamente convencido de que todo lo que ustedes van a leer a continuación hará que palpite en sus corazones ciertas dosis de inquietud y grandes cantidades de incredulidad pero, háganme caso. No dejen el texto a medias, continúen leyendo y no formulen criterios de valor hasta que, una vez finalizada la lectura, no hayan recapacitado el tiempo suficiente como para ampliar sus horizontes y olvidar los apretados corsés que una sociedad cerril y una ciencia anclada en remotos prejuicios nos imponen. Atrévanse entonces, no aparten la vista de estas líneas, y piensen sobre ellas. Hecho esto, la decisión final será suya.

Disculpen la prolija introducción, pero he considerado necesario aclarar ciertas pautas para, de este modo, esclarecer los sentimientos que me han llevado a redactar esta nota. Lo siguiente constituirá, en cierto modo, la más valiosa contribución de todas cuantas haya hecho a la sociedad que me ha acogido. Tómenla, por tanto, de este modo, pues de su aceptación, de la credulidad que ustedes muestren, puede depender la vida eterna de muchos.

Comenzaré pues con el relato.

Toda mi vida he sido un siervo de Dios. Sólo eso. Un humilde sacerdote de pueblo, demasiado ocupado en abastecer de esperanzas a una población deprimida y abandonada por el progreso, ávida de bienes y falta de sueños y que, por curiosos avatares del destino, claramente ligados, no obstante, a mi exhaustiva preparación académica y a mi exacerbado interés por mejorar las condiciones de vida de mis feligreses, acabó sus días dedicado al peligroso y poco reputado mundo de la política.

Con el paso del tiempo, tras mis primeras apariciones públicas, resulté favorecido con el apoyo de las altas esferas eclesiales y agraciado por el cariño y respeto de mis vecinos, hombres cabales y de gran corazón que optaron por otorgarme, con presteza, su confianza y sus votos.

Ante las exigentes obligaciones de mi cargo, cada vez mayores y más absorbentes, me vi impelido a modificar mi residencia, abandonar a mis queridos conciudadanos y mudarme a una gran casa solariega, más cercana a la ciudad de Madrid y más adecuada —dijeron—, a mi recién estrenada posición social.

Me trasladé entonces a una gran casa de piedra, de enormes balconadas molduradas y gigantescos pasillos de madera que se veían salpicados por incontables puertas oscuras que parecían observarme en mi deambular diario. Sus dos plantas cuadradas, de un tamaño absolutamente desmedido, precisaban, para un adecuado lustre, de un ejército de criados y doncellas que el Arzobispado había puesto a mi disposición y que resultaban dirigidos por la Señora Gonzalves, una anciana portuguesa que llevaba años afincada en Madrid, y por Francisco Giraldez, un andaluz flaco, prepotente y mal encarado, que, a pesar de su repulsivo aspecto, realizaba el trabajo de forma realmente encomiable. Un denso robledal, acuchillado por varios caminos de servicio que daban acceso a diferentes zonas de la finca, se extendía alrededor de la casa, lo que contribuía, sobremanera, a atenuar el asfixiante calor estival que suele inundar los entornos de la Capital.

Los fines de semana, liberado ya de mi labor pastoral, la vida discurría apacible y sosegada. Optaba yo por aislarme del intenso trajín que suponían mis quehaceres diarios y sólo mi tranquilidad se interrumpía, de forma temporal, por la visita de alguno de mis amigos que acudían a hablar de política, de los problemas económicos y sociales que asolaban el país, y de tal o cual miembro del partido contrario que hubiese suscitado alguna polémica en sus intervenciones semanales.

Uno de estos visitantes, hombre de gran reputación, vasta cultura y extraordinaria afabilidad, era D. Virgilio Márquez, zaragozano de pura cepa y político de vocación que llevaba casi dos décadas ocupando escaño. Era hombre querido y respetado por todos, de gran talento para las relaciones personales y exquisito discurso en tribuna. No se le conocía enemigo alguno y, aun cuando sus intervenciones públicas eran de gran calado y suscitaban un enconado debate con la oposición, sus elegantes y respetuosas formas no despertaban nunca ninguna molestia en sus contrarios ni, incluso, en sus compañeros.

Su rostro era sonrosado, rubicundo, de mejillas abultadas y brillantes que asomaban tímidas entre el cerco que formaban las patillas y el mostacho. Sus ojos eran pequeños y vivarachos, de color negro, y siempre mostraban un intenso brillo fruto de su animado carácter. Su sonrisa era abierta, y su figura, digamos que amplia. Siempre deleitaba a sus amigos con una conversación afable, ribeteada por constantes sonrisas que siempre presagiaban ratos de asueto y entretenimiento, pero aquel día, cuando apareció de improviso en mi casa, su aspecto no era el de siempre.