Espero que os guste. Lo escribí hace unos meses para un certamen que resulto fallido (para mí, claro)
EL SEPULTURERO DE ALICANTE
Se llamaba Juán Luis Huidobro, era alicantino y tenía cuarenta y siete años en el momento de su muerte, aunque su aspecto enfermizo y avejentado se encargase de contradecir tal afirmación.
Su cuerpo era enjuto, casi amojamado, como esos cueros avejentados que se endurecen tras una mojadura, y una pequeña joroba, resultado, sin duda, de las fatigas y rigores de su trabajo, interrumpía su verticalidad de forma brusca, haciendo que pareciese sumiso o galante en exceso.
Tenía los ojos pequeños y vivarachos y los labios grandes y sobresalientes, como si se hubieran negado a arrimarse a aquellos dientes embrutecidos por el desorden higiénico y se hubieran retirado por el asco que les producían.
Sí, ya sé; quizás pueda resultar una descripción fantástica o poco verosímil, pero les aseguro que era tal y como les cuento, sin añadidura alguna de imaginación o mentira. Era, podríamos decir, uno de esos personajes destacables de entre el común, de esos que llaman la atención sobremanera y nos incitan a girar la cabeza a su paso, por temor a perdernos algo inhabitual y llamativo.
Tenía, además, mucho de misántropo y esquivo, pero unas buenas dosis de aguardiente o de cualquier otra bebida espirituosa reblandecían sus resquemores y barreras de forma ciertamente eficaz.
Fue precisamente de ese modo, entre los vapores alcohólicos que huían despavoridos de su boca y las volutas azuladas que brotaban de mi habano, como me contó su historia, la cual, para desazón de quien esto pueda leer, constaté como cierta.
La conversación transcurrió tal día como hoy, treinta de octubre, apenas unas horas antes de que comenzara la noche de difuntos, en una taberna de Alicante cuyo nombre, por no extenderme en detalles inútiles, no mencionaré.
Me contó que se ganaba la vida como sepulturero, extremo que yo conocía tras haber coincidido con él en las numerosas ceremonias funerarias que mis obligaciones sociales me imponían; que aquello no era tan malo, que el esfuerzo no era excesivo y el desempeño ciertamente fácil, pues se limitaba a excavar las tumbas, cubrirlas de nuevo y vigilar que nada ni nadie alterase el debido sosiego que en esos lugares debe imperar. Contó, además, que el sacerdote le había ofrecido una vivienda allí mismo, en el cementerio, para mayor control de sus obligaciones y menor deterioro de su bolsillo. Resultaba apenas una cabaña, insuficiente para una familia pero decorosa para un hombre solitario y acomodaticio, así que vivía feliz y tranquilo, sin problemas ni sobresaltos.
Los días transcurrían plácidos y calmos, y el salario, aunque escaso, le permitía echarse al coleto cuantos tragos fueran suficientes para olvidar el pasado.
Ante mi extrañeza, me explicó que su mujer había fallecido dos años antes, y que su hija, la única que habían conseguido, permanecía recluida desde entonces en un sanatorio mental, adormecida por los sedantes y aletargada por el dolor.
Al instante, recordé la historia que tanto tiempo había circulado por la ciudad. Por lo que decían, la niña se había vuelto loca, completamente loca, y, tras varios episodios de demencia en los que su carácter, normalmente apacible, siempre se tornaba en iracundia, había terminado por acuchillar a su madre.
Naturalmente, pues soy hombre educado y sensible al dolor ajeno, me abstuve de hacer comentario alguno sobre aquel desafortunado incidente, así que me limité a musitar una breve frase de consuelo, apenas un formulismo, y aspiré una nueva bocanada de humo.
Recuerdo que me miró; clavó aquellos ojos vivarachos y luminosos sobre mí y esbozó una sonrisa, enorme como su boca y triste como su aspecto.
—Ya no tiene importancia —Tenía la voz pesada, muy grave, anclada en el recuerdo.
—¿Cómo? —pregunté yo, que no entendía el tono de aquella aseveración.
—Hoy acabará todo. Ya lo verá. Hoy he enterrado a mi hija —Me miró de nuevo, sonrió y se llevó la copa a los labios.
