domingo, 20 de febrero de 2011

Dichosos días tristes


Aquí os dejo una escena de una novela que estoy escribiendo. Se ambienta en la guerra civil española (ya, ya sé que el tema está trillado), y narra la vida de un chaval que recorre el país en compañía de un reportero inglés.
Espero que os guste, aunque está pendiente del coñazo que siempre supone la revisión.


De las correrías con mi tío Juan

El tío Juan era un borrachín, un pendenciero con valor de chisgarabís y un putero irrefrenable que, desmontado ya de su coartada samaritana, se afanaba en frecuentar cuantos lupanares había por Madrid, ávido de arrullos sicalípticos y de amores mercenarios. Era la suya una entrega total y atropellada, carente de precauciones monetarias, morales y hasta físicas, con aromas de suicidio y visos de muerte prematura. Pero eso apenas le importaba.
Entraba en los prostíbulos sin rebozo alguno, con tesón de legionario y afán colonizador, y comenzaba a mostrarse como haría un pavo real en un parque, hinchando el pecho, falseando la cintura y alardeando de las muchas o pocas plumas que, según el día, pudieran despuntar de su cartera. Recorría el parque de operaciones con aire marcial, en un desfile que tenía mucho de galanteo y de seducción —no lo he dicho antes, pero el tío Juan era un ingenuo contumaz—, y comenzaba a ojear la oferta del día como si de un experto mercader se tratara, soslayando, por supuesto, aquellas más lucidas y lustrosas a las que, por su elevado coste, no tenía acceso. Desarbolado ya de vergüenza, escrutaba los rostros de las meretrices con una sonrisa en los labios, goloseando la saliva que para entonces ya amenazaba con inundarle el esófago. Les hacía ojitos pícaros, les regalaba guiños furtivos y se embelesaba con aquellos rostros pintados de acuarela, generosos de potingues y afeados por la vida. Luego se detenía en la barra, se acodaba sobre ella y pedía una bebida vigorizante, preparándose para lo que había de venir. Miraba entonces las carnes níveas de aquellas mujeres; unas, escurridas y afiladas de huesos, malnutridas por necesidad o por un errático concepto de la beldad; otras, más gruesas y generosas, de traseros y pechos trémulos, bamboleantes, que parecían oscilar de un lado a otro con un temblor casi telúrico, igualmente equivocadas en su conocimiento estético o, quizás, rendidas ante el triunfo de la genial y placentera gastronomía. Curiosamente, ninguna de ellas se mantenía en un irreprochable término medio —solo aquellas inalcanzables con las que mi tío nunca alternaba—, sino que parecían agruparse en bandos claramente diferenciados y hasta enfrentados, lo que hacía de aquel parque de operaciones una especie de campo de batalla o un congreso a menudo silente —muchas veces, sin embargo, los ánimos se caldeaban, y entre ellas se lanzaban acusaciones propias del más versado de los diputados— en el que los discursos solían realizarse por medio de arrullos, bisbiseos emponzoñados de carmín y caricias impostadas, simuladoras de un deseo que lejos estaban de sentir.
Avizorando la escena, mi tío Juan sorbía su bebida a pequeños tragos —no era cosa de malgastarla echándosela al coleto sin el control o el paladeo necesarios—, humedeciendo sus labios con un aire lúbrico y lascivo, y engarabitando el meñique con tintes de nobleza o majestuosidad, pretendiendo aparentar con ello una mayor galanura y atractivo.
Se sentía bien, se sentía guapo, y así, acodado en aquel mostrador que se emponzoñaba con el morapio y la concupiscencia, ensimismado en aquella contemplación cárnica y emocionado por sus enormes logros en el ingrato mundo de la seducción, se olvidaba de mí por unas horas, dejándome al cuidado de Doña Marta, la vieja puta que haraganeaba en la entrada del local.
En breve pormenorizaré los gestos, atributos y cualidades de esta buena señora, pero antes terminaré de trasladarles los galanteos y amoríos del pobre tío Juan, al que, casi sin querer, he dejado apoyado sobre la barra del bar, vivaqueando con sus labios en una bebida calurosa, perpetradora de ilusiones y de afanes de victoria.
Tras los consabidos cinco minutos de ambientación que todo buen putero debe emplear en el ojeo y la toma de situación, mi tío Juan iniciaba la cacería, cercando a su presa por aproximación directa y sin sosiego, tal vez intuyendo el éxito que, sin duda, habría de lograr.
Comenzaba entonces a susurrar palabras de aliento y coqueteo, se inclinaba sobre la pechera de las señoras y depositaba sobre sus orejas un ósculo húmedo y pretencioso, con afanes de profeta o de gurú sexual. Tal vez debiera emplear la palabra beso, de uso más común y normalizado, pero es que mi tío le imprimía a aquellos besos un aire de magnificencia y solemnidad que este vocablo no llega a abarcar, por lo que, para dejarlo en su justa posición, he preferido dejarlo así.
Luego comenzaba el sobeteo; lento al principio, casi minucioso, para trocarse más tarde, al cabo de unos minutos, seguramente cegado por una bruma de deseo y carnalidad, en un manoseo intenso, apresurado, mucho más glotón. Amasaba las carnes de las putas con una necesidad brotada del bajo vientre, con las manos crispadas y premurosas; casi, con afán de panadero, como si ansiara recrear con ellas una forma caprichosa, más original y homogénea que la anterior, como si de un Dios creador se tratara.
Se le veía nervioso, frenético, muy apurado y hasta falto de manos, pues su ansia sobrepasaba con creces la obsequiosidad de éstas. Ellas —me refiero a las chicas, claro, no a las manos—, sin embargo, permanecían impertérritas, como unas huríes de broma o de choteo, ancladas en una languidez antigua y con los rostros tristes, embadurnados de acuarela y lameteos.
Al principio, aquella disparidad de actitudes llamaba mi atención sobremanera, pues no entendía yo que la frialdad fuese justo premio al cariño ni que la desmesura de mi tío pudiera abarcar a tan amplio abanico de señoras. Más tarde, sin embargo, tras varias jornadas como cómplice de aquel mercadeo sexual, llegué a compadecerme de ambas partes, consciente de que ninguna de ellas obtenía lo que en realidad deseaba.
Y de este modo, entre coqueteos estrafalarios, amores impostados y padrinazgos no menos falsos e irresponsables, transcurría la vida de mi tío Juan y, por ende, fiel vasallo y escudero, inconsciente e ignorante, la mía.
Hasta que un día ya lejano, en una noche loca que se revolvió entre aromas de burdel y besos comprados, mi tío Juan murió, como no podía ser de otra manera, en uno de aquellos lupanares que tanto frecuentábamos.

