domingo, 19 de julio de 2009

La casa de mis pesadillas (4ª parte)

Había pensado en colgar, por fin, el desenlace del relato; acabaría así de una vez por todas y no me haría pesado en exceso pero, dada su extensión, he decidido hacerlo en la próxima entrada. Dentro de tres o cuatro días lo haré.
Un abrazo, y muchas gracias a todos por vuestras visitas.
Ahora, la cuarta parte


CUARTA PARTE

Me pareció que hacía más frío, y la expresión de su rostro cambió de repente. Se volvió más crispada, más nerviosa o asustada, y abrió la boca para hablar, pero ninguna palabra brotaba de su boca. Insistía en ello, se esforzaba, pero no conseguía articular sonido alguno, y los Otros se acercaban.

Gesticulaba con las manos, extendió sus brazos hacia mí - que yo intenté sujetar -, pero pronto renunció a agarrarme. Algo me impulsó a ayudarla. Intenté acercarme a ella, intenté asirla y, de este modo, rescatarla de aquello que se aproximaba y que yo desconocía, pero todo fue inútil. Unos seres extraños, espantosos, comenzaban a aparecerse ante mí.

Una bruma densa, blanquecina, que se arrastraba en jirones por el suelo, los rodeaba. Un aullido lastimoso, un quejido lúgubre, anunciaba su llegada. Ella lo escuchó, y me miró horrorizada.

-¿Dónde estás niña? – dijo una voz rota.

La niebla pareció oscurecerse; semejaba que tomaba cuerpo, poco a poco, hasta que las siluetas se hicieron más nítidas. El horror llegaba, y ambos nos sentíamos incapaces de afrontarlo. Pude sentir el miedo. Un terror atroz, desconocido, como nunca antes había experimentado, se apoderó de mí hasta atenazar todo mi cuerpo. Sólo podía esperar. Sólo quedaba esperar un fatal desenlace que pronto se iba a producir; un fatal desenlace en el que – estaba seguro –, todo mi ser se vería sumido en la más profunda oscuridad, en el más horrible de los infiernos, donde se consumiría mi alma y mi vida.

Podía ver el miedo en los ojos de la chica, al igual que ella lo veía en los míos, unidos ambos ante un horrible destino en el que caeríamos sin remedio. Pero ella, de repente, escapó.

Ante mí, sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, la joven desapareció. Y yo me quedé solo.

Entonces los vi. Y me quedé inmóvil, horrorizado.

Eran dos ancianos, un hombre y una mujer, y venían hacia mí despacio, con pasos lentos y arrastrados, lo que volvía aún más desgarrada su presencia. Traían el infierno en sus ojos, fijos en mí, y yo me hundía en ellos sin poder apartar la vista. Se acercaban jadeantes, balanceándose de un lado a otro; se acercaban cada vez más. Ya estaban muy cerca, y yo seguía inmóvil.

Sus rostros eran ya muy viejos, demasiado, y mostraban una piel excesivamente ajada, sumamente pálida, que dibujaba unos profundos pliegues algo más oscuros. Sus cabellos se veían revueltos, cardados y muy escasos, y dejaban entrever un cuero cabelludo blanquecino, cubierto por pequeñas manchas parduzcas de aspecto sanguinolento. Tras ellos la niebla ya se había dispersado, y ya sólo había oscuridad. Sus siluetas se destacaban a cada paso, se tornaban más claras, más diáfanas, brotaban lentamente de la oscuridad. Ya estaban cerca, muy cerca.

Mi corazón latía con rapidez, pero yo apenas lo notaba. Tan sólo me fijaba en ellos, en el horror que me producían, incapaz de escapar para ponerme a salvo de su maldad. Mi mandíbula temblaba sin parar, mis dientes castañeteaban, y mis brazos caían como inertes, animados sólo por un incontrolable temblor, carentes de control muscular alguno. Mis pies estaban clavados al suelo, afianzados en él por la lacerante proximidad de la muerte, por la inmediata cercanía del horror. No podía escapar. Tan sólo los observaba.