Aquello me dejó mudo. Allí estaba yo, hablando con un hombre que, tan solo unas horas antes, se había visto obligado a enterrar a su propia hija. De pronto, me sentía torpe y estúpido, incapaz de concebir el dolor o la desolación que el pobre Juan debía sentir; no acertaba a comprender cómo aquel hombre de aspecto enclenque, alicaído y desaliñado podía soportar con tanta entereza una situación tan terrible como aquella. Y ello hacía que sintiera una repentina simpatía hacia él.
Sin embargo, sus últimas palabras eran aterradoras.
Juan estaba pensando en suicidarse, acabar con todo, despedirse de su hija y poner fin a su dolor.
¡Y yo no podía consentirlo!
Alarmado, pregunté:
—Juan, ¿qué es eso de que esta noche acabará todo? ¿A qué se refiere? No estará pensando en cometer una estupidez, ¿no?
Su mirada volvió a cobijarse en aquella copa que tenía frente a sí, refulgente de tonos cobrizos, abundante de posos negruzcos...
Suspiró.
Y comenzó a hablar.
—No se preocupe. No se trata de lo que está pensando —respondió—. Se lo contaré. Ya no tiene importancia y nada habré de cambiar con ello. Ya nada tiene solución.
Le miré extrañado. Él bebió un nuevo trago de aguardiente y continuó hablando.
—La de hoy es la noche de los espíritus, cuando regresan a la vida y vuelven a hollar la tierra que les fue vetada por la muerte, cuando se reencuentran con los suyos, con aquellos con los que aún tienen cuentas pendientes; cuando viven otra vez...
—¿Qué?
—Sí, no se sorprenda. Lo he visto muchas veces desde la ventana de mi cabaña, retrepado tras las cortinas, temeroso de ser descubierto pero incapaz de escabullirme por no perder detalle de tan fantástico desfile. Regresan del mismo modo que murieron, vistiendo los mismos ropajes y con idénticas mutilaciones que lucieron en vida, aunque ciertamente más ajados y descoloridos.
—Perdóneme, pero…
—¡No, por favor! ¡Déjeme continuar, se lo ruego! Es importante. Ya que he comenzado, deseo acabar.
Por no contrariarlo, hice un gesto de asentimiento.
—Verá, las espléndidas vestimentas con los que los enterramos son entonces telas raídas, deshilachadas y ennegrecidas por la exhumación, y sus cuerpos, aquellos que siempre recordamos con cariño, con amor, hasta con pasión, lucen descompuestos por la putrefacción, abundantes de jirones y excrecencias tumorales, pústulas y llagas nutricias para la fauna cadavérica. —Hablaba con aspavientos, enfatizando cada una de las frases que pronunciaba con un tono de suma gravedad—. Cruzadas las doce, desalojan sus túmulos, recorren el cementerio y lo abandonan en busca de aquellos con quienes han de encontrarse. Más tarde, apenas unas horas después, antes de que el sol se deslinde del horizonte, regresan de nuevo, tal vez con el objetivo cumplido, tal vez por cumplir.
—¿y si no lo cumplen? —pregunté yo.
—¡Hummm! Si no lo cumplen…regresan el año siguiente. Y así un año tras otro, hasta que, finalmente, consiguen aquello que desean.
Ya no sabía cómo considerar aquello. Sin duda, parecían las desmesuras de alguien trastornado, pero…
—Bueno, ahora he de irme. Lo siento —dijo de repente, con un tono de derrota en la voz.
Al momento, dio un gran trago a su copa de coñac y se incorporó.
— ¡Espere! —insistí yo—. Usted dice que sólo vuelven aquellos que tienen causas pendientes, pero, ¿por qué habría de regresar su hija? Tan solo era una niña.
Juan se giró lentamente, me miró a los ojos —ya no parecían tan alegres— y respondió:
—Porque maté a su madre.
Casi di un respingo en la silla.
Juan se volvió de espaldas, en silencio, y se dirigió hacia la salida de la taberna. Llevaba un paso vacilante, lastrado de remordimientos.
Al llegar a la puerta, se volvió hacia mí y dijo:
—Si desea comprobarlo, acuda esta noche al cementerio. Yo estaré allí.
Y desapareció, dejándome con el bosquejo de una réplica en los labios.
Las horas siguientes las pasé sumido en la zozobra. La historia era fabulosa y, por supuesto, no la creía en absoluto. Sin embargo, algo me decía que debía acudir a la cita.
Más por temor a que Juan cometiera una estupidez —pues ya le había cogido cierta simpatía—, que a la curiosidad que el asunto había suscitado en mí, acudí esa noche al camposanto.
