miércoles, 16 de diciembre de 2009

Hola, amigos -vaya, menudo saludo circense-. Este post supone un cierto cambio. En él cuelgo un relato que ha escrito mi hermano -gemelo, para más señas-, que ha decidido, al fin, recuperar esa afición por la escritura que siempre tuvo. Se trata del primer capítulo de una novela que está escribiendo, y a mí me parece que puede dar mucho juego. Creo sinceramente que tiene grandes dotes para ello, pero me gustaría conocer vuestra opinión. Ya sabéis que la tengo en gran estima así que, por favor, leed y, si lo tenéis a bien, comentad.
Bueno, ahí va.
Un abrazo a todos.
EL ERROR INEXISTENTE

Capítulo Uno

Mi nombre es Saturno. Si, ya lo sé. Es ridículo en extremo, pero es el único que tengo. Las responsables del desatino fueron las monjas del hospicio de Santa María de la Merced, donde me crié y viví hasta el día en que cumplí los catorce años de edad. Sor Mónica, que fue quien tuvo la idea, se basó en que ─ como Saturno, que es el planeta más extraño del sistema solar ─, yo era el niño más ajeno a la normalidad de todos cuantos había visto a lo largo de su vida. El resto de las monjas estuvieron de acuerdo en que ese aborrecible nombre era el más adecuado para el caso, y así fui cristianamente bautizado como Saturno de Santa María de la Merced, de padre y madre desconocidos. ¿Y cuál fue ─ se preguntarán ustedes ─, la rareza que vieron en mí aquellas buenas monjas para causarme semejante faena? La explicación es bien sencilla, y puede resumirse en una sentenciosa frase: soy un mal nacido. Por favor, no me entiendan mal. No soy un hombre depravado ni poseo más cualidades vergonzosas de lo habitual. Quiero decir, simplemente, que nací mal. No hubo diferencias en el método, que supongo que sería el habitual; pero, sí en la forma.
Afirman los doctores en Medicina que todo lo que experimenta la madre
durante el embarazo se traslada, en mayor o menor grado, a la criatura que lleva en el vientre. Y lo que experimentó mi madre fue una soberana paliza que le propinó mi padre al regreso de una de sus numerosas orgías etílicas. Solía llegar a casa transformado en uno de esos odres de piel de cerdo que se usan para guardar el vino. Y en tal estado, y deshonrando a tan noble animal, la emprendía a golpes con mi madre. Como no daba abasto ella sola, y también ─ supongo ─, porque siempre es bueno el reparto “a escote”, me tragué yo una abundante ración de palos.
Les ruego me disculpen si les parece que trato el tema de un modo frívolo, pero debo hacerlo así para evitar que las lágrimas mojen el papel sobre el que escribo. A nadie le duelen más que a mí los padecimientos de mi madre, que buenas penurias me han causado, pero no me gusta refocilarme en el dolor como una plañidera; prefiero olvidarlo y rodearlo como si fuera un barrio de mala reputación, y centrarme — si es posible — en todo lo bueno y bello que la vida ofrece.
Llegué a este mundo en una de esas noches de otoño frías y nubosas. Lo hice en una cama sucia, como todo lo demás. Cuando mi padre vio que el parto era inminente corrió a avisar a Josephine Baker, la mejor y única comadrona del pueblo. —Mala cosa ser primeriza en una noche así —dijo la vieja Josephine
mientras rumiaba el enojo que la invadía—. Dais más problemas que valéis. La comadrona Baker actuaba con la habilidad de los años, que le habían regalado la experiencia pero también una aguda desidia que parecía gobernar todos sus actos. El milagro del nacimiento no tenía secretos para ella; nunca se presentaban complicaciones que no pudiese salvar, ninguna sorpresa desagradable. Pero aquella noche, cuyo desenlace se había decidido por la vía del estacazo —aquellos que recibiera mi madre—, vine yo a echar un borrón sobre el flamante expediente de la Baker.
El temblor que sacudió sus estremecidas manos mientras se esforzaba por buscar alguna configuración habitual en aquella cosa que sostenían, fue tal que a punto estuvo de dejarme caer al suelo de la habitación. —Por si no te ha llegado, ¡dos tazas! —Habría sido la bienvenida más apropiada; el primer aviso de lo que llegaría después.
Cuando al inicio del relato les advertía de mi condición de mal nacido, pretendía señalar que lo que mi madre engendró fue no más que un vano intento de ser humano, un cuerpo extraño y plagado de deformidades, una masa de carne informe que apenas dejaba entrever al bebé que se suponía había de llegar. La consecuencia de aquella infame paliza fue una cabeza plagada de valles y colinas; tal era el número, tamaño y profundidad de los badenes y baches que la poblaban, que, si bien no dañaron al cerebro, fueron causa suficiente para evitar el parecido con el resto de las testas conocidas hasta la fecha. La cara era lo más humano de todo, obviando, eso sí, el exagerado tamaño de la nariz, con unas aletas capaces de hacer que el resto del cuerpo alzase el vuelo, y la extraña disposición de la boca que parecía buscar la verticalidad. Mis piernas se quedaron en los primeros pasos de la carrera, de tal modo que los pies, casi inexistentes y extraordinariamente retorcidos, aparecían mucho antes de lo esperado. Al término de la cadera, y con no más de diez centímetros de recorrido —los ocupados por las piernas—, surgían unos pies diminutos e inservibles, como setas venenosas.
Obviamente, tal cúmulo de atrocidades corporales no pudo más que condicionar toda mi existencia. Y lo hizo desde el principio.
Cuando el llanto y los dolores propios del parto permitieron a mi madre abandonar el lecho tomó la decisión de encaminarse hacia el convento de Santa María de la Merced. Lo hizo al abrigo de la noche, esquivando la indiscreción de las farolas y las calles más transitadas. Pretendía dejarme ante la puerta de la inclusa, resguardado en una vieja canastilla con más mugre que mimbre, y con la esperanza de que las monjas, al verme así abandonado, me tomasen bajo su cuidado y me diesen el cobijo y alimento necesarios.
— Ellas —se decía mi madre, en un vano intento de convencerse a sí misma—, le darán una educación y una comodidad que de otro modo no tendrá. Le cuidarán como Dios manda y le darán todo el cariño que necesita. Seguro.
Y en éstas estaba la pobre mujer, cegada ya por las lágrimas que le caían a borbotones y con la preocupación incesante de ser descubierta, cuando todas las precauciones que había tomado en su ronda nocturna se revelaron insuficientes para procurar el anonimato que tanto ansiaba. Fue mi llanto el culpable de que Sor Ángela, intrigada por los quejidos infantiles que llegaban desde la calle, la descubriese cuando se disponía a dejar la canastilla ante el portón de entrada. Al verse sorprendida de forma tan inesperada pensó mi madre en echarse a correr calle abajo, huyendo de mí y de la monja que le daba el alto. Pero sor Ángela, a pesar de los muchos años que cargaban sus huesos y de los dolores reumáticos que la asolaban, fue más rápida que mi madre, que se vio arrastrada hacia el interior del hospicio sin poder hacer nada para evitarlo. Dos minutos después del forcejeo —los que tardó Sor Ángela en tranquilizar a mi madre—, estaban las dos mujeres sentadas en el salón principal del convento, dejándose acariciar por el calor de las brasas que crepitaban suavemente en la chimenea.
Estuvieron así hasta que la luz del alba les indicó que las palabras ya no servían, y que el rumbo y la determinación de mi madre no iban a variar. La pobre apenas tenía argumentos que oponer a los de la monja, que no cesaba de hablar del amor de la madre hacia su hijo y de los sacrificios que el Señor impone. Eran conceptos demasiado lejanos para quien descubre, espantado, que la desesperanza ha terminado por atraparle y gobierna ya toda su vida. En ocasiones, ya vencida y derrotada, mi madre me señalaba con el dedo. — Mírele usted —decía con la voz quebrada por el llanto—, ¿qué voy a hacer? ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Su mente se llenaba de imágenes de un futuro aterrador, condenado por una existencia que la castigaría eternamente y de la que sólo podría escapar manteniéndome lejos.
— ¿Y él? —opuso Sor Ángela, dirigiendo una mirada inquisidora a mi madre, que no cesaba de llorar—. ¿Podrá perdonarla algún día? — Mírele, madre —respondió ella—. Le he dado la vida. ¿Cómo podría hacerlo?
Y todo quedó decidido.
El día de mi llegada a Santa María de la Merced, Sor Ángela convocó a todas las monjas a una reunión para que me viesen y supiesen lo que se les venía encima.
— No será fácil —afirmó Sor Margaret, muy seria, mientras me observaba con expresión curiosa dentro del capacho en que mi madre me había llevado al hospicio—. Me refiero a su educación. Y a sus cuidados… — Todos son iguales a su edad —sentenció Sor Ángela—. No importa cómo sea su rostro, ni su cuerpo. Todos necesitan lo mismo: comer, que les den el biberón y les cambien los pañales. Sólo eso. — Al menos —llegó a decir una de las monjas—, es seguro que el buen Señor tendrá la bondad de llevárselo pronto a su lado. Pobrecito…
Les parecía imposible que mis deformidades físicas no tuvieran una correspondencia dentro de mi organismo; algún defecto congénito y mortal que no tardaría en manifestarse para llevarme de este mundo. Pero, se equivocaron, y —aunque no mucho—, pude crecer rodeado de hábitos y de niños, sano y fuerte, listo y temeroso.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Un tacto tibio


UN TACTO TIBIO

¡Qué crueles son los días que me ha tocado vivir! ¡Qué incierto se me antoja el destino!

Ahora, atenazado por deudas de juego, perseguido por unos acreedores correosos e infalibles, y desprovisto de bienes con los que satisfacer sus bestiales requerimientos, no me queda otra opción que poner tierra de por medio, olvidar el coraje y la galanura, y correr como un conejo.

Quizás mi orgullo se vea perjudicado ante semejante modo de actuar, sí. Pero bueno es un pellejo sano, y bálsamos habrá para enjugar las heridas de la ignominia.

Odio, no obstante, comportarme así, pues la gallardía y el coraje han blasonado siempre mi estirpe, y la huída indecorosa nunca estuvo bien vista por mis insignes antepasados. Sin embargo, consciente como soy de que sus espíritus no se removerán inquietos en sus tumbas, decido iniciar mi vergonzante retirada, plena de desdoro pero ahíta de esperanza.

¡Huyo! Huyo para salvar mi vida, y no albergo otro deseo que el de salvaguardar unos huesos a los que la edad me ha enseñado a amar. No obstante, y aun a sabiendas de que mi proceder es el correcto, todavía siento una intensa punzada de rabia por esa suerte que me ha resultado esquiva.

Han sido tan caprichosos los designios, tan absurdo el reparto de la fortuna, que aún permanece en mí una acusada tendencia al desquite, un íntimo deseo de esgrimir una buena mano; una que me otorgue unas cartas que hagan justicia a mi afamada habilidad y me permitan vengar la afrenta sufrida ante unos jugadores mucho menos dotados que yo.

¡Ay! ¡Cuánto daría porque esto se hiciese posible! Cuánto por ver los rostros demudados de mis rivales, vaciarles los bolsillos y reírme ante ellos, en justa respuesta a sus burlas anteriores.

¡Dios! ¡Qué bello sería!

Sé que me siento atribulado por lo incierto de mis perspectivas; sé que mi ánimo actual no es el idóneo para dirimir esta incógnita que me acucia, pero no dejo de pensar en el injusto comportamiento de los hados. ¿Hay acaso alguien tan merecedor de su concurso como yo? ¿Alguien tan digno, tan osado?

¡No! ¡Por supuesto que no! Y sin embargo ellos, tan divinos, tan etéreos, se congratulan en depararme un escarnio vergonzoso, rebosante de vituperios sociales, ante el que nada puedo hacer

Ya oigo cómo se aproxima el tren. Su penetrante silbido me golpea como un aldabonazo, me devuelve a una conciencia acobardada y me obliga a huir en pos de una vida más larga y saludable. Debo huir. Sé que debo hacerlo. Y sin embargo…

Me arrebujo en mi gabán, algo destemplado ya. Desconozco si la causa de mis estremecimientos es la baja temperatura o la falta de arrojo. Pero siento frío. Introduzco las manos en los bolsillos. Y ahí están. Mis últimas fichas; aquellas que resistieron los duros embates de una fortuna huidiza y se resguardaron, al calor de la franela, de unos ataques escasamente compasivos; aquellas que me devolvían la pasión y ahora me producen un bronco palpitar.

Sé que son pocas. Muy pocas. Pero su tacto es tibio, y yo siento frío. Y aún están ahí. Quizás sea una señal de que mi suerte va a cambiar. Quizás pueda echar una última mano, tan solo una, y así descubrir si el aciago destino que ha conducido mi vida se ha retirado al fin. Quizás sea mejor no coger ese tren.

¿O no?

lunes, 23 de noviembre de 2009

Tan solo deseo que esto acabe




Tan solo deseo que esto acabe; que pase la noche y se haga realidad el triste destino que me fue marcado. Mis arrestos han llegado a su fin, vencidos por la inevitable decrepitud que adorna mi cuerpo, por la certeza absoluta de que mi muerte es inevitable, y nada queda ya por hacer. Mi lucha ha finalizado, y ahora, ajado de años y desdichas, sólo me resta tumbarme en mi jergón, cerrar los ojos y esperar la llegada de la parca, tan firme, tan certera, que ningún hombre puede soslayar.

Aunque hubo un tiempo que creí poder hacerlo: un tiempo en el que mi coraje era desmedido, mi fe, absoluta, y mi corazón, ése que hoy se muestra emponzoñado y carente de amor, no hacía sino batallar, henchirse de orgullo y arrojarme a la lucha en pos de aquello que consideraba justo o razonable, sin importarme las consecuencias que debiera arrostrar por ello. Hubo un tiempo, sí, en que quise luchar. Pero ya pasó.

