lunes, 23 de noviembre de 2009

Tan solo deseo que esto acabe




Tan solo deseo que esto acabe; que pase la noche y se haga realidad el triste destino que me fue marcado. Mis arrestos han llegado a su fin, vencidos por la inevitable decrepitud que adorna mi cuerpo, por la certeza absoluta de que mi muerte es inevitable, y nada queda ya por hacer. Mi lucha ha finalizado, y ahora, ajado de años y desdichas, sólo me resta tumbarme en mi jergón, cerrar los ojos y esperar la llegada de la parca, tan firme, tan certera, que ningún hombre puede soslayar.

Aunque hubo un tiempo que creí poder hacerlo: un tiempo en el que mi coraje era desmedido, mi fe, absoluta, y mi corazón, ése que hoy se muestra emponzoñado y carente de amor, no hacía sino batallar, henchirse de orgullo y arrojarme a la lucha en pos de aquello que consideraba justo o razonable, sin importarme las consecuencias que debiera arrostrar por ello. Hubo un tiempo, sí, en que quise luchar. Pero ya pasó.

Multitud son los combates que he tenido que afrontar, carentes de razón y sentimientos, donde no había lugar para la piedad, el amor o la esperanza, y muchos los que han caído en ellos, medrosos y desamparados, y envueltos en la angustiosa sensación de haber acometido una tarea inabarcable, que sobrepasaba la capacidad humana. Ante ella, cualquier esfuerzo era vano y tan solo una férrea voluntad podría llevar al guerrero a soportar los embates y no caer rendido por el terror o la desazón; tan solo un íntimo y arraigado deseo de hacer el bien no palidecería ante la grandiosidad del horror al que nos debíamos enfrentar, y así las cosas, pocos eran aquellos que lo intentaban.

Juntos, mis hombres y yo, nos habíamos erigido en una suerte de último bastión, en un férreo baluarte sobre el que se había depositado la ímproba labor de salvaguardar a este mundo nuestro de los demonios y, a la vista de los resultados obtenidos, excesiva ha sido la carga.

Mis compañeros ya no están, y yo escasamente puedo mantenerme en pie. La vejez se ha cebado en mí, y con ella, como una viruela que acude presta a emponzoñar las llagas de la edad, ha surgido el temor, el egoísmo y la codicia, como jinetes que asolan las postrimerías de una vida incapaz de defenderse.

Ahora ya no es apacible mi ánimo. Hasta el leve crepitar de la lumbre que calienta mi hogar se me antoja presagio de muerte, y el siniestro ulular del viento al colarse por la chimenea se vuelve a mis oídos como aullido enloquecido.

Mi cuerpo se halla enfebrecido, y paso a paso, sin remedio alguno para ello, el latir de mi corazón se agita más, se angustia y desespera, ante la proximidad de unas bestias que, a buen seguro, desprovisto de la ayuda que mis fieles hombres me procuraban, se abalanzarán sobre mí para desollarme y desprenderme de los breves retazos de vida que me resten.

Mis posibilidades de sobrevivir a esta noche son, lo sé, inexistentes. Su ataque será feroz, mi mano ya no posee la firmeza de antaño y mi coraje ha desaparecido con mis amigos. Y ahora, mientras aguardo la irrupción enloquecida de esos seres malditos, pienso que, quizás, mi valentía nunca fue tal, sino una suerte de actitud solidaria, un arrojo inconsciente, motivado por la protectora compañía de mis hombres o por ese orgullo fatuo que impele al General a no arredrarse a la vista de la tropa.

Sé que no tendré valor para enfrentarme a esas bestias; son demasiado horribles, demasiado crueles sus actos, y no deseo darles el placer de acabar con mi vida.

Por tanto, animado por un temor insoslayable, y por una decrepitud odiosa que me hace flaquear, he decidido acabar con mi vida, poner fin a mis angustias y evitar así ser pasto de sus fauces.

Sé que vienen a por mí; puedo oír cómo los brezales crujen bajo sus zarpas, cómo sus roncas gargantas regurgitan gritos de odio, y ya no aguanto más.

Los grillos y las lechuzas han dejado de cantar, aterrados por el paso de tan siniestra comitiva, propiciando con su silencio un mundo nuevo, huérfano de sentidos, en el que parezco levitar envuelto en brumas, como una somnolencia alcohólica. Y ciertamente me parecería así de no ser por el bronco latir de mi corazón, que me devuelve a la consciencia y al horror de saber que mi fin pronto ha de llegar.

Empuño entonces la pistola; lo hago con temor, pero mis dedos no flaquean. Acaso un temblor de senectud los torna indecisos, pero su convicción es más fuerte que la mía. Se ciernen sobre la culata y palidecen por una presión agobiante y desmedida. Alzo mi mano hasta la sien, y poso sobre ella el cañón. Apenas percibo su frialdad. Realmente, apenas siento nada. Tan solo miedo; un miedo atroz que no me deja vivir. Y ya no hay vuelta atrás.

