martes, 21 de abril de 2009

La mansión Mayer (2)

Armados de un falso escepticismo del que solían hacer gala, y grandes dosis del valor necesario para encarar tal ingrata faena, hacia allí se dirigieron el maestro, el farmacéutico y el cura párroco. Traspasaron el alto muro de piedra que rodeaba la finca, avanzaron hasta la mansión y la observaron durante unos minutos. La casa se hallaba en completo silencio. Las puertas y ventanas seguían tapiadas, como siempre lo habían estado, y todo parecía encontrarse, si tal palabra viene a cuento para describir las peculiaridades de la mansión Mayer, en total normalidad.

Hasta que el farmacéutico vio algo.

Fue una sombra tan sólo. Una sombra fugaz que surgió tras las tablas de una de las ventanas. El farmacéutico la señaló visiblemente alterado. –¡Lo he visto!- dijo. –Está ahí-.

-Bien, entremos pues- dijo el cura Párroco con parsimonia, hombre poco dado a temores infundados.

Entre balbuceos, algún que otro temblor y una pesada carga de nerviosismo, allá se fueron los tres hombres, decididos a tirar la puerta abajo y aclarar el misterio. El Cura Párroco iba delante, con paso firme y una garrota en la mano. Con seguridad, tal instrumento no hubiese sido de mucha ayuda para enfrentarse a espectros y fantasmas traviesos, pero su peso le transmitía cierta seguridad. Tras él, algo más nerviosos y sin garrota, caminaban vacilantes el farmacéutico y el maestro.

Unos minutos más tarde, entre nervios, miradas furtivas y respiraciones entrecortadas, la puerta quedó libre de tablones y atrancos. Los tres notables la abrieron y entraron en la casa. Los víveres se acumulaban en el recibidor, envueltos en un olor nauseabundo que inundaba toda la estancia. Las moscas revoloteaban furiosas a su alrededor, formando una nube oscura y trepidante que emitía un zumbido fuerte y desagradable. Los tres hombres, asqueados, se taparon la nariz con un pañuelo y comenzaron a recorrer la casa.

En el exterior, en las proximidades del edificio, se agolpaba un buen número de curiosos, ansiosos por descubrir los resultados de tan inusual expedición.

La planta baja estaba formada por un salón, una biblioteca y las dependencias de servicio, que se encontraban abandonadas y cubiertas de polvo y telas de araña. Semejaba que la casa llevaba años deshabitada, tal era el estado de ruina en el que se encontraba, pero todos sabían que no era así. En el centro, aguardando por los visitantes, una escalera. Ascendieron por ella aferrados a la balaustrada. Las maderas de los peldaños crujían, se combaban, y el pasamanos estaba ligeramente suelto, pero se aferraron a el al ser lo único que les ofrecía cierta seguridad. Las velas de sebo que portaban llenaban la escalera de sombras temblorosas y vacilantes. Gravitando sobre ellos, como un espía que acecha, había una enorme lámpara con farolillos de aceite.

La escalera conducía a un pasillo de madera en el que había numerosas habitaciones. Las paredes, cubiertas por retratos antiguos ya oscurecidos, se alzaban grises y húmedas.

Con cierto temor, John Cook, el farmacéutico, giró el pomo de la primera de las puertas y la abrió. La luz se filtraba entre los tablones de las ventanas y dibujaba curiosas formas con el polvo que flotaba en el aire. En una pared lateral había una cama con dosel, muy antigua. A su lado, un mueble bajo, un banco y un espejo. Entraron en la habitación y miraron a su alrededor. El polvo lo cubría todo, en una pátina de vejez, humedad y abandono. Se notaba un olor rancio, viejo, y los tres salieron de nuevo al pasillo con una clara muestra de desagrado en sus rostros.

Estaban nerviosos y asustados. Se arrimaban unos a otros como colegiales temerosos e incluso, aunque luego no lo reconocería, el maestro llegó a agarrarse del faldón de la levita de John Cook. Reanudaron la inspección del pasillo y comenzaron a abrir las puertas que se encontraban a su paso. Lo hacían con un ritmo frenético, impulsados por un temor ya arraigado en ellos. Giraban el pomo con violencia, empujaban la hoja de la entrada y echaban un rápido vistazo desde el pasillo. Apenas se atrevían a entrar en las habitaciones y observarlas con detenimiento. Lo único que deseaban era salir lo antes posible de aquella casa, volver a sus hogares y olvidarse del viejo Mayer para siempre. Así continuaron durante unos minutos, avanzando a trompicones, observados por un sinfín de retratos viejos y oscurecidos.

Hasta que oyeron algo.

Fue en la planta baja, en el salón. Días después, ya más tranquilos, ninguno de ellos acertaría a describir la naturaleza de tal sonido, pero en aquel momento, rodeados de bruma y de sombras, aquello les causó tanta impresión que les hizo dar un respingo. El Cura Párroco, menos medroso que sus compañeros, se recuperó al instante del sobresalto y salió a la carrera escaleras abajo. Ante la pasividad de sus vecinos, que permanecían abrazados entre sí, se vio obligado a dar un grito de ánimo que los sacara de tal trauma emocional. Éstos, algo avergonzados por su escaso coraje, volvieron a la vida y siguieron a su amigo.
(Continuará)
En la próxima entrada pondré el desenlace así que, no temáis, ya no me hago más el coñazo.

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