miércoles, 16 de diciembre de 2009

Hola, amigos -vaya, menudo saludo circense-. Este post supone un cierto cambio. En él cuelgo un relato que ha escrito mi hermano -gemelo, para más señas-, que ha decidido, al fin, recuperar esa afición por la escritura que siempre tuvo. Se trata del primer capítulo de una novela que está escribiendo, y a mí me parece que puede dar mucho juego. Creo sinceramente que tiene grandes dotes para ello, pero me gustaría conocer vuestra opinión. Ya sabéis que la tengo en gran estima así que, por favor, leed y, si lo tenéis a bien, comentad.
Bueno, ahí va.
Un abrazo a todos.
EL ERROR INEXISTENTE

Capítulo Uno

Mi nombre es Saturno. Si, ya lo sé. Es ridículo en extremo, pero es el único que tengo. Las responsables del desatino fueron las monjas del hospicio de Santa María de la Merced, donde me crié y viví hasta el día en que cumplí los catorce años de edad. Sor Mónica, que fue quien tuvo la idea, se basó en que ─ como Saturno, que es el planeta más extraño del sistema solar ─, yo era el niño más ajeno a la normalidad de todos cuantos había visto a lo largo de su vida. El resto de las monjas estuvieron de acuerdo en que ese aborrecible nombre era el más adecuado para el caso, y así fui cristianamente bautizado como Saturno de Santa María de la Merced, de padre y madre desconocidos. ¿Y cuál fue ─ se preguntarán ustedes ─, la rareza que vieron en mí aquellas buenas monjas para causarme semejante faena? La explicación es bien sencilla, y puede resumirse en una sentenciosa frase: soy un mal nacido. Por favor, no me entiendan mal. No soy un hombre depravado ni poseo más cualidades vergonzosas de lo habitual. Quiero decir, simplemente, que nací mal. No hubo diferencias en el método, que supongo que sería el habitual; pero, sí en la forma.
Afirman los doctores en Medicina que todo lo que experimenta la madre
durante el embarazo se traslada, en mayor o menor grado, a la criatura que lleva en el vientre. Y lo que experimentó mi madre fue una soberana paliza que le propinó mi padre al regreso de una de sus numerosas orgías etílicas. Solía llegar a casa transformado en uno de esos odres de piel de cerdo que se usan para guardar el vino. Y en tal estado, y deshonrando a tan noble animal, la emprendía a golpes con mi madre. Como no daba abasto ella sola, y también ─ supongo ─, porque siempre es bueno el reparto “a escote”, me tragué yo una abundante ración de palos.
Les ruego me disculpen si les parece que trato el tema de un modo frívolo, pero debo hacerlo así para evitar que las lágrimas mojen el papel sobre el que escribo. A nadie le duelen más que a mí los padecimientos de mi madre, que buenas penurias me han causado, pero no me gusta refocilarme en el dolor como una plañidera; prefiero olvidarlo y rodearlo como si fuera un barrio de mala reputación, y centrarme — si es posible — en todo lo bueno y bello que la vida ofrece.
Llegué a este mundo en una de esas noches de otoño frías y nubosas. Lo hice en una cama sucia, como todo lo demás. Cuando mi padre vio que el parto era inminente corrió a avisar a Josephine Baker, la mejor y única comadrona del pueblo. —Mala cosa ser primeriza en una noche así —dijo la vieja Josephine
mientras rumiaba el enojo que la invadía—. Dais más problemas que valéis. La comadrona Baker actuaba con la habilidad de los años, que le habían regalado la experiencia pero también una aguda desidia que parecía gobernar todos sus actos. El milagro del nacimiento no tenía secretos para ella; nunca se presentaban complicaciones que no pudiese salvar, ninguna sorpresa desagradable. Pero aquella noche, cuyo desenlace se había decidido por la vía del estacazo —aquellos que recibiera mi madre—, vine yo a echar un borrón sobre el flamante expediente de la Baker.
El temblor que sacudió sus estremecidas manos mientras se esforzaba por buscar alguna configuración habitual en aquella cosa que sostenían, fue tal que a punto estuvo de dejarme caer al suelo de la habitación. —Por si no te ha llegado, ¡dos tazas! —Habría sido la bienvenida más apropiada; el primer aviso de lo que llegaría después.
