viernes, 25 de junio de 2010

Presentación de "Los crímenes de Avignon"











Fue en Vigo, el 18 de junio, en un edificio majestuoso cuya historia alguien debiera contar. Fue, os lo aseguro, la consecución de un sueño.







viernes, 11 de junio de 2010

"Los crímenes de Avignon" (extracto)


Siguiendo los consejos de Blanca...

Los Crímenes de Avignon




INTRODUCCIÓN


Años atrás, cuando su mente aún no se había visto teñida por demonios o maldades, cuando sólo era un artista prometedor, sus manos parecían las de una dama: finas, con las uñas limpias y bien recortadas y la piel blancuzca y muy tersa. Hoy, sin embargo, sus dedos eran huesudos y tortuosos, como sarmientos erráticos, herederos de un sol esquivo e inalcanzable, y su piel, antaño tan clara, tan suave, ahora se veía resquebrajada por la aridez de la piedra y la dureza del buril.
Pese a ello, no le importaba.
Lo único que contaba era lo que podía conseguir con ellas, la perfección de las obras y la vida que parecía brotar de sus pequeñas esculturas.
Y aquella era, sin duda, la mejor.
Tal parecía que estuviese acariciando aquella pequeña loseta de alabastro, fría y brillante como una estrella, y al menos tan bella. Golpeaba el buril con suavidad, temeroso de quebrar aquella pátina oscura que tanto le gustaba trabajar, y con cada golpe, con cada pequeña incisión, la figura iba cobrando vida, como si una fuerza superior le insuflase un aliento divino o le propinase un azote que le hiciera trasponer ese umbral que es el nacimiento.
Plic, plic, plic…
Pequeños fragmentos de color negro iridiscente moteaban la mesa de trabajo. Tal vez, más tarde los machacase y moliera para emplearlos en alguno de sus cuadros. Tal vez los desechara, como acostumbraban a hacer con las vidas ajenas aquellos a los que obedecía. Pero eso lo decidiría más tarde, cuando la escultura estuviese rematada y la Hermandad tuviese al fin su obra más deseada. Sí. Finalmente la tendrían. Él lo haría posible, tallando un ominoso bajorrelieve en el que se reflejara todo el daño, todo el horror que éstos podían producir.
Plic, plic, plic…
La figura ya se podía ver con claridad. Era una obra maestra, sin duda, pero había que estar loco para contemplarla sin notar una profunda repulsión. En aquella negrura pétrea parecía habitar el mismísimo demonio, semioculto en su interior; aguardando a que el talento del escultor se volcara sobre la piedra que lo envolvía y así lo librara del presidio en el que se hallaba. Maldad en estado puro, librándose de las escorias que lo constreñían para mostrarse en su inicuo esplendor.
La silueta sobresalía apenas un par de milímetros, casi como una tumefacción o una erupción cutánea; el protagonista yacía en el suelo, con el rostro vuelto hacia su verdugo, y su espalda, descarnada por las cuchilladas que éste le asestaba, parecía encresparse por el dolor.
Plic, clic, clic. Unos golpecitos más; otra cuchillada despellejando aquella espalda desnuda.

Absorto en su obra, el escultor parecía obnubilado por aquellas pequeñas escarificaciones que el punzón dejaba a su paso. Una sonrisa enloquecida asomaba a sus labios, húmedos de pasión y frenesí, y sus ojos, desmedidos, casi histéricos, se clavaban con fijeza en la loseta, encarcelados por un influjo creador que no les permitía escapar. Para él no había más mundo que la piedra que mellaba a golpecitos; nada más importante que aquello, nada más embriagador ni absorbente; tan solo piedra negra, surcos escarbados de crueldad que recreaban los rasgos de la muerte o el horror, rostros descompuestos, lágrimas de pena y sangre oscura, contagiada por el polvo de alabastro.
La obra sublime de una mente genial; la obra sublime de un hombre enloquecido