Multitud son los combates que he tenido que afrontar, carentes de razón y sentimientos, donde no había lugar para la piedad, el amor o la esperanza, y muchos los que han caído en ellos, medrosos y desamparados, y envueltos en la angustiosa sensación de haber acometido una tarea inabarcable, que sobrepasaba la capacidad humana. Ante ella, cualquier esfuerzo era vano y tan solo una férrea voluntad podría llevar al guerrero a soportar los embates y no caer rendido por el terror o la desazón; tan solo un íntimo y arraigado deseo de hacer el bien no palidecería ante la grandiosidad del horror al que nos debíamos enfrentar, y así las cosas, pocos eran aquellos que lo intentaban.

Juntos, mis hombres y yo, nos habíamos erigido en una suerte de último bastión, en un férreo baluarte sobre el que se había depositado la ímproba labor de salvaguardar a este mundo nuestro de los demonios y, a la vista de los resultados obtenidos, excesiva ha sido la carga.

Mis compañeros ya no están, y yo escasamente puedo mantenerme en pie. La vejez se ha cebado en mí, y con ella, como una viruela que acude presta a emponzoñar las llagas de la edad, ha surgido el temor, el egoísmo y la codicia, como jinetes que asolan las postrimerías de una vida incapaz de defenderse.

Ahora ya no es apacible mi ánimo. Hasta el leve crepitar de la lumbre que calienta mi hogar se me antoja presagio de muerte, y el siniestro ulular del viento al colarse por la chimenea se vuelve a mis oídos como aullido enloquecido.

Mi cuerpo se halla enfebrecido, y paso a paso, sin remedio alguno para ello, el latir de mi corazón se agita más, se angustia y desespera, ante la proximidad de unas bestias que, a buen seguro, desprovisto de la ayuda que mis fieles hombres me procuraban, se abalanzarán sobre mí para desollarme y desprenderme de los breves retazos de vida que me resten.

Mis posibilidades de sobrevivir a esta noche son, lo sé, inexistentes. Su ataque será feroz, mi mano ya no posee la firmeza de antaño y mi coraje ha desaparecido con mis amigos. Y ahora, mientras aguardo la irrupción enloquecida de esos seres malditos, pienso que, quizás, mi valentía nunca fue tal, sino una suerte de actitud solidaria, un arrojo inconsciente, motivado por la protectora compañía de mis hombres o por ese orgullo fatuo que impele al General a no arredrarse a la vista de la tropa.

Sé que no tendré valor para enfrentarme a esas bestias; son demasiado horribles, demasiado crueles sus actos, y no deseo darles el placer de acabar con mi vida.

Por tanto, animado por un temor insoslayable, y por una decrepitud odiosa que me hace flaquear, he decidido acabar con mi vida, poner fin a mis angustias y evitar así ser pasto de sus fauces.

Sé que vienen a por mí; puedo oír cómo los brezales crujen bajo sus zarpas, cómo sus roncas gargantas regurgitan gritos de odio, y ya no aguanto más.

Los grillos y las lechuzas han dejado de cantar, aterrados por el paso de tan siniestra comitiva, propiciando con su silencio un mundo nuevo, huérfano de sentidos, en el que parezco levitar envuelto en brumas, como una somnolencia alcohólica. Y ciertamente me parecería así de no ser por el bronco latir de mi corazón, que me devuelve a la consciencia y al horror de saber que mi fin pronto ha de llegar.

Empuño entonces la pistola; lo hago con temor, pero mis dedos no flaquean. Acaso un temblor de senectud los torna indecisos, pero su convicción es más fuerte que la mía. Se ciernen sobre la culata y palidecen por una presión agobiante y desmedida. Alzo mi mano hasta la sien, y poso sobre ella el cañón. Apenas percibo su frialdad. Realmente, apenas siento nada. Tan solo miedo; un miedo atroz que no me deja vivir. Y ya no hay vuelta atrás.

Al otro lado de la puerta escucho sus gemidos; alguna sombra evanescente se oculta tras el antepecho de las ventanas, y una brisa cansada, ululante, atenúa las llamas de la lumbre, que se vuelven mortecinas y fatigadas. En breves segundos derribarán la puerta, entrarán y se arrojarán sobre mí, con unas fauces rebosantes de colmillos y unas garras crispadas por el odio. Aborrezco mi fin. Pero soy incapaz de afrontar su ataque. He de matarme. He de hacerlo ahora.

FIN

jueves, 12 de noviembre de 2009

El exilio de un Papa


A continuación, os dejo un fragmento de una novela que estoy escribiendo. Espero que os guste.

Un abrazo a todos.


¿Cómo podían obligarla a estar con un ser tan repugnante, al que tanto odiaba por el daño que había hecho a Roma? ¿Por qué le era negado el amor? ¿Por qué la codicia enturbiaba los corazones, rechazando todo cuanto de bueno solía habitar en ellos?

Valetta podía sentir cómo la ira recorría todo su ser, dejándola ahíta de odio y rabia cada vez que se veía obligada a soportar la presencia del General Miollis. No entendía cómo su padre, al que tanto había amado cuando era una niña, prescindía de la custodia de la honra de su única hija y la empujaba a los brazos de un hombre despreciable, a quien nada le importaba el bienestar de todos aquellos que le rodeaban. No entendía cómo el dinero, algo tan sucio y vacío de vida, podía llegar a obnubilar la mente y vaciarla de recuerdos y de amores. ¿Acaso era tan complicado prescindir de una posición de privilegio?; ¿acaso pesaba más la codicia que el respeto o la ternura?

Para su infortunio, su padre había dejado muy clara la respuesta a las preguntas que la atormentaban, y la pobre Valetta no dejaba de lamentarse por ello. En su interior, sabía que ya no podía albergar esperanza alguna; su padre no iba a renunciar a su posición social ni a la posibilidad de medrar apoyando al vencedor. El dinero lo había cegado, y nadie le haría cambiar de opinión. Ni tan siquiera su esposa, la madre de Valetta, rota de dolor al ver el sufrimiento de su hija, lo había logrado.

El general francés la cubría de regalos, la asediaba con promesas de amor y no cesaba de expresarle con palabras huecas y altisonantes la admiración que le profesaba. Parecía un adolescente enamorado, enfebrecido de pasión. Sin embargo, había en todo ello un tono almibarado, revestido de falsedad, que a Valetta no se le escapaba.

Ella sabía que el francés no albergaba sinceridad alguna en su corazón, y que sus palabras, tan dulces como falsas, no tenían otra intención que resquebrajar su coraza y así rendirla ante una vana verborrea. Pero ella no se dejaba engatusar. El desprecio que sentía por aquel hombre era excesivo, y lo último que deseaba era doblegarse a su voluntad.

—Querida Valetta: no has de temerme, pues yo tan solo ansío tu bienestar. Deseo estar contigo, ya lo sabes, pero no quiero imponerte nada. —Miollis hablaba casi en susurros, bisbiseando una ponzoña repleta de añagazas que no parecía tener éxito alguno. Aquella mujer se resistía, no como las otras, y él comenzaba a sentirse enojado por las constantes negativas.
— ¿No te das cuenta? ¿Acaso no es motivo de orgullo saberse admirada por el General Miollis? ¿O es que el conquistador de Roma no es suficiente para ti? —En su voz se atisbaban ya ciertos ribetes de enfado, pero Valetta parecía hacer oídos sordos.
—No me malinterprete, General. Es usted un hombre encantador, y disfruto mucho de su compañía, créame. Pero los designios del corazón son oscuros, y no arde en mí llama alguna.
—Compréndelo, Valetta. El amor no nace en un segundo, como sabrás. Es necesario perseguirlo, cuidarlo y mimarlo, y solo con perseverancia se logra.
—Bueno, de perseverancia parece usted sobrado, General. —La joven comenzaba a sentir repugnancia por aquel cortejo baboso y dulzón, que en nada dulcificaba su ánimo.
—Cierto, pero todo tiene un límite. No lo olvides. Ven. Acércate. —El General extendió su mano, engarzada de joyas, y agarró a Valetta, atrayéndola hacia él.

Ella comenzó a resistirse, forcejeando nerviosamente para desasirse de su brusco apretón. Pero el francés no pretendía liberarla.

—Déjeme, se lo ruego —imploraba—. Permítame que me vaya a mi casa.
—Te irás más tarde. Antes has de satisfacerme.
—No, por favor. Suélteme.

Miollis, harto ya de dimes y diretes, y anhelante de una pasión robada, comenzó a tirar con más fuerza de la mujer. Su mano se cerraba sobre el brazo de la joven en un abrazo desmedido, y su gesto comenzaba a mostrar un color violáceo, fruto de un enojo creciente. Él era el gobernador de Roma, y no iba a renunciar a aquella preciosa mujer de cabellos cobrizos. Si tenía que ser por la fuerza, Valetta sería suya.

—He dicho que vengas —bramó con un coraje ya desatado, imprimiendo a su exhorto un tono autoritario que escasamente se compadecía con las gestas del amor.

Finalmente, preso de una furia exacerbada, el General arrastró de golpe a la mujer hasta arrimarla contra su pecho. Sin saber muy bien cómo reaccionar, Valetta, terriblemente asustada, levantó un brazo y lo descargó con rabia sobre el rostro de su agresor. La bofetada sonó como un latigazo, sumiendo en una sorpresa vergonzante al General.

Éste, ligeramente aturdido, soltó a la mujer. Parecía conmocionado, como si su mente no fuese capaz de entender lo que había sucedido. Su boca permanecía abierta en actitud bobalicona, y en su mejilla izquierda, como prueba irrefutable de la iniquidad que había querido cometer, comenzaba a florecer una mancha blanquecina, envuelta por un halo rojizo.

El General tardó unos segundos en asimilar la afrenta de Valetta. Se llevó una mano a la mejilla y comenzó a palpársela con desagrado. Un calor lacerante, regalo de un menosprecio merecido, le bañaba el pómulo con saña, embargándolo de una ira que ansiaba ser desatada.

De pronto, sus ojos se vieron animados por un brillo malévolo. Sus labios se crisparon y un ligero temblor acunó su mentón. Sentía una rabia incontenible. Su mano, aquella que había hollado el fruto de su infamia, salió disparada hasta el rostro de Valetta e impactó sobre él.

Valetta cayó al suelo, casi inconsciente. El golpe había sido brutal, los oídos le retumbaban con un pitido insoportable y de su nariz manaba mucha sangre. Tenía el pelo alborotado, formando un denso velo cobrizo que mantenía su cara oculta, como un cortinaje tras el que esconderse. Por eso Miollis no pudo ver sus lágrimas.

El General bufaba como un animal encabritado, poseído por un enfado rabioso que se esforzaba por no desaparecer.

— ¡Maldita zorra! ¿Es eso lo que querías? Eh, ¿es eso? —Al hablar, escupía grandes salivazos, desertores de una boca palpitante y venenosa que huían despavoridos para caer inertes al suelo—. Ahora ya lo has conseguido, y la próxima vez no seré tan benévolo.
Valetta sollozaba con la mirada clavada en el suelo, tratando de inhalar un aire que le resultaba esquivo. En aquel momento odiaba a su padre. Por su culpa se veía obligada a soportar todo aquello. Y eso era solo el principio.

Miollis parecía más calmado. Su respiración se había normalizado y el enfado comenzaba a remitir. De pronto sentía una grata sensación de poder. Valetta estaba a sus pies, humillada e indefensa. La altivez que siempre exhibía había desaparecido de repente, y seguramente se encontraría más dispuesta a ceder a sus deseos. Desde luego, la bofetada no había sido mal gesto.

—Espero que esto te haga recapacitar, Valetta. ¡Yo soy el poderoso! ¡Yo soy el que puede conseguir que los negocios de tu padre prosperen! No lo olvides. —El General comenzó a caminar hasta la puerta del comedor. Se sentía henchido de orgullo y satisfecho por su demostración de fuerza.

— Si en algo valoras tu bienestar y el de tus padres, tu actitud cambiará.

Valetta siguió tumbada en el suelo, sumida en una rabia que apenas le dejaba vaciar su llanto. Tan solo al escuchar cómo la puerta se cerraba con estrépito, se permitió llorar.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Certamen de micros Art Gerus

A continuación, os dejo un micro que he enviado al certamen de relatos Artgerus. Ya sabéis que lo breve no se me da muy bien. En cualquier caso, aquí está.
El apunte de concurso me lo facilitó Marta Abelló, del blog "Los manuscritos del caos", que ya ha publicado uno que me ha parecido fantástico. Para ella, muchas gracias.
UN FÉRETRO PREMATURO
Su rostro se veía demacrado y exangüe, desprovisto de aquella belleza altiva de antaño que tanto habíamos admirado. Una muerte sobrevenida, sin avisos previos, se había cebado en ella, vaciándola de vida y aliviándola de pesares, como un lenitivo que le ayudase a soportar la pena.

Todos sabíamos que su matrimonio había sido un infierno y que su marido no era el hombre respetable y cariñoso que todos creían. Sin embargo, no había modo alguno de demostrarlo.

Su esposo la observaba con ojos vacuos, recluida en un féretro inmerecido y prematuro. Parecía ajeno a su muerte, como ausente, pero cuando se aproximó al ataúd, su semblante se demudó de forma grotesca. Aterrado, comenzó a gritar. Su rostro palideció de repente y sus ojos se inundaron de capilares sangrantes. Segundos después, estaba muerto.