Cuando al inicio del relato les advertía de mi condición de mal nacido, pretendía señalar que lo que mi madre engendró fue no más que un vano intento de ser humano, un cuerpo extraño y plagado de deformidades, una masa de carne informe que apenas dejaba entrever al bebé que se suponía había de llegar. La consecuencia de aquella infame paliza fue una cabeza plagada de valles y colinas; tal era el número, tamaño y profundidad de los badenes y baches que la poblaban, que, si bien no dañaron al cerebro, fueron causa suficiente para evitar el parecido con el resto de las testas conocidas hasta la fecha. La cara era lo más humano de todo, obviando, eso sí, el exagerado tamaño de la nariz, con unas aletas capaces de hacer que el resto del cuerpo alzase el vuelo, y la extraña disposición de la boca que parecía buscar la verticalidad. Mis piernas se quedaron en los primeros pasos de la carrera, de tal modo que los pies, casi inexistentes y extraordinariamente retorcidos, aparecían mucho antes de lo esperado. Al término de la cadera, y con no más de diez centímetros de recorrido —los ocupados por las piernas—, surgían unos pies diminutos e inservibles, como setas venenosas.
Obviamente, tal cúmulo de atrocidades corporales no pudo más que condicionar toda mi existencia. Y lo hizo desde el principio.
Cuando el llanto y los dolores propios del parto permitieron a mi madre abandonar el lecho tomó la decisión de encaminarse hacia el convento de Santa María de la Merced. Lo hizo al abrigo de la noche, esquivando la indiscreción de las farolas y las calles más transitadas. Pretendía dejarme ante la puerta de la inclusa, resguardado en una vieja canastilla con más mugre que mimbre, y con la esperanza de que las monjas, al verme así abandonado, me tomasen bajo su cuidado y me diesen el cobijo y alimento necesarios.
— Ellas —se decía mi madre, en un vano intento de convencerse a sí misma—, le darán una educación y una comodidad que de otro modo no tendrá. Le cuidarán como Dios manda y le darán todo el cariño que necesita. Seguro.
Y en éstas estaba la pobre mujer, cegada ya por las lágrimas que le caían a borbotones y con la preocupación incesante de ser descubierta, cuando todas las precauciones que había tomado en su ronda nocturna se revelaron insuficientes para procurar el anonimato que tanto ansiaba. Fue mi llanto el culpable de que Sor Ángela, intrigada por los quejidos infantiles que llegaban desde la calle, la descubriese cuando se disponía a dejar la canastilla ante el portón de entrada. Al verse sorprendida de forma tan inesperada pensó mi madre en echarse a correr calle abajo, huyendo de mí y de la monja que le daba el alto. Pero sor Ángela, a pesar de los muchos años que cargaban sus huesos y de los dolores reumáticos que la asolaban, fue más rápida que mi madre, que se vio arrastrada hacia el interior del hospicio sin poder hacer nada para evitarlo. Dos minutos después del forcejeo —los que tardó Sor Ángela en tranquilizar a mi madre—, estaban las dos mujeres sentadas en el salón principal del convento, dejándose acariciar por el calor de las brasas que crepitaban suavemente en la chimenea.
Estuvieron así hasta que la luz del alba les indicó que las palabras ya no servían, y que el rumbo y la determinación de mi madre no iban a variar. La pobre apenas tenía argumentos que oponer a los de la monja, que no cesaba de hablar del amor de la madre hacia su hijo y de los sacrificios que el Señor impone. Eran conceptos demasiado lejanos para quien descubre, espantado, que la desesperanza ha terminado por atraparle y gobierna ya toda su vida. En ocasiones, ya vencida y derrotada, mi madre me señalaba con el dedo. — Mírele usted —decía con la voz quebrada por el llanto—, ¿qué voy a hacer? ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Su mente se llenaba de imágenes de un futuro aterrador, condenado por una existencia que la castigaría eternamente y de la que sólo podría escapar manteniéndome lejos.
— ¿Y él? —opuso Sor Ángela, dirigiendo una mirada inquisidora a mi madre, que no cesaba de llorar—. ¿Podrá perdonarla algún día? — Mírele, madre —respondió ella—. Le he dado la vida. ¿Cómo podría hacerlo?
Y todo quedó decidido.
El día de mi llegada a Santa María de la Merced, Sor Ángela convocó a todas las monjas a una reunión para que me viesen y supiesen lo que se les venía encima.
— No será fácil —afirmó Sor Margaret, muy seria, mientras me observaba con expresión curiosa dentro del capacho en que mi madre me había llevado al hospicio—. Me refiero a su educación. Y a sus cuidados… — Todos son iguales a su edad —sentenció Sor Ángela—. No importa cómo sea su rostro, ni su cuerpo. Todos necesitan lo mismo: comer, que les den el biberón y les cambien los pañales. Sólo eso. — Al menos —llegó a decir una de las monjas—, es seguro que el buen Señor tendrá la bondad de llevárselo pronto a su lado. Pobrecito…
Les parecía imposible que mis deformidades físicas no tuvieran una correspondencia dentro de mi organismo; algún defecto congénito y mortal que no tardaría en manifestarse para llevarme de este mundo. Pero, se equivocaron, y —aunque no mucho—, pude crecer rodeado de hábitos y de niños, sano y fuerte, listo y temeroso.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Un tacto tibio