Sus ropas estaban rotas y sucias, y su aspecto era el de haberse arrastrado por el suelo durante años, como si hubiesen vagado por el lodo en busca de algo o de alguien. Avanzaban con paso vacilante, con la boca entreabierta, mostrando unos dientes negros y pútridos. Emitían un susurro ronco, agónico, similar a un estertor de muerte, y no dejaban de avanzar, uno al lado del otro, sin dejar de susurrar o mirarme con aquellos dos tizones ardientes que tenían por ojos, rodeados por un halo sangriento que semejaba brillar en la penumbra. Hasta que llegaron junto a mí.

Se detuvieron a escasos pasos de donde yo me encontraba; casi podía sentir la fetidez que brotaba de sus bocas. Mi respiración era ya frenética, mi pecho se movía de arriba abajo, y ellos me observaban, con aquellos ojos.

-Tú.- dijeron a dúo con su voz agónica, arrastrando el sonido hasta un fin caído y mortecino.
Se me erizó el cabello, un frío intenso recorrió mi nuca. Mis temblores aumentaron.

-Tú fuiste el culpable. Ella no quería, pero lo pagarás. – dijeron de repente.

Yo no entendía nada. No sabía a qué se referían, pero su amenaza me rompió por entero. Cualquier vestigio de calma que pudiese mantener hasta entonces, cualquier rastro de tranquilidad, coraje o ánimo, desapareció por completo al escuchar sus palabras. Me sentí insignificante, desamparado, olvidado por Dios. Me creí muerto.

La ira afloró a sus rostros. Sus ojos brillaron con fuerza, con odio, y sus ajadas caras se convirtieron en grotescas máscaras deformes, con grandes bocas ávidas de carne rodeadas por finos pliegues de piel blanquecina, brillantes, untuosos por la saliva densa. Abrían sus fauces ante mí, las desplegaban con avidez, con violencia, y las dirigían hacia mi cuello, extendiendo sus brazos, al mismo tiempo, en un abrazo mortal. Sus dedos casi rozaban mi cuello, mis hombros. Se inclinaban hacia mí, pretendían atraparme, imagino que matarme.

Animado por el miedo y por una extraña fuerza que impulsaba mi cuerpo, comencé a retroceder, paso a paso, para separarme de ellos y salvar mi vida, pero ellos continuaban avanzando. Proferían lamentos y quejidos carentes de sentido, como bestias hambrientas, desesperadas, que gruñesen en busca de carne fresca. Horripilado, mis pasos apresurados me llevaban a trompicones lejos de ellos, aun trabándose unos a otros, huyendo por mi vida, por mi salvación, mientras ellos continuaban con su ataque sádico y jadeante. Yo retrocedía, ellos avanzaban. Hasta que caí al suelo y se abalanzaron sobre mí.

Caí boca arriba, golpeándome la espalda con fuerza, y ellos aprovecharon la ocasión. Se situaron junto a mí, a ambos lados, inclinados sobre mi cuerpo. Sus bocas se abrieron aún más para amenazarme con sus dientes oscuros y afilados, rebosantes de saliva viscosa. Se agacharon sobre mi cuello, sobre mi cabeza, mientras yo propinaba constantes manotazos al aire para mantener sus dientes lejos de mí. Lanzaba puñetazos desesperados, golpeaba sin cesar, cada vez más fuerte, sin control, pero ellos continuaban acercándose.

Sus gruñidos eran más fuertes, más excitados, más cercanos. Comencé a gritar, traté de cerrar los ojos, apartarlos del resplandor sanguinolento que emanaba de los suyos, pero ellos estaban cada vez más cerca, y yo no podía hacer nada para evitarlo.

Supe que iba a morir. No entendía por qué, pero supe que iba a morir.