Al otro lado de la puerta escucho sus gemidos; alguna sombra evanescente se oculta tras el antepecho de las ventanas, y una brisa cansada, ululante, atenúa las llamas de la lumbre, que se vuelven mortecinas y fatigadas. En breves segundos derribarán la puerta, entrarán y se arrojarán sobre mí, con unas fauces rebosantes de colmillos y unas garras crispadas por el odio. Aborrezco mi fin. Pero soy incapaz de afrontar su ataque. He de matarme. He de hacerlo ahora.

FIN

jueves, 12 de noviembre de 2009

El exilio de un Papa


A continuación, os dejo un fragmento de una novela que estoy escribiendo. Espero que os guste.

Un abrazo a todos.


¿Cómo podían obligarla a estar con un ser tan repugnante, al que tanto odiaba por el daño que había hecho a Roma? ¿Por qué le era negado el amor? ¿Por qué la codicia enturbiaba los corazones, rechazando todo cuanto de bueno solía habitar en ellos?

Valetta podía sentir cómo la ira recorría todo su ser, dejándola ahíta de odio y rabia cada vez que se veía obligada a soportar la presencia del General Miollis. No entendía cómo su padre, al que tanto había amado cuando era una niña, prescindía de la custodia de la honra de su única hija y la empujaba a los brazos de un hombre despreciable, a quien nada le importaba el bienestar de todos aquellos que le rodeaban. No entendía cómo el dinero, algo tan sucio y vacío de vida, podía llegar a obnubilar la mente y vaciarla de recuerdos y de amores. ¿Acaso era tan complicado prescindir de una posición de privilegio?; ¿acaso pesaba más la codicia que el respeto o la ternura?

Para su infortunio, su padre había dejado muy clara la respuesta a las preguntas que la atormentaban, y la pobre Valetta no dejaba de lamentarse por ello. En su interior, sabía que ya no podía albergar esperanza alguna; su padre no iba a renunciar a su posición social ni a la posibilidad de medrar apoyando al vencedor. El dinero lo había cegado, y nadie le haría cambiar de opinión. Ni tan siquiera su esposa, la madre de Valetta, rota de dolor al ver el sufrimiento de su hija, lo había logrado.

El general francés la cubría de regalos, la asediaba con promesas de amor y no cesaba de expresarle con palabras huecas y altisonantes la admiración que le profesaba. Parecía un adolescente enamorado, enfebrecido de pasión. Sin embargo, había en todo ello un tono almibarado, revestido de falsedad, que a Valetta no se le escapaba.

Ella sabía que el francés no albergaba sinceridad alguna en su corazón, y que sus palabras, tan dulces como falsas, no tenían otra intención que resquebrajar su coraza y así rendirla ante una vana verborrea. Pero ella no se dejaba engatusar. El desprecio que sentía por aquel hombre era excesivo, y lo último que deseaba era doblegarse a su voluntad.

—Querida Valetta: no has de temerme, pues yo tan solo ansío tu bienestar. Deseo estar contigo, ya lo sabes, pero no quiero imponerte nada. —Miollis hablaba casi en susurros, bisbiseando una ponzoña repleta de añagazas que no parecía tener éxito alguno. Aquella mujer se resistía, no como las otras, y él comenzaba a sentirse enojado por las constantes negativas.
— ¿No te das cuenta? ¿Acaso no es motivo de orgullo saberse admirada por el General Miollis? ¿O es que el conquistador de Roma no es suficiente para ti? —En su voz se atisbaban ya ciertos ribetes de enfado, pero Valetta parecía hacer oídos sordos.
—No me malinterprete, General. Es usted un hombre encantador, y disfruto mucho de su compañía, créame. Pero los designios del corazón son oscuros, y no arde en mí llama alguna.
—Compréndelo, Valetta. El amor no nace en un segundo, como sabrás. Es necesario perseguirlo, cuidarlo y mimarlo, y solo con perseverancia se logra.
—Bueno, de perseverancia parece usted sobrado, General. —La joven comenzaba a sentir repugnancia por aquel cortejo baboso y dulzón, que en nada dulcificaba su ánimo.
—Cierto, pero todo tiene un límite. No lo olvides. Ven. Acércate. —El General extendió su mano, engarzada de joyas, y agarró a Valetta, atrayéndola hacia él.

Ella comenzó a resistirse, forcejeando nerviosamente para desasirse de su brusco apretón. Pero el francés no pretendía liberarla.

—Déjeme, se lo ruego —imploraba—. Permítame que me vaya a mi casa.
—Te irás más tarde. Antes has de satisfacerme.
—No, por favor. Suélteme.

Miollis, harto ya de dimes y diretes, y anhelante de una pasión robada, comenzó a tirar con más fuerza de la mujer. Su mano se cerraba sobre el brazo de la joven en un abrazo desmedido, y su gesto comenzaba a mostrar un color violáceo, fruto de un enojo creciente. Él era el gobernador de Roma, y no iba a renunciar a aquella preciosa mujer de cabellos cobrizos. Si tenía que ser por la fuerza, Valetta sería suya.

