domingo, 14 de marzo de 2010

Mi abuelo, el contador de historias







El abuelo se había ido como por ensalmo, sin apenas decir un ay o un adiós, expeliendo su último aliento con la parsimonia o la quietud de aquel que se va en paz. Su rostro se había vuelto cadavérico, macilento y exangüe, como esas gárgolas marmóreas que observan al viandante desde el privilegio de las alturas, de ojos ocultos, arrebujados tras unos parpados gruesos de vejez. Y sin embargo, aún mantenía aquella expresión de placidez que yo siempre recordaba.

Era el abuelo un hombre recio, firme como una piedra y quizás tan tosco como ella, aunque ferviente cristiano y blandengue de interior. Había sido, además, un magnífico orador, un espléndido charlatán, muy dado a largas peroratas y discursos rebosantes de un idioma goloso, acaparador, que parecía querer aprehender hasta el último de los detalles y regurgitarlo en forma de verbo florido o ripio más o menos afortunado.

Al abuelo le encantaba contar historias. Tras haberse deslomado en los campos, hollando una tierra escasamente fértil que no le daba más que disgustos, y después de haberse aseado adecuadamente, solía dirigirse a la taberna del pueblo, apenas un garaje de cales desconchadas y humedecidas, donde se reunían los cuatro o cinco viejos que por aquel entonces quedaban en el pueblo. Allí fumaban unos cigarros gordezuelos, muy toscos, que parecían cosidos a sus labios, como desafiantes de una gravedad quizás ausente y plenos de hebras negruzcas y mal prensadas que exhalaban un humo denso, blanquecino, que terminaba por acumularse bajo la techumbre. Al mismo tiempo, para paliar la sequedad que les amargaba el velo del paladar, los del pueblo vaciaban pequeñas jarras de un vino espeso, abundante de posos violáceos, que Fermín, el posadero, perpetraba en unas barricas contaminadas de podredumbre. Durante la fermentación, Fermín solía verter en las cubas gruesos trozos de tocino, rancios y amarillentos, que proporcionaban al caldo una textura untuosa, un cuerpo sabroso, muy apreciado por sus vecinos.

El ambiente en la taberna era cordial, casi familiar, y allí, entre volutas rizadas y olorosas, y regustos dulzones y engrasados, mi abuelo contaba sus historias, sustitutas de una radio aburrida o una televisión inexistente. Se acodaba en el mostrador de madera, junto al frigorífico donde yacían las Coca colas, miraba a su reducido auditorio —cada vez más reducido—, expelía una bocanada suave y comenzaba a hablar, manoseando sin cesar una estilográfica de laca raída, que siempre lo había acompañado.

Eran narraciones extensas, casi todas sin final, que musitaba con aquella voz grave, maltrecha de toses y esputos, que parecía provocarle un intenso dolor. Acostumbraba a comenzarlas por la mitad, como si los orígenes no tuviesen importancia, por lejanos, y profería extensos circunloquios, a veces muy desorientados, hasta que se aproximaba a la conclusión. Una vez llegado a ese punto, se callaba, bebía un trago de aquel vino denso y azulado, y murmuraba: “el final no importa; es triste, como siempre, y nosotros ya somos viejos”.

Entonces, sus amigos sonreían. — ¿Cuándo contarás el final? —preguntaban, a pesar de conocer la respuesta—. ¿Para qué? —contestaba él—. Ya os he dicho que es triste, y si no os lo cuento, tal vez podáis imaginar vosotros uno distinto. —Entonces sonreían todos, vaciaban las jarras de golpe y se marchaban para casa, sin necesidad de despedirse.

Y así seguían, día tras día, en una ceremonia cotidiana que los aliviaba de los pesares de la soledad, de esa soledad impuesta por un progreso absurdo e imparable, que terminaría por dejar el pueblo vacío. Y así día tras día, entre largas jornadas de cava y de siega, entreveradas por aquellos gratos momentos de asueto en los que las historias se convertían en protagonista; y así día tras día, entre amigos ya ancianos, gregarios de un hombre al que le gustaba hablar, que ya habían renunciado a conocer aquellos finales tristes.

Hasta que se fueron muriendo.

Uno tras otro, vencidos por una vida bien vivida, sucumbían a los años, mientras sus amigos, cada vez menos, cada vez más viejos, continuaban reuniéndose en aquella taberna de pueblo para escuchar a mi abuelo, para fumar aquellos cigarros gordezuelos y beber aquel vino untuoso y azulón. Quizás la imaginación de éstos también sucumbiera, y aquellos finales tristes, ignorados por el narrador, no se vieran sustituidos por otros más felices. Quizás, la esperanza también acababa falleciendo.

Finalmente, sólo quedó mi abuelo, en un pueblo vacío, lleno de recuerdos. Y su voz, maltrecha de toses y esputos, se fue apagando, huérfana de historias y de público; huérfana de amigos. Hasta que también él sucumbió. Tal vez, le hubiese llegado la hora; tal vez, sin amigos, sin historias, sólo con finales tristes, no tenía sentido vivir.

Acurrucado en el féretro, mi abuelo descansaba. Entre sus dedos nudosos, sinuosos de artritis, bajo la bóveda esquelética que formaban, se ocultaba aquella estilográfica, de laca raída y desconchada, que tantas veces había sido testigo de finales por decir.

Tal vez, ella pudiera susurrarme aquellos finales felices, tantas veces imaginados por los amigos de mi abuelo. Tal vez, pudiera susurrarme alguna historia.