viernes, 4 de marzo de 2011

Errores de percepción, varios autores, publicado por DH Ediciones


Hoy son muchas las páginas que se enviscan de apariciones espectrales, premoniciones de muerte e imágenes luctuosas. Sus personajes, en esencia faltos de alma y abundantes de ripios y frases huecas, acostumbran a blasonar de estupidez. Y en una rutina odiosamente previsible, colman dichas páginas de clichés que, por manidos y manoseados, terminan por maniatar la imaginación del personal.
Errores de percepción, sin embargo, que la editorial DH ediciones viene de publicar, no cae en ese error. Su vocación parece ser la de trascender, cobijarse en la mente del lector y permanecer allí durante años, siempre dispuesto a ser recuperado de un momento a otro.
Cada uno de sus relatos semeja hurgar en nuestros miedos más íntimos y trasladarnos a un mundo de llantos y tiritonas. No lo hacen, sin embargo, con profusión de vísceras y derramamiento de sangre, sino con la sutileza del susurro, de un modo subrepticio aunque infalible, situando ante nuestros ojos apenas unos retazos de bruma, un recuerdo fugaz y sobrevenido o procurándonos una inquietud con pretensiones de voracidad y afán conquistador.
Sus hojas parecen ocultar sombras funestas, fatalidad y aromas funerarios, y el lector, quizás arrellanado en la cama o en su sofá favorito, comienza a sentir que la desazón y el temor se adueñan de él.
Aún ahora, cuando esto escribo, temo mirar atrás. Por ello, al intentar desgranar cada uno de los relatos que conforman Errores de percepción, intentaré pasar de puntillas. Por si acaso.

Una campana en alta mar, de Miguel Aguerralde, donde se narra el descubrimiento de un barco antiguo y el posterior intento de rescate.
La prosa de Miguel luce pulcra, clara, impoluta. Sin grandes artificios estilísticos, Miguel consigue trasladarnos una historia clásica, preñada de aromas aventureros, de un modo vertiginoso, inquietante y, en ocasiones, aterrador. Lo suyo parece ser la eficacia y las frases certeras. Prescinde de vocablos rimbombantes, de metáforas jugosas y enaltecedoras y de ornamentos vacuos e innecesarios. Sin embargo —quizás gracias a ello—consigue introducirnos en la historia de un modo difícilmente explicable. Las muertes se suceden a un ritmo frenético, y el lector, preso de un extraño influjo que parece brotar de las páginas, se inclina sobre el libro con afán de investigador, dispuesto a no perderse ni un ápice del terror que exuda.

El rostro, de Arancha Sanz, en el que se nos describen los temores y alucinaciones que asedian a Berta tras el accidente sufrido por su novio. Los sueños, las alucinaciones y la realidad parecen entremezclarse y confabular contra nosotros. Los sucesos paranormales se nos describen con viveza y sumo tino, y una canción lejana, machacona y omnipresente, parece tañer los segundos que restan para la desgracia, como un aviso constante de que la tragedia permanece alerta, siempre dispuesta a abalanzarse sobre la protagonista. O sobre el lector.

Con El rostro, Arancha Sanz conjuga la muerte, el miedo, las alucinaciones y el suspense de un modo ciertamente meritorio, y con ellos, en un ejercicio que bien merece ser alabado, y con la ayuda de una prosa inmaculada, consigue trazar un relato canónico que trae a nuestra memoria las más fastuosas historias de terror.

Habitación 207, de Enrique Luque de Gregorio, describe un extraño suceso vivido por un afamado escritor durante su estancia en un hotel de lujo.
Es el relato más breve de los que conforman la antología, pero no por ello es el de menor enjundia o el que procura una menor satisfacción en el lector. Más al contrario, su vivacidad consigue que éste se sienta llevado en volandas, que aprehenda cada uno de los detalles que se desgrana en sus páginas y ansíe que la lectura se vuelva más morosa, que se prolongue un poquito más, tan solo un poquito, y ello le permita disfrutar de la perplejidad, la duda y los temores de Héctor, el protagonista del cuento. El recuerdo se tiñe de lubricidad, de pasión, de desenfreno, y propicia un encuentro innatural.

La mano del muerto, de Jesús Cañadas, es una historia asombrosa y sorprendente que merecería estar al frente de cuantas listas de éxitos literarios se publiquen en este país. Parece ser un homenaje o un remozado del Séptimo sello de Ingmar Bergman, al que Jesús dota de un estilo conciso y preclaro que te invita a fundirte con la historia. Su trama es de una laboriosidad tal que semeja abrumar al lector, pero la fabulosa capacidad narrativa de que el autor hace gala consigue imbuirle de la inquietud, la desesperación o el desaliento que atenaza a los protagonistas y le impele a aferrarse al libro hasta que el misterio se desentrañe.
Cualquier intento de analizar los artificios que Jesús emplea en su relato sería inútil y hasta temerario, así que no me queda más que recomendar encarecidamente su lectura y animar a que se disfrute con una historia, como ya he dicho antes, verdaderamente asombrosa.

La soga, de Pedro Escudero, donde un espíritu funesto y vengativo parece perseguir a un anciano campesino.
Con este relato, Pedro consigue impartir una lección de narrativa. Cada frase escrita parece atinar en el blanco perseguido; cada adjetivo aplicado se revela certero; cada giro popular parece exudar naturalidad.
Pedro, al escribir, parece sentir cierta pena por la tinta empleada. Lo hace de un modo ahorrador, casi tacaño; quizás medroso de que fluyan más palabras de las estrictamente necesarias. Pero es la suya una economía enriquecedora y ejemplar, que hace bueno el aforismo de “menos es más” y nos deja claro que solo se han de escribir las palabras precisas. Sin duda, una buena lección que muchos deberíamos aprender.

La cabaña del lago, de Elena Montagud, es, sin ninguna duda, el relato más aterrador de la antología. Con exquisita precisión, Elena narra la escapada de una madre y su hija a una vieja y maltrecha cabaña, donde le asaltarán temores, alucinaciones y pesadillas.
En este caso, Elena parece haber obviado la limitación que siempre imponen las palabras, irrespetuosa de las cortapisas del lenguaje escrito; pues con ellas consigue infundir lo que solo la imagen conseguía. Quizás parezca excesivo o un halago insulso, pero el estremecimiento provocado en las últimas páginas del relato es, desde luego, real. Un cuento magnífico.
Todo aquel que desee adquirirlo, puede hacerlo aquí.

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