Echaron sus brazos hacia atrás, esgrimieron sus garras afiladas y tensaron con fuerza los músculos, dispuestos a asestar el golpe final. Los miré horrorizado, creo que recé, y grité. Me fijé en la anciana, en su melena alborotada y escasa, en su mirada de odio y en su boca hambrienta. Levantaba sobre su cabeza un brazo delgaducho y fibroso, mostraba unas uñas afiladas y ennegrecidas, prestas a hundirse en mi carne y desgarrarla, y me miraba como una posesa. Grité desesperado, hasta que lanzaron su golpe final.

Me tapé la cabeza con los brazos, quise evitar un final que suponía inmediato, pero ya poco podía hacer. Sus garras se dirigían hacia mí con fuerza, con suma violencia, pero algo extraño sucedió.

En su avance, los ancianos comenzaron a diluirse entre brumas. Se desvanecían de repente, envueltas en la misma niebla blanquecina que los había acompañado en su primera aparición, como si la fuerza del golpe fuese excesiva para sus carcomidos cuerpos y los pulverizase bruscamente. Aquella descomposición comenzó por los brazos, que se diluyeron entre la densa bruma que los atrapaba hasta que, velozmente, casi en un suspiro, sus cuerpos desaparecieron por completo, y yo me desmayé.

Me repuse del espanto a eso del amanecer, dando un respingo violento que acompañé por un grito de terror. Me creía aún rodeado por aquellas horripilantes criaturas, por aquellos terroríficos ancianos ávidos de vida y sangre, pero me desperté yaciendo sobre el suelo, solo y aturdido. Miré a todas partes, buscando algún indicio de la presencia de los espectros, pero nada vi. Me levanté pesadamente, sin abandonar por completo el temor o el desamparo en el que había caído tan sólo unas horas antes, y me dirigí hacia fuera, escaleras abajo.

A pocos pasos de mi habitación, algo que había en el suelo llamó mi atención. Era un pequeño objeto, oculto por la oscuridad. Me aproximé y, al verlo de cerca, me detuve un instante.

Era la pequeña muñeca de porcelana. La pequeña muñeca que había visto en la mesa de mi dormitorio, la pequeña muñeca que había visto acurrucada entre los brazos del fantasma más bello que se pueda imaginar, la pequeña muñeca que había despertado una extraña angustia en mí.

Pensé en la joven, en su belleza, en su vida robada. Recordé sus ojos anhelantes de ayuda, su mirada desvalida, su caminar taciturno, y deseé verla de nuevo. Recogí la muñeca, la llevé hasta la habitación y la deposité sobre mi cama. Era lo único que me unía a ella y quizás me ayudase a encontrarla.

Le dediqué una última mirada, antes de abandonar la casa, y salí de la habitación. Necesitaba respirar.

Comenzaba a amanecer, la noche resultaba ya casi vencida por la claridad, y una suave brisa recorría con placidez el valle de Os Prados. Me sentí a salvo, aunque no libre de ansiedad, pues todavía los temblores sacudían mi cuerpo, como los últimos coletazos del horror y el nerviosismo.

Miré al horizonte más cercano, plagado de cumbres montañosas cubiertas de vegetación, y de inmediato cientos de preguntas acudieron a mi mente. ¿Qué estaba pasando?¿Quiénes eran aquellos dos ancianos?¿Y la chica?¿Por qué me amenazaban?

Todo el día pensé en ello, intentando hallar las respuestas. Resultaba obvio que aquellas apariciones tenían relación con los antiguos habitantes de la casa –ya todo mi escepticismo había caído en el olvido-, pero necesitaba saber más. Quizás - no sería extraño -, mi vida dependiese de ello. La propietaria del restaurante me podía ayudar, pero aún me mostraba demasiado reacio a reconocer tales sucesos en público. Mi nombre podía verse perjudicado, y seguía sin querer exponerme a la vergüenza. Quizás más adelante, cuando supiese algo más o, tal vez, cuando me viese ya definitivamente superado por el temor.
El día transcurrió con lentitud, inmerso en una sensación de aturdimiento, modorra, cansancio y estupor. No era capaz de asimilar los últimos acontecimientos, no quería aceptarlos como ciertos pero, sin embargo, habían sucedido. No había sido un sueño o una alucinación; había sido real.