Al acercarnos a él, medrosos por lo acontecido, pudimos ver la silueta de su mujer dibujada en el iris de su asesino, con un dedo acusador en alto.

domingo, 18 de octubre de 2009

Buenas noticias

Hola, amigos. Esta entrada es para haceros partícipes de una noticia que ha venido a alegrarme el día: los amigos de Horror Hispano, con la inestimable colaboración de Círculo Rojo, han finalizado la selección de los relatos que formarán parte del libro que, a mediados de noviembre, sacarán a la venta.
Desconozco el grado de ebriedad que exhibían cuando tomaron la decisión, pero el caso es que uno de mis cuentos ha sido elegido. Así que, desde aquí, mi mayor agradecimiento para ellos. La labor que están llevando a cabo Darío Vilas Couselo, Victor Morata Cortado, Rafa Rubio y Javier Pellicer es digna de encomio, y cada vez seremos más los que tendremos escasas palabras para alabar su esfuerzo. Sin ellos, mi ilusión se vería muy mermada; por tanto, por su dedicación, muchas gracias.
"Trágica confesión" es el primero de mis relatos que veré publicado en papel, así que imaginaos la ilusión que me hace.
No deseo finalizar esta entrada sin agradeceros vuestra ayuda. Todos los que seguís este blog, todos vosotros que, sin casi haber sido conscientes de ello, os habéis convertido en amigos y profesores, sois en gran parte artífices de esta gran ilusión; sin vuestra ayuda, no lo dudéis, mis textos serían aún mucho peores, así que muchísimas gracias.
Un fuerte abrazo.

martes, 22 de septiembre de 2009

El asombroso caso de Virgilio Márquez ( Última parte)


Afortunadamente, pude dar con él a primera hora de la mañana, cuando acudía a su trabajo. Pensé que andarme con rodeos en nada ayudaría —a fin de cuentas él había sido el que había involucrado a mi amigo en semejante locura—, así que decidí plantearle la cuestión de forma franca y abierta; no había tiempo para sutilezas, y mi ánimo no se encontraba en favorable disposición para extensos circunloquios. Lo abordé inopinadamente, le relaté los acontecimientos anteriores y le pedí, —casi le exigí—, que me diese alguna solución que permitiese a Virgilio abandonar el infierno al que se hallaba sometido.

Para ser fiel a la verdad y no otorgarme yo todos los honores de esta aventura, debo decir que el rostro del indiano —aquí conviene aclarar que su nombre era Héctor Garmendia—, reflejaba una honda preocupación y un sincero pesar. Su ceño se frunció al instante, en las comisuras de sus labios se agruparon un sinfín de arrugas y sus ojos se perdieron en la nada. Sospechaba yo cierta renuencia por su parte a colaborar conmigo, pero en ningún momento se mostró reacio a ello.

El señor Garmendia aún recordaba de forma muy vívida los aciagos días en que Márquez le había solicitado ayuda. Recordaba, por supuesto, haberle hablado de la ofrenda, y aseguraba haberle advertido del terrible riesgo que corría si se empeñaba en llevar a cabo tal acción. Me aseguró también que, en ningún momento, mi amigo había mostrado dudas al respecto y evocó, asimismo, casi con lágrimas en los ojos, la intensa alegría que Virgilio había manifestado al ver de nuevo a su esposa.

Relató que, convencido como estaba de la pronta aparición de los demonios, el miedo había superado a la vergüenza y a la amistad. Reconoció que se había alejado cobardemente del condenado, pero ahora, ante la certeza de que sus sospechas se habían revelado como ciertas, dijo sentirse en la obligación de hacer algo al respecto, así que accedió a confiarme una probable solución a nuestro fatídico problema.

Por lo que Garmendia me contó, lo que yo había contemplado no era más que un primer estadio del proceso, el más leve e inofensivo; muy pronto, antes de que tuviésemos oportunidad para percatarnos de ello, los espectros harían su aparición más aterradora y comenzaría la verdadera pesadilla.

Tal y como le habían dicho siendo él un niño, cuando los demonios hacen presa en un alma, cuando realmente se apoderan de ella, jamás renuncian a su botín. Se ufanan en malograrla, en castigarla y someterla a los tormentos más horribles que podríamos imaginar, regocijándose en ello hasta el fin de los tiempos. Por ello, la única opción que pueden aceptar como válida para su rescate es el cambio por otra de igual o mayor valor, que les debe ser entregada en el mismo momento en que se hace efectiva la liberación. Se trata de una ceremonia simultánea, y una vez realizada, ya no hay vuelta atrás. Tras el sacrificio realizado, ya no hay remedio para el oferente.

— ¿Y no hay otra solución? — pregunté yo, abatido.
— Ninguna. Se trata del sacrificio supremo: vida por vida, alma por alma. No hay otra alternativa.

Sus palabras tuvieron un efecto desgarrador para mí. La solución que el señor Garmendia nos brindaba no me parecía, en ningún modo, aceptable. Debíamos prepararnos, por tanto, para encarar el cruel destino de Márquez y rogar a Dios porque no se hiciese efectivo. No había otra solución, y sin embargo, algo bullía en mí.

Abandoné la compañía del indiano sumamente compungido. Mis esperanzas se habían evaporado por completo y mi indignación crecía de forma irremisible. Yo podía aceptar la muerte de mi amigo. Como tal, era inevitable, y no suponía más que un paso en la vida pero, ¿cómo aceptar su condenación? ¿Cómo dar por bueno el martirio eterno de su alma pecadora, resignarme y no plantar batalla? Aquello me horrorizaba. Mis creencias más íntimas se tambaleaban con tal atroz convicción; mi fe se desmoronaba. ¿Acaso Dios no podía librar a uno de sus más devotos seguidores de semejante penitencia? ¿No era tan fuerte su mano como para abatir, aun de un soplo, a cualquiera de sus enemigos, por muy poderosos que éstos fuesen? El libre albedrío de los hombres no se podía esgrimir como coraza tras la que escudarse y así disimular su inacción. No. Él no podía. Si Él era nuestro Pastor, si Él era nuestro salvador, debía protegernos frente a todo, hubiesen sido nuestros actos los que fueren, como habría hecho una madre o un padre solícito, siempre atentos al bienestar de sus hijos, sin importar las faltas cometidas o las ofensas lanzadas. Por eso podíamos redimirnos, para eso había un perdón, y Márquez llevaba largo tiempo implorándolo.

Todo en mí se rebelaba contra lo que se me antojaba un fin inevitable. Me negaba a aceptar la perdición de mi amigo. Debía hacer algo para salvarlo, y Garmendia me había dado la clave para ello. Supe entonces que somos nosotros mismos los que debemos poner los medios para luchar contra el mal, sin encomendarnos a nada más que a nuestra propia pericia y nuestra más firme entrega. Solo nuestra propia determinación nos dará las fuerzas y el valor necesario para encarar nuestro destino; sólo así podremos pelear por nuestra vida, por nuestras creencias y por nuestra alma. Nada ni nadie —entendí— haría ese trabajo por nosotros, así que decidí hacerlo yo. No obstante, antes de acometer la misión que me había encomendado, decidí visitar a mi amigo.
Su cuerpo se hundía entre las sábanas con el aspecto de un cadáver. Sus mejillas estaban blancuzcas y sus párpados se veían macilentos, blanquecinos por el pesar. Me dijeron que había pasado el día inconsciente, sumido en un sueño profundo del que tal vez no despertaría. La impresión había sido demasiado fuerte, el ataque, casi letal, y su salud enfermiza no ayudaba en exceso. Su vida corría serio peligro, sí, pero a mí lo que me preocupaba era su alma. Quizás no le quedasen más que unas horas, así que debía darme prisa. Me despedí de él como si fuese para siempre, con un dolor desgarrador en el corazón y el rostro bañado por el llanto. Un simple apretón en el hombro bastó. No pude decir nada y abandoné la sala, aterrorizado pero firmemente decidido. Luego me dirigí a mi casa.

Dispuse todo para mi partida, preparé los rudimentos necesarios y me encaminé hacia el cementerio de San Isidro. Caminé a buen paso por los serpenteantes caminos que cruzaban el camposanto, continuamente vigilado por los cipreses centenarios que susurraban animados por la brisa. Enormes panteones se alzaban a mi lado, imponentes y majestuosos. Todos estaban coronados por grotescas figuras de aspecto demoníaco o por excelsos querubines sonrientes y rollizos, pero tanto unos como otros, difuminados por la oscuridad de la noche, semejaban almas inquietas y atormentadas. La simple visión de las tumbas me horrorizó. Acostumbrado como estaba a ver en los túmulos un mero tránsito necesario para la consecución de una existencia llena y feliz, apenas sí era consciente de su verdadero sentido. Nunca había advertido que aquello podía ser un fin atroz o el paso a una existencia desgarrada y salvaje y, por supuesto, nunca había imaginado cómo los espectros se ciernen sobre nosotros. — ¿Cuántos de los que allí había yacían sumidos en el más terrible de los castigos? ¿Cuántos se veían obligados a vagar por el mundo arrastrando pecados y pesares, atormentando a los que, como ellos, habían osado interrumpir el descanso debido? —. Aquellos pensamientos me turbaron; todo mi ser se encontraba convulso, inquieto y triste, y todo en aquel lugar me impulsaba a salir corriendo en busca de consuelo y protección. Sin embargo, no podía huir.

Continué mi camino hasta llegar a la tumba de Asumpta. Una lápida solitaria y ennegrecida, rodeada por flores ya marchitas, se postraba ante mí. — ¡Qué triste testimonio es el que dejamos! ¡Qué oscuro destino nos aguarda! Cuerpo inanimado, exangüe y putrefacto bajo una losa fría; cuántos recuerdos ya olvidados, cuántas palabras silenciadas, cuántas risas mudas. Apenas queda nada. Una imagen borrosa de algo que fue, un murmullo lejano de la voz que nos habló y un trino silenciado de la risa que nos hizo felices. Apenas queda nada, sino carne muerta.

Cavé con mis propias manos, notando el tenue trazo frío que las lágrimas dejaban en mis mejillas. Cavé hasta astillarme las uñas con la tierra escasamente trabajada, cavé hundiendo mis manos en aquel suelo sagrado, cavé hasta que el dolor de mis dedos se hizo insoportable, y luego seguí llorando. Lloraba por mi amigo, lloraba por su amada y lloraba por mí. Ya casi sentía cómo mi alma se oscurecía, cómo un intenso borrón se adueñaba de mi corazón, emponzoñándolo para siempre, y sin embargo —no he dejado de pensarlo desde entonces—, no hubo jamás muestra semejante de amor o cariño, muestra semejante de desprendimiento y entereza.

Enterré allí las posesiones de mi amigo, desenterré las de su esposa y me fui, con la cabeza baja y el ánimo ensombrecido, horrorizado por lo que había hecho pero esperanzado por un feliz desenlace para Virgilio.

Desde entonces han transcurrido ya diez años. Mi amigo se recuperó, nunca los espectros volvieron a su lado y nunca nada supo de mi determinación. Su vida es ahora plácida y feliz, y ya nada perturba su sueño. Tan solo busca una respuesta: aquella que le de satisfacción a la repentina desaparición de los fantasmas. Por mi debilidad, quizás por mi deseo de no procurarle desvelo alguno, jamás le confesé mi resolución. Ahora, ya no tendría sentido hacerlo.

Hoy soy yo el atormentado. Los espectros me visitan. Se muestran ante mí, me rodean, me enseñan sus fauces, palpitantes y sangrientas, y me acuchillan con sus garras cuajadas de maldad. Apenas ya no duermo, apenas ya no vivo, y mi fin se acerca. Por eso escribo esto. Deseo dejar constancia de que nada es gratis, de que todo tiene un precio, excesivo muchas veces, y eso es lo que me impulsa a redactar esta nota. Es preciso transmitir que nunca se debe interrumpir el natural curso de los hechos, molestar a los muertos o alterar su sueño eterno. Los riesgos de tal acción son demasiado terribles, demasiado aterradores como para soslayarlos, así que no caigan en ello. Evítenlo, se lo ruego, pues su alma depende de ello.

Ahora debo terminar. Garabateo las últimas líneas con el pulso tembloroso e inseguro, empujado por la certeza de que mi tiempo se termina y agobiado por la premura desesperada que imprime lo inevitable. Ya oigo cómo vienen. Se aproximan. Ya están aquí. Puedo escuchar sus quejidos al otro lado de la puerta, puedo oír sus respiraciones quejosas y agitadas. Debo terminar. Ya vienen.

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FIN

lunes, 14 de septiembre de 2009

El asombroso caso de Virgilio Márquez (2ª parte)


En la anterior entrada, el narrador, después de enumerar los motivos que le impulsan a contar esta historia, relata la inesperada aparición de un amigo. En esta segunda parte...


SEGUNDA PARTE

Apenas lo reconocí, sumido como iba en las solapas de su abrigo y el rostro envuelto en una bufanda. Su caminar era muy presuroso, casi excitado, y sus maneras ya no tenían la dulce parsimonia de la que solía hacer gala. Entró en el salón y se sentó en un gran sofá que ocupaba una esquina de la sala, aunque bien se podría decir que se arrojó sobre él. Le serví una copa de Cognac, me senté frente a él, y aguardé a que se calmara.

Se llevó la copa a los labios y la vació de un trago. Me pareció ver que un ligero temblor acompañaba todos sus movimientos, pero no hice comentario alguno. Me limité a observarlo y a esperar.

Comenzó a hablar de forma atropellada. Su voz cremosa se había vuelto más ronca, más áspera, y su gran nerviosismo no contribuía en exceso a hacerla más inteligible. Confieso que en aquel momento estuve tentado de no creerle, pues todo aquello me parecía digno de cuentos o leyendas, pero yo sabía de su inteligencia, de su trato cabal y de sus siempre ordenadas ideas y decidí otorgarle mi confianza, como siempre había hecho. Transcurridos unos minutos, libre ya de la premura original, su discurso se hizo más certero, menos confuso, y comenzó a esbozar el relato de los hechos que tanto lo habían alterado.

Recordó cómo, diez años atrás, su mujer, Asumpta, la persona a quien más había amado, había fallecido de una enfermedad de la sangre. Rememoró el intenso dolor que su muerte le había producido, la soledad que colmaba sus días y la desesperación que rodeaba todos y cada uno de sus momentos sin la compañía de su esposa. Recordó cómo sus amigos le instaban a abandonar su estado de pesadumbre, a salir de su abatimiento, y cómo uno de ellos, hijo de emigrantes y nacido en Cuba, le había propuesto una solución drástica y descabellada. Según éste le había advertido, su convicción de llevar a cabo los planes por él expuestos debía ser firme, pues las consecuencias que de ello se podrían derivar podían resultar funestas.

Por lo que me contó, y yo pude entender, el indiano le había hablado de una antigua creencia cubana según la cual los espíritus de nuestros familiares rondan siempre a nuestro lado, sin apartarse jamás de nosotros. Nos vigilan, velan por nuestra seguridad, por nuestro bienestar, y nos acompañan allá adonde vamos. Recuerdo haber mostrado entonces cierto escepticismo, pero era tal el convencimiento que mi amigo expresaba que me abstuve de profundizar en mis dudas.