UN TACTO TIBIO

¡Qué crueles son los días que me ha tocado vivir! ¡Qué incierto se me antoja el destino!

Ahora, atenazado por deudas de juego, perseguido por unos acreedores correosos e infalibles, y desprovisto de bienes con los que satisfacer sus bestiales requerimientos, no me queda otra opción que poner tierra de por medio, olvidar el coraje y la galanura, y correr como un conejo.

Quizás mi orgullo se vea perjudicado ante semejante modo de actuar, sí. Pero bueno es un pellejo sano, y bálsamos habrá para enjugar las heridas de la ignominia.

Odio, no obstante, comportarme así, pues la gallardía y el coraje han blasonado siempre mi estirpe, y la huída indecorosa nunca estuvo bien vista por mis insignes antepasados. Sin embargo, consciente como soy de que sus espíritus no se removerán inquietos en sus tumbas, decido iniciar mi vergonzante retirada, plena de desdoro pero ahíta de esperanza.

¡Huyo! Huyo para salvar mi vida, y no albergo otro deseo que el de salvaguardar unos huesos a los que la edad me ha enseñado a amar. No obstante, y aun a sabiendas de que mi proceder es el correcto, todavía siento una intensa punzada de rabia por esa suerte que me ha resultado esquiva.

Han sido tan caprichosos los designios, tan absurdo el reparto de la fortuna, que aún permanece en mí una acusada tendencia al desquite, un íntimo deseo de esgrimir una buena mano; una que me otorgue unas cartas que hagan justicia a mi afamada habilidad y me permitan vengar la afrenta sufrida ante unos jugadores mucho menos dotados que yo.

¡Ay! ¡Cuánto daría porque esto se hiciese posible! Cuánto por ver los rostros demudados de mis rivales, vaciarles los bolsillos y reírme ante ellos, en justa respuesta a sus burlas anteriores.

¡Dios! ¡Qué bello sería!

Sé que me siento atribulado por lo incierto de mis perspectivas; sé que mi ánimo actual no es el idóneo para dirimir esta incógnita que me acucia, pero no dejo de pensar en el injusto comportamiento de los hados. ¿Hay acaso alguien tan merecedor de su concurso como yo? ¿Alguien tan digno, tan osado?

¡No! ¡Por supuesto que no! Y sin embargo ellos, tan divinos, tan etéreos, se congratulan en depararme un escarnio vergonzoso, rebosante de vituperios sociales, ante el que nada puedo hacer

Ya oigo cómo se aproxima el tren. Su penetrante silbido me golpea como un aldabonazo, me devuelve a una conciencia acobardada y me obliga a huir en pos de una vida más larga y saludable. Debo huir. Sé que debo hacerlo. Y sin embargo…

Me arrebujo en mi gabán, algo destemplado ya. Desconozco si la causa de mis estremecimientos es la baja temperatura o la falta de arrojo. Pero siento frío. Introduzco las manos en los bolsillos. Y ahí están. Mis últimas fichas; aquellas que resistieron los duros embates de una fortuna huidiza y se resguardaron, al calor de la franela, de unos ataques escasamente compasivos; aquellas que me devolvían la pasión y ahora me producen un bronco palpitar.

Sé que son pocas. Muy pocas. Pero su tacto es tibio, y yo siento frío. Y aún están ahí. Quizás sea una señal de que mi suerte va a cambiar. Quizás pueda echar una última mano, tan solo una, y así descubrir si el aciago destino que ha conducido mi vida se ha retirado al fin. Quizás sea mejor no coger ese tren.

¿O no?