Vagué sin rumbo, completamente desconcertado, con mil preguntas revoloteando sobre mí que no hacían más que procurarme inquietud y desánimo, y tomé la firme determinación de hacer frente a todo aquello. No huiría, no. Me enfrentaría a ellos, y averiguaría qué había sucedido allí.

La noche se acercaba, y me daría otra oportunidad.

Aún me encontraba aturdido, pero me sentía más convencido y resuelto. Subí a mi habitación, encendí una pequeña lámpara y me dispuse a esperar. Intentaría no dormirme, esperaría el tiempo necesario, y procuraría obtener las tan ansiadas respuestas.

Por supuesto, no deseaba encontrarme de nuevo con los dos ancianos – no me veía con fuerzas; nunca las tendría -, pero sí deseaba ver a la chica. Había podido ver el miedo en sus ojos, me imploraba ayuda y, aún hoy no sé muy bien por qué, deseaba socorrerla. ¡Joder!, no era más que un fantasma, un espectro que aparecía y desaparecía envuelta en brumas con una muñeca de porcelana entre los brazos, asustando a todo aquel que se encontrase con ella. Sí, es cierto, pero su mirada…

Miré a la muñeca. Reposaba sobre la cama, medio volcada contra uno de sus costados, doblada en dos y con los brazos y las piernas extendidas. Me fijé en sus ojos; parecía que me observasen, y no pude evitar estremecerme de nuevo. Ya no sentía la misma ansiedad que había experimentado cuando la contemplé por primera vez, pero había algo en ella que no me gustaba y, sin embargo, no deseaba deshacerme de ella. Quizás fuese, tal vez, que ya me había acostumbrado a ella; quizás fuese, tal vez, que ahora sabía quién era su propietaria. Sonreí. Seguramente hubiera sido una muñeca bonita, hace ya muchos años, pero su piel pálida, muy descolorida, le conferían un aspecto casi cadavérico, o fantasmagórico.
Me acurruqué en una esquina, encendí un pitillo y esperé. Las horas pasaban con lentitud, pero la posibilidad de encontrarme cara a cara con los muertos restaba tedio a la espera. El pasillo estaba oscuro y en silencio, y el sueño comenzaba a vencerme. Cerré los ojos, noté una cierta sensación de frío en mis párpados, muy reconfortante, y me quedé dormido.

Algunos minutos después me desperté.

El silencio era casi absoluto, apenas se escuchaba el rumor del viento sobre la casa, pero algo me decía que no estaba solo. Sentí cómo mi vello se erizaba, me puse tenso, casi rígido, y me levanté del suelo.

De pronto se iluminó el pasillo. La luz era muy tenue, apenas perfilaba sombras, pero muy blanca. Mi corazón se desbocó de nuevo y contuve el aliento por temor –algo ridículo, por supuesto- a delatar mi presencia. Una extraña combinación de sentimientos me embargaba. Sentía un temor atroz a la muerte, a lo desconocido o sobrenatural, y hubiese dado cualquier cosa por encontrarme lejos de allí, pero deseaba encontrarme de nuevo con la joven. Rogaba a Dios que fuese ella la que se aproximaba.

Me apretujé contra la pared y aguardé. Pocos segundos después la luz era ya muy intensa, y la chica apareció.