He de confesar, no obstante, que, pese a mi incredulidad, sentía cierto miedo. Sabía que era ridículo, pero no podía evitar encontrarme así.
La noche estaba oscura, opacada por una bruma densa y muy húmeda que calaba a uno hasta los huesos; la calle, silente y solitaria, y mi corazón, siempre calmo y apacible, latía con un ritmo cada vez más bronco y desbocado.
La casa de Juan se encontraba en el extremo opuesto a la entrada del cementerio, por lo que, para llegar hasta allí, debía cruzar interminables pasillos de tumbas y panteones, lo que no contribuía en demasía a calmar mis nervios.
Pueden ustedes hacerse una idea de lo que supone transitar por un cementerio en una noche como ésa, con la mente enfebrecida por una historia aterradora y las tripas constreñidas por la inquietud que las últimas palabras de mi recién estrenado amigo me habían producido.
Cada uno de los cipreses y enebros que me encontraba en el camino se me antojaban espectros o figuras demoníacas, y cada uno de los querubines que vigilaban los mausoleos de los más pudientes parecían a mis ojos seres grotescos, horripilantes, que se hubieran apostado allí a la espera de abalanzarse sobre quien se atreviera a cruzar por allí.
Todo estaba en silencio; tan solo se escuchaba mi respiración, el canto ocasional de un grillo o una lechuza y el crepitar constante de mis pasos sobre la gravilla que cubría los caminos.
Una luna llena, lechosa y difusa, parecía adivinarse entre la niebla que se acumulaba sobre mi cabeza, como un faro de escasa utilidad.
Tras la fila de panteones, opulentos y ensoberbecidos, comenzaron a vislumbrarse los enterramientos; modestos, casi humildes, apenas unas lápidas salpicadas o unos crucifijos de reducidas dimensiones. ¡Qué cruel es el recuerdo! ¡Qué triste es el olvido!
El canto de una lechuza me devolvió de nuevo a la realidad. Intenté apurar el paso, pues no deseaba estar allí más tiempo del estrictamente necesario, entre noche, miedos e imaginaciones, y a los pocos minutos, sofocado como un peregrino descreído, pude divisar la cabaña del guardia.
Era una casa pequeña, con las paredes encaladas y la cubierta de teja. La puerta estaba abierta, y a través de la abertura se podía ver algo de luz, muy tenue, casi mortecina y palpitante, como la que produciría una vela enflaquecida por el viento.
Decidí acercarme un poco más y comprobar si mi amigo Juan se encontraba bien, pero contemplar aquel ribete luminoso no era un presagio en exceso halagüeño.
De pronto, mi ánimo pareció enflaquecer. Mis pasos se tornaron mucho más lentos, indecisos y temblorosos, y mi voz, muy entorpecida por el miedo, no hacía sino murmurar breves increpaciones por temor a se descubierto por Dios sabe qué cosa.
El halo de luz que parecía envolver la cabaña se hacía cada vez más difuso y etéreo, y las formas de ésta cobraban, a su vez, una nitidez mayor.
Una vez hube llegado hasta la casa, me situé junto al pomo de la puerta —una vieja manilla de latón—, lo sostuve entre mis dedos y suspiré con fuerza, como un intento de aunar todo mi coraje en aquellos dedos trémulos y entumecidos por el frío.
Recuerdo que la abrí muy despacio. Intentaba evitar que un quejido herrumbroso de los goznes delatara mi presencia, pero, para mi sorpresa, las bisagras no hicieron ruido alguno.
La rendija adquirió mayor dimensión…
En un escorzo rebosante de miedos y cobardías, me asomé para contemplar el interior de la vivienda. Y lo que allí pude ver me dejó helado.
Juan yacía muerto en el suelo, con la camisa desabotonada y ovillada en torno a las axilas y los pantalones sucios de terror, orinados en la entrepierna.
Unas huellas de barro, abundantes de agua, llegaban hasta él…
¡Cerré los ojos! No sentía fuerzas para contemplar aquella escena, pues si de algo me había dado cuenta era de que aquello no era el resultado de un suicidio, sino de un asesinato.
Unas letras ennegrecidas rasgaban su pecho con una caligrafía distraída y poco elaborada, como la que poseería alguien de escasa cultura y estudios; quizás…alguien muy joven.
Musité una oración por su alma y abrí los ojos de nuevo.