Tal y como le había relatado el indiano, había un modo de reunirse ocasionalmente con los espíritus de nuestros familiares, aunque fuese por breve tiempo. El lazo que nos une a ellos es muy tenue, por supuesto invisible, pero sí inquebrantable, y tal nexo se puede reforzar si el interesado acomete una ofrenda a los muertos. Puede resultar absurdo, es cierto, pero cuando uno se encuentra en semejante estado de amargura, el dolor le obliga a aprehender hasta el último de los cabos que le permitan no desprenderse de sus recuerdos, y mi amigo, completamente atribulado por el sufrimiento, se sintió impulsado a ello.

Con lágrimas en los ojos, y ante la grotesca mueca de horror que recuerdo haber esbozado, mi amigo confesó haber realizado una ofrenda desesperada ante la tumba de su amada para poder gozar, una vez más, tan sólo una vez más, de la visión de su adorada esposa. Recordó, asimismo, no haber dado importancia a la terrible advertencia que su amigo le había hecho, pues era tal la emoción por volver a gozar de la compañía de Asumpta que ni la condenación eterna le habría apartado de su cometido.

Decidido entonces a realizar semejante aberración, Don Virgilio se dirigió al cementerio de San Isidro, una noche –según me contó-, templada por el escaso viento y oscurecida por la luna nueva. Allí enterró, a los pies de la tumba de su amada, los rudimentos que le había aconsejado el indiano, musitó una extraña plegaria en latín, que a mí se me antojó como espantosa herejía, y abandonó el camposanto.

Al llegar a su casa se refugió en su dormitorio. Se acurrucó en un sofá, se encerró en su memoria y aguardó la llegada de su amor.

Mi amigo me contó que sus recuerdos se agolpaban en su mente, las lágrimas recorrían sus mejillas y su corazón pesaba por la ausencia. Finalmente, con una voz velada por la falta de aliento, contó que el sueño le había vencido hasta que, cercano ya el alba, su mujer apareció.

Lo hizo envuelta en brumas, sonriendo con los ojos y una luz muy brillante recorriendo su silueta. Su rostro era el de siempre, aunque a él le pareció más bella que nunca. Sus manos seguían siendo finas, con aquel tacto tibio y delicado que Virgilio tantas veces añoraba, y sus caricias eran lentas, muy suaves, como siempre lo habían sido. Tan sólo una cosa había cambiado.

Cuando unían sus pechos, cuando se estrechaban llenos de amor, mi amigo podía notar el peso de los senos de su esposa, la presión del abrazo o un leve movimiento de respiración, pero ni un solo latido de vida asomaba a la piel. Aquello lo turbó un poco y le hizo ser consciente, otra vez, de que Asumpta se había ido para siempre. Su ánimo se oscureció, ciertamente, pero ni por un segundo se arrepintió de lo que había hecho. No podía esperar su resurrección, eso lo sabía, –tan sólo el Altísimo es capaz de otorgarla-, pero con aquello le bastaba. Sentir su piel, colmarla de besos, oler su cabello y escuchar su sonrisa; aquello era suficiente, y el precio que debía pagar por ello no importaba. Su vida cambiaría, se vería rodeada por espectros que lo acosarían, que lo asediarían allá donde fuera y lo atormentarían hasta la muerte, —pues ésa era la advertencia que le había hecho el indiano—, pero eso ya no importaba. Tenía diez años por delante; diez años para recordar a su esposa, diez años para gozar de las cálidas sensaciones que había experimentado aquella noche, y eso era lo importante. El resto no contaba. Pero ahora, transcurridos los diez años, había llegado el momento de sufrir, el momento de pagar. El precio le era exigido y, en contra de lo que había imaginado en un principio, resultaba excesivo. El castigo era demasiado atroz, demasiado horripilante. Las criaturas más terribles se le aparecían en su dormitorio, inquietaban sus días y castigaban sus noches, y nada podía hacer para librarse de semejante acoso. Sus diez años de gozo habían llegado a su fin.

Mientras esto me contaba, su labio inferior temblaba sin cesar. Sus ojos, ya muy enrojecidos, viajaban a un ritmo frenético, como temiendo descubrir nuevas presencias en torno suyo y, cuando ya la desesperación era excesiva, su rostro se hundía entre sus manos, liberando todo el llanto contenido.

Me suplicó ayuda, me imploró perdón, y rezó conmigo. Prometí ayudarle, pero apenas sabía qué hacer. Tan sólo podía rezar por mi amigo, rogar porque su alma fuese perdonada y así no tuviese que yacer, para siempre, entre las llamas del infierno.

Aquella noche la pasó en mi casa, pues el terror que sentía era tanto que no se veía capaz de abandonar mi compañía. En su interior albergaba la vana esperanza de que los espectros no aparecerían si él no se encontraba en su dormitorio pero, tal como tuvimos ocasión de comprobar, su suposición no era acertada.

La pesadilla se inició con las doce campanadas, pues aún con el eco de su tañido retumbando en nuestros oídos un extraño ruido se percibió con claridad. Como respuesta, los gritos aterrados de Virgilio.

Alarmado, corrí hacia la habitación que ocupaba mi amigo y entré en ella. Un intenso horror se apoderó de mí, pues jamás había sospechado que tales fuerzas demoníacas se pudiesen desplegar con semejante violencia. Flotando sobre el cuerpo abatido y sollozante de Virgilio, una gran cantidad de muebles giraban a una velocidad vertiginosa sin que yo pudiese captar el origen de tan fantástico movimiento. Algunos objetos de cerámica y cristal se estrellaban con violencia contra las paredes para desperdigarse, hechos pedazos, por todo el dormitorio. Los libros volaban de sus estantes, como aves demoníacas que desplegasen sus alas en busca de su presa, la cama se agitaba con estruendo, bailando sobre sus cuatro patas, y el armario, un enorme arcón de más de cuatro metros de anchura, se inclinaba, con grave peligro para la integridad de mi amigo, como sujeto por unos hilos invisibles que no le permitiesen rendirse ante la falta de verticalidad y caer, finalmente, sobre el cuerpo de Virgilio.

Éste permanecía en el suelo, con el rostro cubierto por las manos, gritando de pavor. Sus alaridos eran continuos y desesperados, y su nula voluntad le hacía fácil presa de la fuerza espectral que desencadenaba todo aquello. Se sentía indefenso, inerme ante el gran poder que allí se debatía, y como única defensa esgrimía un grito agónico y prolongado.

Sin saber muy bien cómo debía actuar, no se me ocurrió más que abalanzarme sobre mi amigo, agarrarlo de un brazo y sacarlo de la habitación para apartarlo de aquel torbellino de enseres. Cerré la puerta de golpe, levanté a Virgilio del suelo y ambos corrimos hasta encerrarnos en mi dormitorio, desfallecidos por el susto y el esfuerzo.

El estado en el que se hallaba mi compañero era francamente deplorable. En los últimos años su salud se había visto muy deteriorada por los continuos excesos que tenía a bien cometer. Su abultado abdomen, fruto de sus acostumbrados abusos culinarios, favorecía la aparición de problemas cardíacos, y experiencias tan aterradoras como las que estaba viviendo no contribuían a mejorar el problema. Al arrojarse sobre mi cama, su respiración era muy agitada, su piel mostraba un tono violáceo, ciertamente poco halagüeño, y un sudor frío, denso, cubría su cuerpo por entero. A los pocos minutos, y ante mi vergonzosa pasividad, un ataque vino a dar por buenos los malos augurios que su doctor le había presagiado.

Gracias a la buena labor de Giraldez, el traslado al Hospital Militar de Madrid se hizo de la forma más rápida posible y su vida, afortunadamente, no corrió peligro. No obstante, de seguir los sucesos que le atormentaban, los días de Virgilio Márquez pronto llegarían a su fin. Urgido por tan odiosa expectativa e impulsado por un ardiente deseo de salvarle, no vi otra solución que entrevistarme con el indiano que, de forma tan infausta, había aconsejado a mi amigo. Mi esperanza última era que, ya que él conocía las consecuencias de la ofrenda demoníaca, tal vez conocería –rogaba porque así fuese-, algún modo de ponerles fin. Aunque mi confianza en tal extremo era nula, no me quedaba más remedio que intentarlo. La vida de mi amigo corría peligro, y yo no podía permitir que un nuevo ataque acabase con ella.

sábado, 5 de septiembre de 2009

El asombroso caso de Virgilio Márquez (1ª parte)


Aunque pueda resultar ciertamente cuestionable, siempre he pensado que el último deber de un hombre viejo como yo, tan cercano a las postrimerías de su azarosa vida, es el de hacer gala de la mayor de las honestidades, confesar todo lo pasado y vaciar el cajón de sus recuerdos para bien de su familia, de sus más allegados e, incluso, si la relevancia de la vida propia ha sido notoria, para el conjunto de una sociedad que, en no pocos casos, se halla sumida en la más absoluta de las ignorancias, ayuna de conocimiento sobre los peligros que le acechan y desprovista de guías que la alumbren e instruyan.

Próxima ya la hora de mi muerte, tal pensamiento ha venido a convertirse en certeza. Mi convencimiento de que tal proceder es lo correcto es, sin lugar a dudas, absoluto, y ha hecho tal mella en mí que he llegado a la firme conclusión de que el peligro de que mi reputación, ganada con denuedo tras toda una vida de entrega a los demás, se vea rendida por la ignominia o festoneada por chanzas de incrédulos e iletrados, no debe arredrarme ante la importancia de mi confesión, pues tal riesgo palidece frente a lo notable de semejante testimonio. Las ventajas que supone el conocimiento de lo que voy a relatar son tantas, y de tanta importancia, que superan con creces el desagradable escollo de que mi nombre se vea arrastrado por el lodo o de que mi figura, tan ensalzada durante años por todos aquellos que me rodearon, se suma para siempre en el ostracismo más lacerante o vergonzoso para mis allegados. A mí en nada me afectará –es cierto – pues, como digo, la hora de mi muerte está muy cercana y, acaso, tan sólo tenga que soportar unas punzadas de repudia por corto espacio de tiempo que se verán, sin duda, atenuadas por mi senectud o escasa percepción. Quizás sea doloroso, sí, pero a buen seguro sabré soportar tal afrenta. Debido a ello, nada me preocupa mi persona, pero sí, desde luego, mis familiares. Son ellos los que deben aceptar mis más sinceras disculpas por colocarlos en el centro de la polémica y convertirlos en diana de los dardos maldicientes de aquellos que me vituperen o denigren y son, por tanto, los que tendrán que afrontar las consecuencias de tal escarnio. Vaya entonces desde aquí mi descargo y mi recuerdo, pues son ellos los que, con su cariño y atenciones, me han convertido en lo que soy. Para todos ellos, muchas gracias.

Es preciso no refugiarse en la ignorancia o la estulticia, se lo aseguro. Puede ser tentador el huir de todo aquello que nos atemoriza, de todo aquello que debilita nuestras creencias y renunciar a un enfrentamiento frontal con nuestros miedos e inquietudes para seguir amparados bajo el reconfortante manto de la inconsciencia o el olvido. Puede resultar tentador, es cierto y, de hecho, muchos son los que se recluyen en tal inepto comportamiento, pero yo, desde luego, no estoy dispuesto a secundar estas cobardes actitudes y así renunciar a desvelar mis vivencias más amargas e increíbles. He decidido, pues, armarme de valor, rechazar cualquier temor que la ignominia me pueda infundir y contar la historia que, durante tantos años, ha atormentado mi vida. Relataré, entonces, aquello que he venido a contar, y lo haré por el bien de todos, sin temer los riesgos mencionados anteriormente, aunque por repuesta no obtenga gratitud alguna y sí repulsa, burla o desdén.

Estoy plenamente convencido de que todo lo que ustedes van a leer a continuación hará que palpite en sus corazones ciertas dosis de inquietud y grandes cantidades de incredulidad pero, háganme caso. No dejen el texto a medias, continúen leyendo y no formulen criterios de valor hasta que, una vez finalizada la lectura, no hayan recapacitado el tiempo suficiente como para ampliar sus horizontes y olvidar los apretados corsés que una sociedad cerril y una ciencia anclada en remotos prejuicios nos imponen. Atrévanse entonces, no aparten la vista de estas líneas, y piensen sobre ellas. Hecho esto, la decisión final será suya.

Disculpen la prolija introducción, pero he considerado necesario aclarar ciertas pautas para, de este modo, esclarecer los sentimientos que me han llevado a redactar esta nota. Lo siguiente constituirá, en cierto modo, la más valiosa contribución de todas cuantas haya hecho a la sociedad que me ha acogido. Tómenla, por tanto, de este modo, pues de su aceptación, de la credulidad que ustedes muestren, puede depender la vida eterna de muchos.

Comenzaré pues con el relato.

Toda mi vida he sido un siervo de Dios. Sólo eso. Un humilde sacerdote de pueblo, demasiado ocupado en abastecer de esperanzas a una población deprimida y abandonada por el progreso, ávida de bienes y falta de sueños y que, por curiosos avatares del destino, claramente ligados, no obstante, a mi exhaustiva preparación académica y a mi exacerbado interés por mejorar las condiciones de vida de mis feligreses, acabó sus días dedicado al peligroso y poco reputado mundo de la política.

Con el paso del tiempo, tras mis primeras apariciones públicas, resulté favorecido con el apoyo de las altas esferas eclesiales y agraciado por el cariño y respeto de mis vecinos, hombres cabales y de gran corazón que optaron por otorgarme, con presteza, su confianza y sus votos.

Ante las exigentes obligaciones de mi cargo, cada vez mayores y más absorbentes, me vi impelido a modificar mi residencia, abandonar a mis queridos conciudadanos y mudarme a una gran casa solariega, más cercana a la ciudad de Madrid y más adecuada —dijeron—, a mi recién estrenada posición social.