Permaneció quieta unos segundos; me miró fijamente. Me quedé paralizado, pero sentí un cierto alivio. Comenzó a caminar hacia mí. Lo hacía con lentitud, arrastrando ligeramente el pie izquierdo. Emitía unos quejidos guturales, sin sentido, como había hecho la vez anterior, pero en esta ocasión era distinto. Parecía que intentaba comunicarse conmigo, pero lo hacía de forma ininteligible. Caminaba con los brazos extendidos hacia delante, sin dejar de gemir, con los ojos abiertos de par en par. Hasta que llegó junto a mí.

Pegó su cuerpo al mío y me acarició la cara. Su piel era muy fina, muy suave, pero increíblemente fría. Sus labios se abrían con esfuerzo, en un vano intento de recuperar la voz, y sus ojos se clavaban en mis pupilas, implorantes de auxilio. -¿Quién eres?- me atreví a preguntar. -¿Qué es lo que quieres?

La presión que sus manos ejercían sobre mi rostro comenzó a aumentar. Al principio era una caricia, muy suave, pero a los pocos segundos se convirtió en apretón, casi doloroso, y me pareció perder la consciencia.

Fue un destello brutal, una sacudida tremenda que golpeó mi cerebro como la deflagración de un explosivo y que posibilitó la aparición de cientos de imágenes sumamente vívidas, muy intensas, que la joven me transmitía con su tacto. Yo me veía inerme, invadido por una avalancha de alucinaciones que se agolpaban en mi mente y que la chica colocaba allí a su voluntad.

Fue así como pude ver la casa en la que me hallaba, no tan vieja y mejor cuidada, bañada por el sol de los Ancares. Pude verla a ella, llena de vida, aunque con una sonrisa triste, taciturna, trabajando sin cesar, y a sus hermanos, dos hombretones de aspecto huraño, cubiertos de polvo y sudor, burlándose de ella sin piedad y, finalmente, a sus padres, los dos ancianos que se me habían aparecido la noche anterior, golpeándola con violencia en una pierna, luego en el pecho y en la espalda, con una brutalidad increíble, hasta dejarla casi muerta.

Su vida había sido un continuo desfile de riñas, palizas y vejaciones que su familia le administraba sin piedad o clemencia alguna, regodeándose todos ellos en su dolor, disfrutando con las desgracias que acuciaban a la pobre chica. Su increíble belleza, su bondad, no conseguían librarla de los castigos, de los desprecios, o de las humillaciones. Por no ser como ellos, la mantenían secuestrada, le impedían la vida, casi le regalaban la muerte. La felicidad le estaba prohibida, sus ilusiones, olvidadas, y sus deseos, sin gestar.

Apartó sus manos de mi rostro, y yo caí desfallecido. Permanecí de rodillas unos segundos, sin apercibirme de lo que me había pasado, hasta que levanté la vista y la miré. Me observaba muy atenta, casi me escrutaba, y entonces sentí una pena indecible. Me indignaba que alguien tan bello hubiese tenido que soportar los maltratos de aquellas horribles bestias, y me repugnaba el terrible destino que la joven había tenido que arrastrar.

-Lo siento- recuerdo haber susurrado.-Ojala pudiera ayudarte- dije, sin saber muy bien por qué.

Ella sonrió. Esbozó una tímida sonrisa, muy dulce, enmarcada por sus bellos ojos verdes que entonces brillaron con exquisito candor, y me pareció ver que agradecía mi consuelo, mi compasión y mi compañía. En aquel momento, y aun a riesgo de parecer ridículo, puedo asegurar que me sentí unido a ella.

De pronto se giró, se dirigió hacia la cama, recogió la muñeca, sonrió de nuevo y desapareció del mismo modo en que había llegado, dejándome ensimismado por su presencia. La observé sin pestañear mientras se marchaba, y después caí dormido.

Durante las siguientes horas, mientras me veía sumido en un ligero duermevela, se reanudaron las visiones que la chica había insertado en mi memoria y pude conocer mas detalles de su denigrada vida.