Avignon, 14 de enero de 1358

La celda era muy oscura, casi negra, y estaba formada por gruesas paredes de piedra rebosantes de humedad. Un buen número de manchas las teñían de ocres y parduscos, pero apenas se vislumbraban entre las tinieblas. El pobre anciano, tumbado sobre un viejo jergón moteado de rotos y costurones, temblaba como un junco doblegado por el viento, aterido por el frío y el temor. Su muerte estaba muy cerca; apenas un leve hálito animaba sus pulmones, pero aún se mantenía con vida.
Su cuerpo, delgado y largo como un huso, no estaba en condiciones de soportar por más tiempo las torturas a las que era asiduamente sometido; sin embargo, su fortaleza de espíritu, su férrea voluntad y su gran amor por Dios le habían permitido aguantar con estoicismo tanto dolor. La resistencia que demostraba mantenía perplejos a sus raptores. Jamás habían presenciado tal proeza, tanta fuerza, pero al fin tendría que llegar lo inevitable.
Su mente se hallaba muy lejos de allí, en un lugar donde el horror no tenía cobijo; en un lugar sin paredes negras. Tal vez estuviera recluida en la vieja abadía que tanto añoraba, donde se sentía fuerte y protegido, rodeado por seres queridos que lo cuidaban y lo apartaban de las penas y el dolor. Aquella abadía…
Sí. Si en algún lugar se encontraba a gusto, éste era el monasterio…
Aún podía ver con claridad las nutridas huertas que cultivaba junto a sus hermanos, ahítas de tierra negra y agua, donde vertía su esmero en las hortalizas y los frutales; la legendaria biblioteca, su estancia preferida, donde se acumulaba toda la sabiduría del hombre, o su vieja habitación, austera pero acogedora, donde nada le era ajeno y siempre se encontraba tan cerca de Dios.
Aquella vieja abadía era su vida; lo había sido durante más de sesenta años, desde que, siendo casi un niño, y para goce suyo y de su familia, había ingresado en la orden. Allí se había hecho un hombre, se había labrado un nombre —un buen nombre—, y había alcanzado el éxito. Allí, en aquella abadía, había sido feliz.
¡Dios, qué recuerdos!
Tal vez, en esos recuerdos encontrase el necesario consuelo ante la muerte. Tal vez. Pero, por desgracia para él, eran tan solo recuerdos.
Al cabo de unos segundos, rompiendo el opresivo silencio de la noche, un prolongado crujido sobresaltó al anciano. Sin moverse de su catre, entreabrió los ojos para observar a los hombres que en ese momento se aproximaban a él.
A pocos metros de distancia, ensoberbecidos y arrogantes, sus enemigos lo contemplaban.
—Buenas noches, Santo varón —saludó con sorna uno de los visitantes, un hombre tocado con una larga túnica marrón ricamente brocada, por la que se adivinaba su elevada posición social.
—Regresáis como las hienas, señor, aproximándoos a vuestras víctimas durante la noche —sentenció el anciano, incorporándose lenta y pesadamente del catre hasta situarse frente a sus captores—. ¿Sois vos, señor Conde, quien así se cierne sobre su cautivo?
De pie, inmóvil en mitad de la estancia, con el cuerpo tan lacerado que difícilmente conseguía mantenerse erguido, el anciano vio cómo el rico caballero se aproximaba hasta él.
—El día del juicio ha llegado para vos, anciano, así que déjese de monsergas. Si el escaso discernimiento os lleva a persistir en vuestra negativa a reconocer los mandamientos de la Hermandad, y así renegar de Roma, estaré encantado de presenciar el estertor final de su Ilustrísima —amenazó con una voz grave y profunda el Conde, alzándose sumamente erguido delante del anciano.
—Renegad de vuestras creencias; abjurad de ellas y nos ahorraremos la triste visión de la tortura —dijo, acariciándose un enorme solitario de oro que refulgía en la tenebrosa oscuridad de la celda.
—En vano insistís, Excelencia. Si el Altísimo ha puesto esta prueba de fe en mi camino, gustoso estaré de aceptarla, aunque ello suponga mi muerte. Jamás conseguiréis que renuncie a Dios.
El anciano mostraba un coraje extraordinario; la proximidad de la muerte parecía no hacer mella en él, y el dolor de la tortura se le antojaba un mal insoslayable que debía soportar con la mayor de las enterezas.
—Si ese es su deseo, sea pues, Pater. Será un placer presenciar vuestra agonía. Llevadlo a la cámara —ordenó a los hombres que lo acompañaban—, y seamos testigos de la muerte de un cristiano.
Los dos hombres que acompañaban al Conde agarraron al anciano por los brazos y lo obligaron a caminar a base de empellones.
Minutos después, comenzaría la tortura.


(Continuará…si ustedes lo desean)

domingo, 6 de junio de 2010

Los crímenes de Avignon

¡Ya está aquí! ¡Al fin ha llegado!
El próximo 18 de junio, en la sala da Xuventude del Ayuntamiento de Vigo, se celebrará la presentación de "Los crímenes de Avignon", publicada por Doble Hache. Aún no me lo creo, pero ya es realidad; sólo tengo que acostumbrarme a ello.
Me encantaría que estuvieseis allí, acompañándome en ese momento tan importante; sinceramente, os echaré de menos. Siento que vosotros, de quienes he aprendido tanto, sois también artífices de esta novela. Muchas gracias por vuestro apoyo; muchas gracias por vuestra amistad.

A continuación, os dejo un enlace en el que se pude ver la portada y las características de la publicación; pulsando sobre el título, podréis ver el dossier de venta. Espero que os guste.
El diseño es obra del dibujante Francisco Iglesias Vieitez, Quisco, uno de los colaboradores habituales de Horror Hispano y, como veis, un artista genial.
http://www.doblehache.org/Catalogo/coleccion%20novela.html

Si alguno de vosotros desea adquirirla, no tiene más que seguir ese enlace.
En próximas entradas, os iré mostrando alguna de las apariciones en prensa que la publicación ha ido motivando.
Muchas gracias y un abrazo. Sin vosotros, no hubiese sido posible.