Me trasladé entonces a una gran casa de piedra, de enormes balconadas molduradas y gigantescos pasillos de madera que se veían salpicados por incontables puertas oscuras que parecían observarme en mi deambular diario. Sus dos plantas cuadradas, de un tamaño absolutamente desmedido, precisaban, para un adecuado lustre, de un ejército de criados y doncellas que el Arzobispado había puesto a mi disposición y que resultaban dirigidos por la Señora Gonzalves, una anciana portuguesa que llevaba años afincada en Madrid, y por Francisco Giraldez, un andaluz flaco, prepotente y mal encarado, que, a pesar de su repulsivo aspecto, realizaba el trabajo de forma realmente encomiable. Un denso robledal, acuchillado por varios caminos de servicio que daban acceso a diferentes zonas de la finca, se extendía alrededor de la casa, lo que contribuía, sobremanera, a atenuar el asfixiante calor estival que suele inundar los entornos de la Capital.

Los fines de semana, liberado ya de mi labor pastoral, la vida discurría apacible y sosegada. Optaba yo por aislarme del intenso trajín que suponían mis quehaceres diarios y sólo mi tranquilidad se interrumpía, de forma temporal, por la visita de alguno de mis amigos que acudían a hablar de política, de los problemas económicos y sociales que asolaban el país, y de tal o cual miembro del partido contrario que hubiese suscitado alguna polémica en sus intervenciones semanales.

Uno de estos visitantes, hombre de gran reputación, vasta cultura y extraordinaria afabilidad, era D. Virgilio Márquez, zaragozano de pura cepa y político de vocación que llevaba casi dos décadas ocupando escaño. Era hombre querido y respetado por todos, de gran talento para las relaciones personales y exquisito discurso en tribuna. No se le conocía enemigo alguno y, aun cuando sus intervenciones públicas eran de gran calado y suscitaban un enconado debate con la oposición, sus elegantes y respetuosas formas no despertaban nunca ninguna molestia en sus contrarios ni, incluso, en sus compañeros.

Su rostro era sonrosado, rubicundo, de mejillas abultadas y brillantes que asomaban tímidas entre el cerco que formaban las patillas y el mostacho. Sus ojos eran pequeños y vivarachos, de color negro, y siempre mostraban un intenso brillo fruto de su animado carácter. Su sonrisa era abierta, y su figura, digamos que amplia. Siempre deleitaba a sus amigos con una conversación afable, ribeteada por constantes sonrisas que siempre presagiaban ratos de asueto y entretenimiento, pero aquel día, cuando apareció de improviso en mi casa, su aspecto no era el de siempre.

domingo, 30 de agosto de 2009

Un trago, una historia (2ª parte, y última)

UN TRAGO, UNA HISTORIA.


Usted es muy joven y no recordará aquello, quizás lo haya leído en alguna parte o quizás lo haya escuchado por ahí, pero no lo recordará, estoy seguro—. Parecía divagar, como si tratase de buscar el inicio del relato en algún vericueto de su memoria. — Aquellos eran tiempos malos — continuó —. El trabajo escaseaba, las cosechas no maduraban y los animales no crecían lo suficiente, con lo que muchos días no había nada que poner sobre el plato. Durante la guerra, el caos se había apoderado de todo, y al finalizar, no había más que destrucción, miseria y dolor.

Sin gran cosa con la que mantenerse ocupados, los hombres intentaban conseguir dinero, las mujeres cuidaban de sus hijos y los chicos perdían su infancia en correrías sin destino y trabajos sin futuro. El pueblo era como una tierra yerma y sin agua, en la que nada encuentra cobijo para crecer y las esperanzas se desvanecen al brotar de los corazones. Nada había allí que ofrecer, regalar o tomar, y todos se sentían huérfanos y maltratados, hartos ya de los pesares que les había tocado vivir y ávidos de dichas que nunca recibirían.

Se dice que eran muchos los que soñaban con escapar, muchos los que buscaban abandonar aquellas vidas, llenar las alforjas de sueños e ilusiones y huir a otros lugares más prósperos para encontrar, al fin, la felicidad. Llenaban sus días de visiones halagüeñas, miraban hacia el horizonte y comenzaban a caminar, en busca de una salida o un destino más favorable.

Roberto lo hizo apenas comenzado el día, cuando una tímida luz rojiza acariciaba los campos vacíos. Llenó su bolsa con dos camisas rotas, un par de mudas y muchas promesas, y abandonó su pueblo sin mirar atrás, sin pensar en lo que dejaba allí. En ningún momento pensó en sus padres, ancianos decrépitos y desvalidos que apenas se podían procurar un mendrugo de pan sin la ayuda de su hijo. Nada le importó Susana, la bella chica que llenaba sus días, aquella que besaba sus labios y que había sido tristemente repudiada por haberse enamorado del hombre equivocado y, por supuesto, nada le importaron tampoco sus amigos, aquellos a quienes todo confiaba, aquellos de los que se valía cuando la necesidad estremecía su cuerpo y que nunca lo habrían abandonado a pesar de sus rarezas y defectos. Renunció a todos ellos sin pesar, se echó al camino y comenzó a caminar, impulsado por un egoísmo atávico que, dado su carácter voluble, le había nublado el entendimiento y borrado los recuerdos.

Caminaba a buen paso, con el pecho henchido por el optimismo y una sonrisa en el rostro. Como bandera llevaba la codicia y la soberbia, y como compañero de viaje la ambición más cruel y desmedida.

Un polvo parduzco se levantaba a su espalda, dibujando un camino efímero que nunca nadie podría recorrer de nuevo. Ante él, un horizonte quebrado y luminoso marcaba el inicio de su nueva vida, tras el que se ocultaban los avatares que conformarían su destino. Hacia allí caminó sin cesar, sin perder el ánimo, pensando en los desafíos que se ocultaban tras él y a los que, muy pronto, se tendría que enfrentar. Viajaba risueño, pletórico de orgullo y ensoberbecido por su coraje mal entendido, e incluso se permitió, en alguna ocasión, recordar a los amigos y familiares que había dejado atrás, vomitar al aire una sonrisa socarrona y burlarse de la necedad que éstos habían mostrado al censurar su aventura. Pobres de ellos — pensaba —, que se conforman con malgastar sus anodinas vidas en un pasar sin gloria. Pobres de ellos, que se atan los unos a los otros aun a costa de empeorar sus condiciones. Yo triunfaré, haré riqueza, y cuando me encuentre en mi mansión, rodeado de joyas y belleza, me reiré de todo cuanto ha quedado atrás, de aquellos que me censuraron, de aquellos que no creyeron en mí. Allá ellos con su miseria, que yo seré feliz con mi prosperidad.

—Vaya, no era un hombre muy agradable ¿no? —, interrumpí. Él me miró durante un instante, bajó la vista de nuevo y permaneció así unos segundos, con la mirada fija en unos recuerdos ya casi olvidados o en unas sensaciones que odiaba revivir.
—No lo era, no —, respondió, apesadumbrado.

—Veamos, ¿por dónde iba? —, murmuró para sí, con su voz bronca. — Ah, sí, ya sé. Caminaba hacia el horizonte. El sol le golpeaba las espaldas con una fiereza inusitada para la época, pues aún el verano se encontraba muy lejos. Los mosquitos le mordisqueaban la piel, el sudor resbalaba por su rostro, bosquejando trazos rectos sobre la piel acartonada, y el aire seco del desierto mellaba su ánimo, pero no su ambición.

Mientras sus pies hollaban pesadamente aquel erial solitario, su mente se sumergía en sueños de grandeza y poder, en los que se veía a sí mismo atendido con servilismo por sus antaño seres queridos. Se alzaba él sobre sus cabezas, los miraba con arrogancia desde su atalaya y les dictaba órdenes que eran, de inmediato, cumplidas. Soñaba con olvidarse de sus penurias, dejar atrás las penalidades que le había tocado vivir y resarcirse por lo inmerecido de sus días pasados, labrarse un futuro y forjar la fortuna a la que tenía derecho.

Sus sueños, estaba seguro, pronto se harían realidad. Él se lo merecía, y haría todo lo posible por llegar a ellos, costase lo que costase. Haría lo que fuese necesario, y lo haría complacido.

— ¿Y nunca pensaba en los suyos? —, pregunté asombrado.
— Oh, sí —, contestó él con su sonrisa triste. —Pensaba muchas veces en Susana. La bella Susana. Aquella chica que había dado todo por él. Había soportado el rechazo paterno, la distancia y los disgustos, y hubiera soportado cualquier cosa, simplemente porque le amaba, porque estaba ciega de pasión y nada le importaban los menoscabos que pudiese padecer. Era una mujer guapa, discreta, de esas bellezas tranquilas, sin ostentaciones ni desmesuras, en las que unos ojos limpios y una sonrisa sincera destacan ante todo. Roberto recordaba muchas veces sus besos, cálidos y suaves, sus caricias, tan tiernas, tan tímidas, que recorrían su mentón con delicadeza, como quien sostiene un pajarillo entre las manos, medroso de que éste escape. Pero no recordaba mucho más. No crea. El amor no era importante para él. La verdad es que nunca lo había sido, y Susana no era mucho más que otras chicas que habían pasado antes por sus brazos. Al igual que ella, otras muchas lo harían después, y cuando fuese rico, todas caerían rendidas ante sus encantos. Muchos decían que presumía de ello, de sus conquistas y de lo que iba a lograr, pero Susana siempre le perdonaba sus alardes y sus desmanes. Era una buena chica, pero con mala suerte, y el único que no se daba cuenta de ello era Roberto. Quizás fuese que su corazón era demasiado duro, no sé.

—Pero bueno, continuaré con la historia, que estoy divagando —.

—Si no le importa, la resumiré. Si me ando por las ramas, acabaremos muy tarde y debo retirarme a descansar. Además, sólo me ha invitado a un vino —.

Recuerdo haber sonreído al escuchar aquello. Me caía bien aquel anciano taciturno y tristón y, aunque su historia no era muy buena, su compañía me resultaba grata. Dispuse que le sirviesen otro trago y, ya más animado, continuó. Ciertamente, un vino no era demasiado.

—El viaje a San Esteban duró varios días. El caminar se hacía pesado, ciertamente arduo, y las noches se volvían largas y frías, al verse obligado a permanecer tumbado sobre el suelo, con la única protección de una manta de lana. Ello prolongaba las horas de vigilia pero, al mismo tiempo, le permitía regodearse en sus anhelos de fortuna, con el cielo como techo y el viento por única compañía. Soñaba que la riqueza acudía a su encuentro, dispuesta a entregarse a él y así regalarle cuantos placeres hubiese imaginado hombre alguno. Soñaba con poseerlo todo, con adueñarse de todo, sin detenerse ante nada. Se sabía merecedor de ello, pero pensaba que sólo había un modo de conseguirlo. El trabajo no le daría poder, no le daría fortuna, no, de eso estaba seguro, pero el miedo sí. El miedo sí lo lograría, y ése debía ser el camino a seguir. Conseguiría infundir miedo, terror, a todos los que se encontrasen con él, y así ellos le darían cuanto desease. Sí. Estaba seguro. Eso haría.

Llegó por fin a su destino, con el cuerpo quemado por el sol, los músculos fatigados y el corazón emponzoñado por la ambición. La grandiosidad de la ciudad le sobrecogía, se sentía ebrio de asombro y el corazón le palpitaba con fuerza por la emoción. Ante él se desplegaban enormes bulevares, gigantescas plazas abarrotadas de gente y miles de callejas que recorrer y disfrutar. Los bombardeos le habían otorgado su perdón, y la ciudad lucía un esplendor exultante, así que San Esteban sería, sin duda, un buen lugar para comenzar.

Decidió encaminarse hacia la zona de “Las Huertas”, donde se hacinaban prostitutas, ladrones, asesinos y vagabundos. Era un grupo de callejas repletas de suciedad, vacías de compasión, que conformaban un dédalo inextricable de corrupción, maldad y dolor en el que muy pocos osaban entrar. Roberto, sin embargo, nada temía, pues allí malvivían dos tipos muy extraños por los que siempre había sentido una malsana atracción, y la simple mención de su amistad constituía un privilegiado salvoconducto. Seguramente se tratase de ese especial influjo de lo prohibido, de ese curioso gusto por lo que no nos es dado recibir, por lo vetado y lo ajeno, al que tan solo podemos acceder si lo tomamos por la fuerza, pero el caso es que nuestro amigo siempre había experimentado una querencia intensa por reunirse con aquellos dos sinvergüenzas y compartir con ellos correrías y desmanes, y hasta allí se dirigió para cumplir su deseo.

Los encontró en una taberna oscura y neblinosa, rodeados por jarras espumosas de cerveza tibia. Se acercó a ellos con los brazos en alto, profiriendo un grito de alegría que llamó la atención de todos cuantos había allí y se sentó a su lado, exultante por las sinceras muestras de alborozo de sus viejos amigos.

Resultaba una pareja ciertamente llamativa. El más alto, llamado Rodrigo, era un hombre que, por su extrema delgadez y lo ajado de su piel, semejaba rebasar los cincuenta años, de pelo alborotado y escaso, piel trigueña y labios muy finos. Su mentón parecía sobrepasar lo que se hubiese considerado normal, pero tal desproporción se veía correctamente compensada por el tamaño de la nariz, aguileña y envalentonada como arma puntiaguda. Tal apéndice parecía un arma arrojadiza, siempre dispuesta a arremeter contra el enemigo y, desde luego, era lo más principal de la anatomía de su propietario, haciendo que cualquier otra característica palideciese en comparación con ésta. Su carácter era huraño, callado y taciturno, y tanto su voz como su sonrisa permanecían, casi siempre, ocultas a sus congéneres.

Su amigo, por el contrario, era lo menos parecido que podríamos encontrar. Bajo y gordezuelo, mostraba un rostro rubicundo, de mejillas abultadas y ojos saltones, nariz tacha y labios desmedidos que parecían sobresalir, como agobiados, en busca de oxígeno. Se llamaba Francisco, pero su mote, por motivos que a nadie extrañaría, era “silbón”. De aspecto tímido e insignificante, su carácter burlón y dicharachero desmentía tal afirmación de modo incuestionable. Su socarronería era conocida en toda la comarca y, aunque muchas veces le había ocasionado algún que otro enfrentamiento, la mayor parte de la gente lo tenía por un hombre de buen trato y agradable conversación, dado a las chanzas y a la juerga, y al que nunca un trabajo le malograba un momento de asueto o diversión.