Pude ver a un joven, un chico de unos veinte años, fuerte y moreno, de aspecto simpático y agraciado, que rondaba por los alrededores de la casa de Os Prados. Pude ver el amor en sus ojos, la pasión que sentía cuando contemplaba a su amada a través de las ventanas cerradas, y pude ver las miradas de recelo y odio de las que era objeto cuando solicitaba verla y su deseo era negado. Pude ver el anhelo en los ojos de la chica, el ansia de amor o amistad que la consumía por dentro y que siempre le era vetado por sus familiares, y pude ver un encuentro casual, fortuito y apresurado en el que, embargados por el entusiasmo, ambos juraron verse de nuevo, conocerse y, tal vez, quererse por siempre.

Contemplé después un cuchillo mellado por la saña, empapado en sangre al segar dos vidas, apenas iniciadas, a las que les había sido negado el amor o el goce; vi dos cuerpos mutilados, con las carnes desgarradas y hechas jirones; la exultante vitalidad de un joven, pletórico de amor y deseo, rota por la maldad de unos padres malvados y egoístas, y la belleza resquebrajada de una chica que no había conocido más que el odio, la maldad y el dolor, aun cuando su corazón y su cuerpo no albergaban más que belleza, bondad y alegría.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Está genial, amigo. Se nota que has recargado bien las pilas.
Me has hecho temblar con tus magníficas descripciones, he sentido pena con lo acontecido a la niña y rabia de impotencia ante lo que hicieron con ella. Te felicito, amigo. Espero con ansiedad la siguiente entrega.
Juan Pan
Nota: es la tercera vez que intento enviar el comentario con mi clave de Bloguer y no solo me rechaza el comentario sino que se borra y debo escribir otro. Por eso entro como anónimo a ver si tengo suerte.

g.l.r. dijo...

Hola, Juan. Perdona por lo de los comentarios. La verdad es que no sé qué ha podido pasar, porque de esto de los blogs entiendo bastante poco. Revisaré la configuración, a ver si encuentro algún problema.

Me has dado una alegría. Soy muy novato en estas lides literarias, y mis dudas son siempre excesivas. Tenía miedo de que pudiese resultar demasiado farragoso, demasiado pesado o pedante, pero tu comentario me ha animado mucho. Sinceramente, muchas gracias.
En dos o tres días colgaré el desenlace.
Un abrazo fuerte.

Anónimo dijo...

Conseguir que un monstruo salvaje y feo o que una araña peluda que te sube por las piernas, provoquen miedo es algo sencillo. Conseguir que la simple aparición de dos ancianos o de una muñeca de porcelana cause la misma sensación es algo sólo reservado a los escritores de mayor talento. No me cabe duda de que eres uno de ellos, y cualquiera que te lea lo comprobará.
Me encantan las descripciones, las tensión que creas, en fin, todo.

Te vuelvo a decir lo mismo:¡ánimo y a seguir así! Muchos te lo agradeceremos.

Un abrazo.

Ramón

g.l.r. dijo...

¿Qué puedo decir, Ramón? Sólo, muchas gracias.
Un abrazo.

Cristina Puig dijo...

Que pasada de historia, me ha encantado! Las descripciones que haces casi puedes "verlas". Lo he leído sola en el comedor de mi casa de noche y con la luz apagada y buahhh, que sensación. La descripción de los ancianos impresiona mucho, y el momento en el que la niña le toca y sabe lo que le ha ocurrido, brutal! Mi enhorabuena, sigue así!
Un abrazo,
Cris

g.l.r. dijo...

Muchas gracias, Cristina. Siempre es una alegría verte por aquí, sobretodo ahora que estás que lo tiras, con éxitos y ocupaciones a miles.
Muchas gracias por tus halagos. Seguramente cuelgue el desenlace mañana -que esto ya está siendo muy largo y me hago pesado en exceso-. Espero que te guste.
Un beso.
P.S.- Tus últimos relatos -o partes-, me han encantado. Tengo pendientes los comentarios.