Hoy comprendo mi estupidez, pues era ciertamente plausible que el asesino aún continuase allí, al acecho, pero, en aquel momento, mi recuerdo estaba con el fallecido, y no con mi seguridad personal.
Intenté reunir el valor necesario. Permanecí allí unos segundos, inmóvil y en silencio. Luego me acerqué.
Los brazos de Juan estaban extendidos como los de un Cristo yaciente, y sus ojos, que aún recordaba vivarachos, se abrían de forma desmesurada, como si se hubiese negado a apartar de su vista aquellos instantes últimos y tan trágicos.
Compuse un esbozo de desprecio y me incliné a su lado.
Las letras parecían impresas a fuego, como si alguien hubiese empleado un hierro candente para deletrear aquella leyenda ominosa que rasgaba su piel. Pequeños festones de piel chamuscada rodeaban cada una de las heridas, y su carne, ajada y entintada de carmesí, aparecía ahora al descubierto, perpetuando en mi memoria un mensaje aterrador.
¡Asesino! Ésa era la palabra que alguien había escrito sobre el cuerpo de Juan.
¡Asesino!
Una duda terrible me asaltó. ¿Habría sido su joven hija, rediviva y obsesionada por el rencor, quien causara la muerte de su padre? ¿Era aquello posible?
Obviamente, aquella idea me parecía ridícula —hasta estúpida—, pero, al mismo tiempo, me veía incapaz de apartarla de mi mente.
¿Estaría ella cerca de mí, contemplando cómo rezaba por el alma trastocada de su padre?
¡Dios! ¡La simple idea me aterrorizaba! Sin embargo, debía permanecer tranquilo y con la cabeza asentada.
Me persigné con el mayor de los respetos y abandoné la cabaña, asegurándome de que había dejado todo tal y cómo me lo había encontrado. Apuré el paso hacia la salida; las lápidas y crucifijos parecían desfilar junto a mí…
De pronto, algo llamó mi atención. Quizás fuera un ruido, no sé; quizás, algo que había visto por el rabillo del ojo. El caso es que me giré, y les aseguro que jamás podré olvidar aquella silueta brumosa, desvaída y harapienta que divisé a escasos metros de mí.
Era apenas una chiquilla, de unos catorce o quince años, que vestía un vestido de gasa blanca. Tenía el pelo rubio y alborotado, ligeramente mecido por el viento que recorría el camposanto, y su rostro, claro y rubicundo, estaba ahora ennegrecido por el barro.
Por un instante, me pareció que sonreía; fijó sus ojos en mí, me contempló con cierta candidez, casi…como un querubín…Al cabo de unos segundos, continuó con su labor.
Su cuerpo semejaba estar semienterrado en la pradera de las tumbas. Permanecía sentada, con el cuerpo enhiesto y amortajado de tules sucios y raídos. A su alrededor, varios cúmulos terrosos, provenientes, sin duda, de una exhumación.
Comenzó a mover los brazos con rapidez. Hundía sus pequeñas manos en los montones de tierra y los removía, atrayéndolos hacia sí…
¡Dios! ¡Estaba aterrado! Mi cuerpo permanecía paralizado por el horror, y mi mente, incapaz de enfrentarse a semejante escena, pareció negarse a asimilarla.
Al instante, caí desfallecido.
Me encontraron al día siguiente, enfebrecido y casi paranoico, musitando una extraña letanía sobre muertos, resurrecciones y venganzas postergadas.
Por supuesto, nadie me creyó, y yo me vi obligado a pasar un tiempo apartado de todo.
Con el paso de los meses, intenté convencerme a mí mismo de que aquello no había sido real, de que había sido fruto de mi imaginación, del cansancio o el temor que se había cebado en mí; quizás, un exceso de bruma, densa y juguetona, que hubiera cobrado una forma curiosa. No sé…
Hoy, sin embargo, sé lo que vi. Y aunque soy consciente de que puedo parecer un loco, he decidido confesar lo sucedido.
Por ello continúo contando la historia de Juan Luís Huidobro, sepulturero de profesión y asesino confeso que sucumbió por una venganza póstuma, y continúo, por tanto, siendo víctima de las burlas de aquellos a quienes se la cuento.
Sé que no me creerán, y, a decir verdad, no me sorprende. Sin embargo, créanme, se lo ruego. La muerte no es el fin.
Al menos, durante la noche de difuntos.