Ambos eran conocidos delincuentes, acostumbrados a realizar pequeños hurtos y robos que les proporcionaban lo suficiente como para sacudir el hambre del cuerpo y acallar su sed de vino y aguardiente, pues su escaso entendimiento no les facultaba para acometer mayores empresas. Roberto, sin embargo, sí era capaz de soslayar ese problema.

Muchas veces había demostrado su valor, su temeridad y su capacidad de liderazgo. Por todos era conocida su nula disposición a arredrarse, su arrojo ante el peligro y su feroz enconamiento ante los avatares. Su enfermizo deseo de riquezas podía más que su honradez, y nada ni nadie podría detenerlo.

Los siguientes años darían buena muestra de ello.

Fue una época de maldad, de robos y de crímenes. Corrían en pos de la riqueza a lomos del odio, ahítos de sangre y cegados por el dinero. Juntos robaron tanto, y a tantos, que pronto su nombre se hizo conocido en toda la comarca. Con el paso del tiempo, su forma de actuar, que al principio era errática y nocturna, se volvió más atrevida, mucho más descarada, pues la gran notoriedad que habían alcanzado, lejos de hacerles recaer en la prudencia, les causaba gran orgullo. A su paso, los pueblos se cubrían de terror. Su nombre corría en boca de todos, por todos era temido y todos los hombres de mal vivir ansiaban formar parte de su grupo. Sus botines llegaron a ser inmensos, sus atracos innumerables, y su codicia inabarcable. Disfrutaban de lo obtenido en orgías que llegaban a durar varios días, gozando de la compañía de mujeres fáciles y cariñosas y de los halagos de cuantos borrachos sedientos se topaban Se creían invulnerables, poderosos y admirados, y era tal su ceguera, que se creían dotados de un halo casi divino, que les facultaba para acometer lo que les viniese en gana.

Su fama adquirió tal magnitud, que pronto su captura se convirtió en un problema de la mayor urgencia. Las autoridades no podían tolerar la situación durante más tiempo, y así decidieron adoptar medidas ciertamente drásticas. Gran parte de las fuerzas policiales fueron destinadas a la investigación de la banda, a su persecución y acoso. Y los resultados llegaron muy pronto.

La caza terminó una noche de marzo, cuando la muerte se adueñó de la escena. Se vieron acorralados al pie de una montaña, donde se habían ocultado con la esperanza de pasar inadvertidos, pero pronto entendieron que, en esa ocasión, la suerte, tantas veces compañera leal, les iba a resultar ciertamente esquiva. Su estrella se apagó esa noche, lanzó un último destello mientras peleaban con fiereza y dejó de brillar para siempre. Rodrigo y Francisco cayeron acribillados a balazos, pero Roberto no tuvo tanta suerte. A él lo cogieron con vida, y tuvo que pagar por todos sus crímenes.

El juicio se retrasó el tiempo suficiente para que la noticia de la detención corriese por toda la comarca y así permitir una celebración multitudinaria. Nunca en la historia hubo sesión alguna que congregase a tanta gente, y aún hoy, cuando ya el tiempo se ha llevado casi todo, muchos son los que recuerdan aquellos días, cuando Roberto, el criminal más famoso de la historia de San Esteban, hubo de pagar por las atrocidades cometidas.

Mientras ese día llegaba, los castigos, las venganzas y las palizas acabaron por convertirse en rutinarias. Su cuerpo fue golpeado, azotado, y hasta quemado, pues mucho era el odio que los policías habían acumulado y muchos los días que permaneció encarcelado en los calabozos de la comisaría. Mientras tanto, la única esperanza que se veía capaz de albergar era que, una vez terminado el juicio y dictada la sentencia, su estancia en la cárcel fuese llevadera y las torturas desaparecieran.

También ahí se equivocó. Fue condenado a veinte años, pero para él fue casi una vida.

La estancia en la cárcel consiguió doblegar su carácter indomable. Las palizas, los aislamientos, las enfermedades contraídas, unidas a una premeditada falta de los cuidados necesarios, contribuyeron a hacer de Roberto una sombra de lo que había sido. Su altanería, tan afamada durante años, dio paso a una desmedida introversión, su beligerancia se tornó docilidad y su soberbia en humildad. Cuando por fin abandonó el penal, apenas cumplidos los cincuenta y cinco años, ya no era más que huesos enlazados por jirones de piel, ojos hundidos en una máscara demacrada y un constante temor arraigado en su pecho, imbuido por golpes y desdichas. Caminaba como un espectro adormilado, con un torpe arrastrar de pies y la mirada encerrada entre recuerdos. Vagaba sin rumbo ni esperanza, recogía con vergüenza aquellas migajas que algunos desprendidos le lanzaban y se alejaba de todo contacto o relación que pudiese surgir, pues nunca nada satisfactorio habría obtenido de ello. Parecía un perro abandonado, huidizo y acobardado, al que todos maltratasen. A partir de entonces, su vida sería así.


Cuentan que un día, cuando ya se veía enfermo y casi moribundo, Susana se acercó a él. Aún lucía aquella belleza discreta de antaño, de ojos grandes y sinceros, aquella sonrisa tímida, apenas perceptible, y aún su piel era delicada y suave, tibia, inmaculada. Roberto vio cómo se aproximaba. La reconoció al instante y se sintió perdido. Un extraño pesar atenazaba sus tripas, un nudo férreo se refugió en su garganta y un sudor frío comenzó a brotar. Intentó refugiarse contra la pared, se arrebujó en su abrigo y su mirada se tornó huidiza. Hacía ya mucho tiempo que el remordimiento le mellaba las entrañas, que el arrepentimiento le hollaba el sentido, pero ver de nuevo a su antigua novia, ser consciente de la oportunidad perdida, del daño causado, le carcomía el corazón. Ansiaba encontrarse con ella, oler su cabello o acariciar su piel, pero odiaba que fuese así. Sabía que el pasado no se puede recuperar, que los recuerdos son tenues e inasibles y que el amor frustrado apenas son cenizas. Nada podría cambiar eso. Su oportunidad —él lo sabía—, se había ido para siempre.

La mujer llegó hasta donde él yacía, acurrucado en una esquina para protegerse del frío y de la lluvia. Se acuclilló frente a él, extendió la mano y le entregó unas monedas, mostrando una sonrisa tímida, apenas perceptible, como siempre había hecho. Un leve roce de su piel pálida recorrió las manos gastadas de Roberto, los dedos endurecidos y callosos, como una brisa suave y salvífica. Un estremecimiento recorrió su espalda, un intenso dolor cruzó su corazón, y ella se marchó para siempre, ajena a la identidad de aquel indigente que sufría arropado entre baldosines y tabiques.

— ¿Y no se volvieron a ver jamás? —, pregunté yo, sorprendido por el tono de emoción que ribeteaba mi voz.
— Nunca más —, respondió él, sumergiéndose de nuevo entre las siluetas informes de su vaso rojizo. Permaneció así unos segundos, absorto en sus palabras, y luego se levantó.

Apoyó sus manos en la mesa, se incorporó lentamente, sin duda envuelto en un dolor que quebraba sus huesos y comenzó a caminar, con un paso arrastrado y taciturno, como un espectro adormilado.

—Espere. Es usted, ¿no? Roberto, el de la historia. Es usted.

El anciano se detuvo, giró la cabeza y me miró con aquellos ojos eternamente acuosos, cubiertos por un humor denso que sus lacrimales se veían incapaces de aliviar. Bajó la mirada al suelo, encerró sus ojos en recuerdos y sonrió, con una sonrisa triste, cansada, muy cansada.


FIN

domingo, 16 de agosto de 2009

Un trago, una historia (1ª parte)

No temáis, no es una historia de terror o, al menos, no pretende serlo.
UN TRAGO, UNA HISTORIA

Han pasado ya muchos años, pero aún hoy, cuando su rostro se me dibuja desvaído y confuso, y su silueta encorvada no es más que una triste sombra de telas desmadejadas, sus palabras siguen llegando a mis oídos de forma clara y vívida, animadas por aquella voz ronca y aguardentosa que empujaba los sonidos con pesar, como si temiesen abandonar su cobijo más preciado para acabar recluidos en un paraje inhóspito y desapacible. Desconozco cuales son los motivos que me han llevado a anclar su recuerdo en mi memoria, cuáles los que me impulsan a relatar esto ahora, pero desde luego él sigue ahí, con su voz retumbando en mi interior, como un insistente soniquete que me advierte de la importancia de no olvidar, o de lo triste que resulta el hacerlo.

Recuerdo haber llegado a una taberna sucia, casi ponzoñosa, repleta de hombres sin futuro y con demasiado pasado a sus espaldas que no cesaban de beber. A solas con sus historias, abotargados por la desidia y el alcohol, rumiaban sus desdichas sin desprenderse del dolor que ellas les causaban. Recuerdo haber sentido cierta angustia o desazón al entrar, cierta pena por la desolación que las miradas de los que allí había me mostraban, y recuerdo haber visto a aquel hombre en una esquina del bar, arrebujado en su gabán, con un vaso de vino ante él. El humo de su cigarro jugueteaba con las guedejas de su barba, ascendía en volutas hasta su cabello y se desvanecía como por ensalmo, al igual que sus recuerdos inmediatos, sumido como estaba en los pasados.

Sus manos, ásperas y gruesas, acariciaban toscamente el vaso de vino, dibujando a su paso bastas siluetas sobre la superficie mojada. Casi de modo inconsciente, su mirada se clavaba en ellas, lánguida y perdida, como si en el húmedo cristal pudiese hallar la solución a sus pesares.

No sabría explicar por qué, pero me acerqué a él. Su aspecto no se diferenciaba mucho del de sus compañeros de taberna, pero algo me impulsó a aproximarme. Mis pasos eran lentos, podríamos decir que vacilantes, temerosos de arrancar al viejo de su ensimismamiento. Cuando llegué a la mesa alzó la cabeza, me miró unos segundos de forma desmayada, como si mirase al vacío, y volvió a clavar su vista en el vaso. Sus ojos me sorprendieron. Se veían enturbiados, pero no por el alcohol. Su mirada imprecisa estaba inundada por la tristeza, por el dolor, por un dolor que se enquista y engangrena, y que se muestra ajeno a cualquier remedio o lenitivo. Eran ojos embargados por una honda pena, eternamente acuosos y cubiertos por un humor denso y grisáceo que sus lacrimales se veían incapaces de aliviar.

Pese a su escaso interés, decidí sentarme frente a él; quizás fue por pena, quizás por curiosidad, no sé, pero el caso es que me senté. Le hice una seña al camarero, un hombre flaco y muy feo que miró con desagrado a mi nuevo amigo. Éste, ajeno al desaire, permanecía absorto en sus ensoñaciones. Nada de cuanto había allí le importaba, ninguna compañía resultaba grata, y ningún desdén suponía una ofensa. Ni aun cuando le sirvieron el vino al que yo invitaba mostró cambio alguno en su rostro.

Al rato, cuando yo ya había perdido la esperanza de entablar conversación y una intensa sensación de ridículo recorría mis tripas, levantó la cabeza, mostró algo similar a una sonrisa, frunciendo los labios con timidez y escasa soltura, y comenzó a hablar.

-Gracias –dijo, sin atreverse a mirar de frente.
-No hay de qué- contesté yo con una sonrisa estúpida. –Disfrútelo.

Agarró el vaso con fuerza, cerrando sus dedos en torno a él, y le dio un pequeño sorbo. Después se llevó la manga del abrigo hasta la boca, en un gesto descuidado y sobrevenido, y se limpió algunas gotas rojizas que aún salpicaban su bigote.

-Debo contarle una historia –susurró, sin dejar de mirar el vino.
-¿Qué?- pregunte yo, que apenas había escuchado nada.
-Debo contarle una historia- repitió. –Así debe ser. Un trago, una historia.
-Bueno. Es buen cambio –concedí.
-Así me gano la vida, ¿sabe? Cuento historias, y la gente me paga por ello. Usted me ha invitado; debo responder- Me miraba con una aire infantil, como esperando hallar en mí alguna muestra de sorpresa

-Es una historia triste, bastante fea, y seguramente no sea cierta, no sé, pero es una historia.
-Bien. Comience entonces.- propuse divertido.
-De acuerdo. Comenzaré. – Se llevó el vaso a los labios, se limpió como había hecho antes y comenzó a hablar.

domingo, 2 de agosto de 2009

Confesiones de odio ante la muerte

Aquí os dejo un pequeño relato que he escrito este fin de semana. Perdonad el tono morboso e irreverente, pero me ha salido así. Espero que os guste.
Un abrazo a todos.
Ahora, "Confesiones..."







Nunca he sentido temor ante la muerte, nunca jamás me he preocupado por ella y ni un solo minuto de mi tiempo he ocupado en pensar cómo sería el fin de mis días, cómo debía afrontar su llegada o cuáles serían los sentimientos que albergaría mi corazón ante los últimos alientos de mi vida y, sin embargo, casi desde el principio de mis recuerdos, mi vida se ha visto rodeada, y casi tomada, por una extraña y absoluta obsesión hacia ella.

Siempre he sentido, y no me cuesta reconocerlo, una irrefrenable necesidad de causar daño a los demás, de torturarles, de infligirles dolor hasta que, extenuados y aterrorizados, me suplicaban por su vida. O por su muerte. Saberse en posesión de una vida ajena, ser consciente de ello, sentirse capaz de arrebatarla, es una de las sensaciones más excelsas que puede experimentar un hombre. El hecho de quitar una vida, de asesinar a alguien y quedarse inmóvil, viendo cómo la sangre fluye, cómo los ojos se tiñen de oscuridad, cómo el alma se evapora, constituye el disfrute del poder más omnímodo, el goce del libre albedrío sin trabas ni corsés, la cumbre máxima de un pasar. Sólo es necesario actuar con firmeza, con pasión, con valor, y observar. Observar y limitarse a sentir cómo se escapa una vida, cómo llega la muerte, y no pensar en nada más que en paladear el enorme placer que todo ello produce.