—He dicho que vengas —bramó con un coraje ya desatado, imprimiendo a su exhorto un tono autoritario que escasamente se compadecía con las gestas del amor.

Finalmente, preso de una furia exacerbada, el General arrastró de golpe a la mujer hasta arrimarla contra su pecho. Sin saber muy bien cómo reaccionar, Valetta, terriblemente asustada, levantó un brazo y lo descargó con rabia sobre el rostro de su agresor. La bofetada sonó como un latigazo, sumiendo en una sorpresa vergonzante al General.

Éste, ligeramente aturdido, soltó a la mujer. Parecía conmocionado, como si su mente no fuese capaz de entender lo que había sucedido. Su boca permanecía abierta en actitud bobalicona, y en su mejilla izquierda, como prueba irrefutable de la iniquidad que había querido cometer, comenzaba a florecer una mancha blanquecina, envuelta por un halo rojizo.

El General tardó unos segundos en asimilar la afrenta de Valetta. Se llevó una mano a la mejilla y comenzó a palpársela con desagrado. Un calor lacerante, regalo de un menosprecio merecido, le bañaba el pómulo con saña, embargándolo de una ira que ansiaba ser desatada.

De pronto, sus ojos se vieron animados por un brillo malévolo. Sus labios se crisparon y un ligero temblor acunó su mentón. Sentía una rabia incontenible. Su mano, aquella que había hollado el fruto de su infamia, salió disparada hasta el rostro de Valetta e impactó sobre él.

Valetta cayó al suelo, casi inconsciente. El golpe había sido brutal, los oídos le retumbaban con un pitido insoportable y de su nariz manaba mucha sangre. Tenía el pelo alborotado, formando un denso velo cobrizo que mantenía su cara oculta, como un cortinaje tras el que esconderse. Por eso Miollis no pudo ver sus lágrimas.

El General bufaba como un animal encabritado, poseído por un enfado rabioso que se esforzaba por no desaparecer.

— ¡Maldita zorra! ¿Es eso lo que querías? Eh, ¿es eso? —Al hablar, escupía grandes salivazos, desertores de una boca palpitante y venenosa que huían despavoridos para caer inertes al suelo—. Ahora ya lo has conseguido, y la próxima vez no seré tan benévolo.
Valetta sollozaba con la mirada clavada en el suelo, tratando de inhalar un aire que le resultaba esquivo. En aquel momento odiaba a su padre. Por su culpa se veía obligada a soportar todo aquello. Y eso era solo el principio.

Miollis parecía más calmado. Su respiración se había normalizado y el enfado comenzaba a remitir. De pronto sentía una grata sensación de poder. Valetta estaba a sus pies, humillada e indefensa. La altivez que siempre exhibía había desaparecido de repente, y seguramente se encontraría más dispuesta a ceder a sus deseos. Desde luego, la bofetada no había sido mal gesto.

—Espero que esto te haga recapacitar, Valetta. ¡Yo soy el poderoso! ¡Yo soy el que puede conseguir que los negocios de tu padre prosperen! No lo olvides. —El General comenzó a caminar hasta la puerta del comedor. Se sentía henchido de orgullo y satisfecho por su demostración de fuerza.

— Si en algo valoras tu bienestar y el de tus padres, tu actitud cambiará.

Valetta siguió tumbada en el suelo, sumida en una rabia que apenas le dejaba vaciar su llanto. Tan solo al escuchar cómo la puerta se cerraba con estrépito, se permitió llorar.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Certamen de micros Art Gerus

A continuación, os dejo un micro que he enviado al certamen de relatos Artgerus. Ya sabéis que lo breve no se me da muy bien. En cualquier caso, aquí está.
El apunte de concurso me lo facilitó Marta Abelló, del blog "Los manuscritos del caos", que ya ha publicado uno que me ha parecido fantástico. Para ella, muchas gracias.
UN FÉRETRO PREMATURO
Su rostro se veía demacrado y exangüe, desprovisto de aquella belleza altiva de antaño que tanto habíamos admirado. Una muerte sobrevenida, sin avisos previos, se había cebado en ella, vaciándola de vida y aliviándola de pesares, como un lenitivo que le ayudase a soportar la pena.

Todos sabíamos que su matrimonio había sido un infierno y que su marido no era el hombre respetable y cariñoso que todos creían. Sin embargo, no había modo alguno de demostrarlo.

Su esposo la observaba con ojos vacuos, recluida en un féretro inmerecido y prematuro. Parecía ajeno a su muerte, como ausente, pero cuando se aproximó al ataúd, su semblante se demudó de forma grotesca. Aterrado, comenzó a gritar. Su rostro palideció de repente y sus ojos se inundaron de capilares sangrantes. Segundos después, estaba muerto.

Al acercarnos a él, medrosos por lo acontecido, pudimos ver la silueta de su mujer dibujada en el iris de su asesino, con un dedo acusador en alto.