Nunca he podido explicar qué extraño mecanismo es el que se pone en marcha en mi interior para desencadenar ese torbellino de gratas sensaciones que el crimen despierta en mí. Nunca me lo he preguntado, la verdad, pero es que nunca me ha importado. Tan sólo lo sentía y, por ello, siempre he dado rienda suelta a mis instintos.

Ahora, sumido en la penumbra de mi celda, con los huesos carcomidos por la humedad de estas cuatro paredes, pienso en todo aquello que he hecho, en todos aquellos a los que les he quitado la vida, en sus rostros, en sus llantos y en sus últimos estertores. Veo sus muertes, recuerdo el placer que me propiciaron, y no me arrepiento. Quizás sea debido a eso que los loqueros llaman ausencia de empatía, quién sabe, pero nunca he sentido el más mínimo arrepentimiento por lo que he hecho y, desde luego, nunca voy a pedir perdón por ello.

Una vez transcurrido el juicio, una vez dictada la condena, muchos se han esforzado por esclarecer los motivos que me impulsaban a actuar así, por dilucidar las posibles causas que aclarasen mi comportamiento para, al mismo tiempo, alejar de sus mentes la convicción de que cualquiera puede matar y disfrutar con ello. Desean esquivar la idea de que uno de ellos, si las circunstancias y el valor así lo determinan, puede convertirse en un asesino en serie. Necesitan sentirse seguros. Ansían pensar que nuestra actitud se debe a una serie de traumas escondidos en algún recóndito vericueto de nuestro ser, para así cerciorarse de que ellos, honrados miembros de la sociedad, están a salvo de tan horrible proceder. ¡Ja! Pobres ilusos. Apenas saben nada. Tan sólo hace falta probar. Basta con hundir un puñal en las costillas de un hombre, sentir cómo se desvanece, cómo su aliento te golpea las mejillas y cómo la muerte acude para nublar sus ojos. Basta con eso, y ya nunca jamás podrás dejarlo. Créame, pruebe, y lo entenderá. Se dará cuenta de ello. Se dará cuenta de que ya no son necesarias las excusas. Nunca lo han sido. A mí, al menos, no me han hecho falta.

Me han llamado criminal, asesino, carnicero y psicópata. He sumido en el terror a toda una sociedad, la he mantenido en vilo durante largos años, casi en jaque y, desde luego, todos han temblado ante la simple mención de mi nombre. Muchos de ellos –estoy seguro-, absortos en sus cavilaciones, enfrascados en los problemas de sus irrisorias vidas, ante un simple ruido a sus espaldas, han despertado repentinamente de ellas, han mirado hacia atrás con temor, casi con pánico, abriendo desmesuradamente los ojos para descubrir, con alivio, que no había sido más que un perro callejero, una lata rodando por el suelo o un patético viandante que, como ellos, paseaba vacilante y ensimismado por las calles de cualquier ciudad. Y entonces, a pesar de ello, su caminar se torna más ligero, mucho más rápido e inquieto, y sus ojos no cesan de recorrer las calles de un lado a otro en busca de algo que desconozcan, algo que les resulte extraño o inquietante, para apurar aún más el paso y recluirse vergonzosamente, calladamente, en la quietud y en la irreal seguridad de sus hogares.

-¿Y se siente orgulloso de ello?- preguntó el sacerdote asombrado.

-¿Cómo no estarlo, Padre? Cuando uno llega tan alto, cuando uno es tan poderoso como yo lo he sido, el orgullo invade, por fuerza, todo nuestro ser. He visto cómo la gente temblaba ante mí, cómo se postraban implorantes, con el rostro bañado por las lágrimas, para suplicar por sus vidas. Sabían que estaban ante la esencia misma del mal y se reconocían incapaces de enfrentarse a él. He visto su miedo, he gozado de él, y he llegado al éxtasis al ver su sangre derramada entre mis manos y notar cómo su tibio tacto se escurría entre mis dedos. Eso es poder, Padre, y yo he podido disfrutarlo.- dijo con un gesto crispado en su mentón, apartando ya de sí la parsimonia y los buenos modales.

El Sacerdote se santiguaba sin cesar, mostrando una expresión entre perpleja y horrorizada. Un frío intenso se había alojado en su pecho.

-¿Y su alma? ¿Qué me dice de ella? Se acerca la hora, no muestra arrepentimiento, va a morir, y su alma se condenará para toda la eternidad. ¿Acaso eso le deja indiferente?

Una cínica sonrisa asomó al rostro del asesino.

-¿Mi alma? Por favor, Padre, no me venga ahora con esas estupideces. He visto la muerte tantas veces que ya casi soy incapaz de enumerarlas. He sentido cómo llegaba, cómo se apoderaba de mis víctimas, y nunca jamás he visto alma ninguna. No creo que exista, sinceramente, pero si realmente existe, si realmente poseemos un alma, estoy bien seguro de que el Diablo me tratará como a un hijo. Sonreirá al verme, me acogerá en su seno, ¿quién sabe si a su diestra?, y juntos disfrutaremos con el recuerdo de todos aquellos a quienes he matado. O sea que déjese de estupideces, acabe con aquello que ha venido a hacer y váyase con viento fresco.

-Lo lamento, créame; lo lamento por su alma, pero nunca he visto a nadie tan merecedor del castigo eterno como usted. Mi presencia aquí ya no es necesaria.- Ante la mirada divertida y arrogante del condenado, el Sacerdote se levantó, llamó a los Guardias y abandonó la mazmorra sin mirar atrás. Su paso era triste, taciturno, pero ni una vez entornó la cabeza para tratar de atisbar un gesto contrito en el reo, pues sabía vano el esfuerzo.

Mientras abandonaba el penal, el eco de sus pasos por el corredor se veía acompañado por el estruendoso sonido de las últimas bravatas del asesino.

-Nos veremos en el infierno, Padre, ya lo verá. Se postrará ante mí, como todos aquellos que ya lo han hecho, y yo sonreiré ante su dolor.

Días después, cumplida ya la sentencia, el sacerdote lloraba como un niño, medroso y frustrado. Tras su entrevista con el asesino, después de haber escuchado una aterradora letanía de horrores y maldades, un cúmulo de sentimientos contradictorios afloraban a su corazón. Sentía repulsa, indignación, asco y pena, sí, pero también impotencia. Se había visto incapaz de obtener alguna muestra de arrepentimiento. No había conseguido que el mal se apartase ante la inminente llegada de la parca, y un alma más se había condenado para siempre. El perdón no había sido otorgado, y el Diablo se alzaba victorioso. Y sin embargo –rezaba porque así fuese-, aún quedaba una esperanza.

Tan sólo en el último segundo, cuando la muerte ya casi se había albergado en el cuerpo del ejecutado, el sacerdote pudo vislumbrar una pequeña lágrima, muy tímida, brotando de unos ojos muertos.

Rogaba a Dios porque esa fuese la señal esperada. Rogaba a Dios porque, aun en el último instante, el hombre hubiese sido perdonado. Rogaba a Dios que no volviese a suceder.

Tan sólo esperaba ser escuchado.

FIN

lunes, 27 de julio de 2009

La casa de mis pesadillas (5ª parte, y última)


Ver aquellas imágenes tan vívidas, aunque tan lejanas y ajenas, me repugnaba. Me corroía las entrañas el conocer el fatal desenlace de los jóvenes amantes, tan inocentes, tan vulnerables, que apenas habían tenido oportunidad alguna de escapar.

El chico había caído muerto entre llantos y estertores de agonía, clamando porque se respetase la vida de su adorada amiga. Había caído horriblemente mutilado, con las carnes cercenadas por un cuchillo de gran tamaño mientras los gritos desesperados de su amada retumbaban en sus oídos. Sus piernas habían flaqueado al comienzo de la lucha, nada más recibir la primera cuchillada. Había caído al suelo impotente, levantando las manos para protegerse de los ataques recibidos, aunque con la vista fija en los ojos de su amada, que le observaba con horror desde un rincón. Mientras su cuerpo era acuchillado con saña y sus ropas se cubrían de sangre, sus ojos se velaban por un velo acuoso, salado, que brotaba por la rabia y el amor, y sus labios dibujaban un nombre en silencio: Elena.

Ella lloraba sin cesar, rota por el horror, ante el cuerpo mutilado de su enamorado. Se acuclillaba contra la pared, abrazada a una vieja muñeca de porcelana de rostro blanquecino y ojos grises, aguardando, inocentemente, la hora de su muerte. La sangre lo inundaba todo, se estrellaba contra las paredes hasta formar grandes salpicaduras, avanzaba por las baldosas, pesadamente, y se reflejaba como un fondo rojizo en las pupilas del chico muerto.

Los padres de Elena se ensañaban en su crimen, alzaban sus brazos por encima de sus cabezas y descargaban el golpe con violencia, hasta hundir sus puñales en el cuerpo de su víctima para arrebatarle la vida y las esperanzas. Sus ropas estaban cubiertas de sangre, sus rostros crispados por el odio, convulsos de rabia, con los ojos desmesurados y ardientes. Se enconaban en sus ataques, ciegos de ira, y daban golpes sin parar, una y otra vez, una y otra vez.

Agotados por el esfuerzo, se detuvieron un instante, sonrieron de forma macabra al contemplar su obra y, muy pausadamente, se giraron hasta encararse con su hija.

Sólo pude ver una imagen más: un viejo roble de tronco parduzco, ahuecado por una podredumbre negra y húmeda que hacía brillar su interior, solitario en un gran prado que circundaba la casa. Su copa, trasmocha e irregular, era azotada con suavidad por un viento débil que mecía sus hojas casi con ternura. A sus pies, una pequeña porción de terreno parecía estremecerse por un ligero temblor.

Desaparecidas ya las imágenes de mi mente cansada, ahíto de tensión e inquietud, me desperté.

La sensación de desasosiego, de rabia, que experimenté al tomar conciencia de los horribles acontecimientos que rodearon la vida y la muerte de la joven Elena, causaron tal mella en mí que, por primera vez, sentí odio, un odio verdadero, capaz de impulsarme a matar o ser matado. Tal brutalidad no era concebible para una mente tan civilizada como la mía o para cualquiera que no se viese henchido por la maldad. Refugiado en la protección que ofrece una vida tranquila y apacible, alejado por la fortuna de los sinsabores y las penurias de una existencia aciaga, mi cabeza no era capaz de albergar semejantes impiedades. Todo mi ser se rebelaba contra los padres de Elena, todo mi fuero interno me llevaba a repudiarlos allá donde estuviesen y desearles la peor de las muertes, la condenación eterna y el sufrimiento más intenso que ser alguno hubiese podido imaginar. Los odiaba por lo que le habían hecho a su hija, por el asesinato del joven enamorado, por erigirse en jueces y verdugos y violar así todo sentimiento humano, de amor y cariño, que a todos nos es dado recibir. Los odiaba por ser cómo eran, y siempre los odiaría, hasta el último de mis días.

Todo ese odio me impulsaba a saber más, a tratar de esclarecer aquellos hechos que habían venido a mi vida para colmarla de angustias y desdichas, e intentar verter algo de paz sobre la triste mirada verde de la pobre Elena.

Debía saber algo más, y sabía adónde debía dirigirme para ello.

Decidido, aun sin despuntar las primeras luces del día, me dirigí hacia el bar. La propietaria podría, sin duda, explicarme algo. Conocía la historia de la casa, había mencionado a una niña y había salido huyendo, visiblemente asustada.
Crucé la puerta del local muy excitado. La posibilidad de aclarar todo aquel embrollo me impulsaba a la zozobra y al descontrol, y ya no sentía necesidad alguna de mostrarme pacífico o sereno. La puerta se golpeó con estrépito detrás de mí, y la quietud del restaurante se quebró por unos segundos.

El bar estaba vacío, oscuro. En un rincón del mostrador, rodeada por botellas de refrescos, la mujer me miraba con asombro, casi con miedo.

Verla de esa forma, tan frágil, tan vulnerable, hizo que me arrepintiese de entrar con semejante alboroto y fragor, y al instante adopté una disposición más dialogante.

-Perdóneme- me excusé. – No he querido asustarla. Sólo he venido a hablar con usted.

Ella me reconoció al instante, y comenzó a balbucir una serie de excusas ininteligibles, al tiempo que se encaminaba hasta la cocina para dejarme de nuevo sin respuestas.

-No se vaya, por favor. Le ruego que no se vaya.- imploré. –Sólo quiero hacerle unas preguntas.
-Váyase, por Dios. No quiero hablar con usted.- me espetó casi sollozando. – Déjeme en paz.
La sujeté por un brazo; no podía permitir que se marchara de allí sin responder a mis preguntas, no podía perder mi única salida. -¿A qué se refería cuando dijo “niña mala”?- pregunté con insistencia. – Usted también lo oyó, ¿no es cierto? También lo oyó.- inquirí con nerviosismo.
-Déjeme en paz- gritó, desasiéndose de mi abrazo y echando a correr pasillo adelante. Segundos después cruzaba la puerta de la cocina.
-Ni se le ocurra- dijo una voz detrás de mí, cuando yo me disponía a saltar el mostrador para ir en su busca.

Me giré para ver quién era el que se había apostado a mis espaldas.

Un hombre de unos setenta años, de rostro flaco y tocado por una gorra deportiva, se acercó a mí. Lucía una expresión seria, enfurecida y, a pesar de su ya avanzada edad, su abultado corpachón le daba un aspecto amenazador.

-Perdone, pero sólo quería hablar con ella.- me apresuré a contestar algo medroso.
-Es usted el nuevo técnico ¿no? – preguntó secamente.
-Así es. No he querido asustarla, pero necesitaba hablar con ella.- expliqué mientras él se situaba tras el mostrador y encendía la máquina cafetera.
-Es mi mujer. No se preocupe.- contestó conciliador. Dispuso dos pocillos de café y me obsequió con uno de ellos. Me ofreció una botella de aguardiente, que yo rechacé, pero él se sirvió una copa.
-Se aloja en la casa de Os Prados ¿no?
-Sí. Por eso quería hablar con su mujer.

Me miró fijamente, con cierto aire de preocupación. Me estudiaba con detenimiento, como si pretendiese analizar mis pensamientos. Un palillo viajaba con rapidez por sus labios, de una comisura a la otra, girando sobre sí mismo. Lo escupió al suelo con fuerza y se secó la boca con la manga de la camisa.

-Los ha visto, ¿ no ?- me preguntó de repente.

Me quedé helado, sin saber qué responder o cómo actuar. Él me miró pensativo.

-Sentémonos- contestó al fin. Llevó las tazas de café hasta la mesa más cercana y ambos nos sentamos a ella.
-No se han ido ¿no? – preguntó de repente.- Siguen ahí, ¿verdad?
-¿Qué sucede en esa casa? Necesito saberlo, por favor.- pedí, casi imploré, con ansiedad.

Él no dejaba de observarme. Su rostro mostraba una honda preocupación; se debatía entre guardar silencio, y así mantenerme en la más dolorosa ignorancia, o contarme al fin la historia y satisfacer mi necesidad. Yo estaba en vilo, ávido de respuestas, aunque temeroso, al mismo tiempo, de ellas
-Verá.- se decidió al fin. - Todo lo que ha visto tiene una explicación muy sencilla. Quizás no se lo parezca en este momento, pero así es. Usted es un hombre estudiado, un hombre de ciencia, y los libros no le permiten mantener una mente abierta ante todo aquello que se nos muestra extraño o desconocido. Nosotros, sin embargo, no somos más que personas incultas, ignorantes, y menos dadas, por tanto, a prejuicios o dogmas científicos. Sabemos que hay cosas ocultas, hechos que se rebelan contra todo lo establecido y que no entienden de reglas o teoremas. Frente a ellas, simplemente nos limitamos a aceptarlas como tales y, por supuesto, a temerlas.- Hizo una pausa en su relato. Quizás pensara que era necesaria para que yo pudiera asimilar el verdadero significado de todo aquello, y a fe mía que no se equivocaba en absoluto. Su voz era ronca, algo quebrada por el cansancio o la edad, pero tenía un cierto efecto tranquilizador. Junto a él - ignoro el por qué -, me sentía más sereno, más acompañado y protegido. Al menos, pronto tendría las respuestas que tanto ansiaba.

El hombre continuó hablando.

-Mi mujer lleva en los Ancares toda su vida. Nació aquí, y ya nunca se fue, pero yo no. Yo vine a trabajar y me quedé, ya ve usted. La conocí hace ya muchos años, cuando ella era una mujer tímida, asustadiza, que casi no salía de casa. Me enamoré y nos casamos, y con el tiempo, gracias a mi compañía, a mi ayuda, fue mejorando, pero nunca pudo desprenderse por completo de esos ataques repentinos de miedo de los que usted ha sido testigo. – explicó algo compungido.
-Esos ataques, ¿se deben a lo que he visto en la casa?- pregunté con interés.
-Así es. Cuando aún era una niña, mi mujer vio algo que casi la pone loca. Tardó muchos años en superarlo y, en cierto modo, aún no lo ha hecho.
-No me obligue a insistir, hombre, ¿qué es lo que vio su esposa?- urgí al hombre, que esbozó una sonrisa triste antes de responder.
-El asesinato de su hermano.- contestó con sequedad.- El asesinato más cruel que usted se pueda imaginar.
-El comienzo de esta historia es muy triste, amigo mío, y tan trágico que la casa ha quedado maldita por siempre. Ya nadie puede cambiar eso, tan sólo podemos mantenernos lejos, dejar las cosas como están, y rezar por el descanso de los muertos. Tan sólo eso.
-¿Qué es lo que pasó?- pregunté con ansiedad.
-Verá, por aquel entonces, la casa que usted ocupa ahora estaba habitada por una gente muy desagradable, mala, la verdad,…, muy malvada. Se llevaban mal con todo el mundo, vivían apartados de las gentes del pueblo, y no mantenían ningún tipo de relación con ellos. Apenas salían de la casa - tan sólo lo hacían sus dos hijos mayores -, y los viejos siempre andaban castigando a su hija pequeña que, por lo que tengo entendido, era una niña preciosa.- explicó el anciano.
-Eso puedo confirmarlo, créame.- dije yo con cierto sarcasmo que él entendió a la perfección.
-Sí, perdóneme, se me olvidaba que ya los ha visto. La edad, ya sabe, que comienza a hacer sus estragos.- explicó con una sonrisa.- pero bueno, volveré a lo que nos interesa. Veamos…Uhmm… iba por la niña. Sí. Bien. El hermano de mi mujer, un joven muy querido en la zona, era uno de los muchos mozos que la rondaban y, por lo que sé, el único que llegó a atreverse a solicitar permiso para cortejarla debidamente. Su petición, como podrá suponer, fue muy mal recibida pero él, enamorado como estaba de la chica, no aceptó la negativa y decidió verla a escondidas, sin que sus padres se enteraran.
-Pero se enteraron, ¿no?
-Así es, y esa fue la causa de su muerte. Un día, comienzo de todos los males que desde aquella acucian a mi buena esposa, su hermano decidió presentarse ante su amada y así declararle su amor. Por lo visto, su humor era excelente, sus esperanzas aún se mantenían intactas, pero,…¡qué equivocado estaba!
-Pasadas unas horas, su hermana, preocupada por su tardanza, decidió acercarse hasta la casa y comprobar qué era lo que lo mantenía tan ocupado. Ella sabía del mal carácter que tenían aquellas gentes - todos en el pueblo les temían - y, por tanto, no deseaba un mal encuentro con ellos. Se limitó a acercarse a hurtadillas hasta su casa y, de esa forma, poder echar un vistazo sin ser descubierta. Se aproximó agachada, semioculta por unos pequeños matorrales que entonces rodeaban la entrada, y miró a través de una ventana. – A estas alturas de la historia, el tono del anciano era ya muy triste, como si sumergirse en el relato le supusiera un gran esfuerzo o un hondo dolor.
-Lo que allí vio, puede estar seguro de ello, cambió la vida de mi mujer para siempre. Aquella imagen casi la sume en la locura aunque, como podrá luego comprobar, a cualquiera de nosotros le hubiese causado un efecto similar. Amparada por el antepecho de la ventana, protegida de las miradas de aquellos malditos, mi esposa pudo ver cómo asesinaban a su hermano, cómo volcaban en él todo su odio, toda su maldad, mientras la pobre Elena, inmóvil y aterrorizada, lo contemplaba todo. Mi mujer se quedó paralizada. Apenas podía mirar, pero también le resultaba imposible apartar la vista. Se había quedado petrificada, completamente conmocionada, y eso la llevó a ser testigo del crimen más atroz. – De las palabras del anciano se traslucía un intenso sufrimiento. Día tras día, el pobre hombre hacía lo posible porque su mujer olvidase todo aquello, y ahora se veía obligado a revivirlo para alertarme a mí del peligro que me venía acechando desde hacía ya varias jornadas. Semejaba muy cansado, pero un trago de aguardiente pareció infundirle ánimos suficientes para continuar con su historia.
-Por lo visto, lo poco que pudo testificar mi mujer ante la Guardia Civil es que, una vez muerto su hermano, los ancianos se giraron hacia la chica, completamente bañados en sangre, cuchillo en mano, sin dejar de decir: -Niña mala, niña mala, vas a pagar tu desvergüenza. Mientras avanzaban hacia ella, permanecía inmóvil, y mi mujer observaba desde la ventana, temblando como una hoja.
-Pobrecilla.- dije yo, haciéndome cómplice de su sufrimiento mientras él asentía.
-Debieron acercarse mucho adonde ella estaba, o verla por el rabillo del ojo, no sé, pero el caso es que se volvieron hacia mi mujer. La vieja la señaló, gritó como una bestia, con el rostro sangrante y descompuesto, y fue entonces cuando mi esposa echó a correr como una posesa, sin saber muy bien adónde dirigirse. Corrió campo a través, con las zarzas y los arbustos golpeando sus piernas y su rostro, pero no desfalleció y consiguió llegar hasta su casa, muda de dolor y miedo. Estaba completamente ida, como enloquecida; apenas hablaba, sólo lloraba, pero poco a poco consiguieron que se explicara y, gracias a su declaración, los ancianos fueron detenidos y debidamente ajusticiados.
-¿Qué pasó con los hermanos de la niña?
-Fueron detenidos, pero no los encarcelaron. Se dijo que estaban locos, que apenas eran conscientes de lo que había pasado, y los internaron en un psiquiátrico, donde murieron a los pocos años. El cuerpo de mi cuñado fue encontrado en la cocina, completamente mutilado y con una muñeca de porcelana sobre él, pero el cuerpo de la niña nunca apareció. Lo estuvieron buscando durante días, recorrieron todos los alrededores, pero nada hallaron. Los viejos no habían tenido demasiado tiempo para esconderlo, pero desde luego lo hicieron bien.
-Y ¿cómo murieron ellos?
-Los condenaron a muerte. El garrote se encargó de ellos, y todos nos alegramos de que se los hubiese llevado para siempre pero, por lo visto, nos equivocamos. Desde entonces, todo aquel que se acerca a la casa siente que aún no se han ido. Los viejos siguen allí –usted lo habrá podido comprobar-, pero también sigue ella, como si algo aquí la retuviera y no pudiese descansar en paz.
-Pero, ¿nadie ha podido hacer nada al respecto?- pregunté con asombro. - ¿Se han dejado las cosas como estaban?
-¿Y qué vamos a hacer?- contestó él con desgana. – Ya le he dicho antes que esas cosas de los muertos es mejor no tocarlas. Si usted quiere hacer algo, rece, quédese ahí y aguante, yo que sé, pero no hay nada que se pueda hacer. Muertos están y muertos se quedan, aquí o allá, pero muertos se quedan.
- Y el cuerpo de Elena, ¿consiguieron encontrarlo?
-No. Algunos lo intentaron, pero con el paso del tiempo,…, ya sabe usted. Las cosas se olvidan y…
-Ya, los muertos, muertos están.
-Así es. Mire, aquello ya no tiene solución. A mi mujer casi le cuesta la cordura. De hecho, aún hoy tiene que hacer verdaderos esfuerzos para mantener aquello apartado de su mente. Su llegada al pueblo la trastornó mucho. Ella sabía –como sabíamos todos -, que los muertos aún estaban allí y decidió avisarle, pero, lamentablemente, le faltaron las fuerzas. Hace un rato, cuando lo vio llegar de nuevo, decidió huir porque se sabía incapaz de afrontar todo aquello de nuevo. Hacerlo, podría ocasionarle un grave perjuicio, y por eso le ruego que deje que todo siga como antes. Sin embargo, yo también entiendo lo que usted está pasando, y por eso, porque creo que es de ley, he decidido contarle esta historia. Quizás le ayude en algo, aunque mi consejo es que se marche por donde ha venido, que deje las cosas como han estado los últimos años, y que borre los últimos días de su memoria. Se lo digo por su bien, créame.

Dicho esto, el hombre se levantó pesadamente, vació la copa de aguardiente de un trago y desapareció por donde se había marchado su mujer, dejándome atónito con mis cavilaciones.

Hoy, transcurridos varios años, aún no he conseguido poner fin a mis pesadillas y angustias. Aún hoy me despierto en mitad de la noche, sumido en las más horribles visiones. Los ojos verdes de Elena me acompañan día y noche, me suplican ayuda, me ruegan que le ayude a liberarse de las ataduras que la mantienen allí retenida, pero nunca me he visto capaz de tanto.

Después de la conversación con el viejo cantinero, aturdido y asustado, me duele confesar que no me vi con agallas suficientes como para encararme de nuevo con el mal. Decidí, por tanto, abandonar los Ancares, poner tierra de por medio y apartar aquellos días para siempre de mi vida. Recogí mis cosas, me despedí de mi trabajo y me sumí en una fuerte depresión que casi acaba con mi vida o con mi lucidez. Los rostros exangües y crispados de los dos ancianos me acompañan desde entonces. Aún hoy me parece escuchar sus quejidos guturales, sus voces roncas y casposas, y nunca desde aquel día he podido librarme de la terrible huella que sus garras dejaron impresa en mi mente al arrojarse sobre mí.

La imagen del viejo roble también vive conmigo. Veo con suma claridad su tronco hueco, su globosa copa abanicada por el viento, y los temblores que sacuden el terreno negro que lo rodea. Ahora ya sé qué significa. Al principio lo quise negar, quise cerrar mis ojos ante la evidencia, pero ahora ya no puedo. No, desde luego, si deseo seguir con mi vida.

Elena me está esperando. Sabe que soy el único que la puede ayudar, el único que no abandona su aflicción por los horribles sufrimientos que ella soportó, y desde la distancia, anclada en mi memoria, no deja de pedirme ayuda, acariciando mi rostro y emocionándome con sus lágrimas. Y ya no lo soporto más.

He decidido ir. Lo haré en los próximos días, como única forma de poner fin a las voces que retumban en mis oídos y que pueblan mis noches y mis horas de sueño. Lo haré porque es mi obligación, porque soy incapaz de vivir sabiendo que Elena tiene que arrostrar esa horrible carga, y porque su mirada verde y clara no deja de clavarse en mi mente con su tono lánguido e implorante.

Quizás con eso ponga fin a todo, aunque no lo creo. Desde aquellos días, esos muertos me acompañan, me hablan, me susurran y me piden ayuda. Tan sólo hace falta escucharles, pero yo siempre lo he negado. No lo nieguen ustedes, se lo ruego, pues igual que yo, sus vidas también se ven rodeadas por ellos, en todas partes, y si escuchan lo suficiente, si prestan atención, podrán escuchar, a veces, un lamento tenue, un quejido agónico, que les pide ayuda, que les implora compañía o les murmulla historias, y otras veces, cuando la fortuna ya no sonríe y el mal se cierne sobre uno, una voz desgarrada, un grito bronco y gutural, que clama por su alma y les exige un precio.


FIN