martes, 15 de febrero de 2011

El sepulturero de Alicante

Espero que os guste. Lo escribí hace unos meses para un certamen que resulto fallido (para mí, claro)





EL SEPULTURERO DE ALICANTE

Se llamaba Juán Luis Huidobro, era alicantino y tenía cuarenta y siete años en el momento de su muerte, aunque su aspecto enfermizo y avejentado se encargase de contradecir tal afirmación.
Su cuerpo era enjuto, casi amojamado, como esos cueros avejentados que se endurecen tras una mojadura, y una pequeña joroba, resultado, sin duda, de las fatigas y rigores de su trabajo, interrumpía su verticalidad de forma brusca, haciendo que pareciese sumiso o galante en exceso.
Tenía los ojos pequeños y vivarachos y los labios grandes y sobresalientes, como si se hubieran negado a arrimarse a aquellos dientes embrutecidos por el desorden higiénico y se hubieran retirado por el asco que les producían.
Sí, ya sé; quizás pueda resultar una descripción fantástica o poco verosímil, pero les aseguro que era tal y como les cuento, sin añadidura alguna de imaginación o mentira. Era, podríamos decir, uno de esos personajes destacables de entre el común, de esos que llaman la atención sobremanera y nos incitan a girar la cabeza a su paso, por temor a perdernos algo inhabitual y llamativo.
Tenía, además, mucho de misántropo y esquivo, pero unas buenas dosis de aguardiente o de cualquier otra bebida espirituosa reblandecían sus resquemores y barreras de forma ciertamente eficaz.
Fue precisamente de ese modo, entre los vapores alcohólicos que huían despavoridos de su boca y las volutas azuladas que brotaban de mi habano, como me contó su historia, la cual, para desazón de quien esto pueda leer, constaté como cierta.
La conversación transcurrió tal día como hoy, treinta de octubre, apenas unas horas antes de que comenzara la noche de difuntos, en una taberna de Alicante cuyo nombre, por no extenderme en detalles inútiles, no mencionaré.
Me contó que se ganaba la vida como sepulturero, extremo que yo conocía tras haber coincidido con él en las numerosas ceremonias funerarias que mis obligaciones sociales me imponían; que aquello no era tan malo, que el esfuerzo no era excesivo y el desempeño ciertamente fácil, pues se limitaba a excavar las tumbas, cubrirlas de nuevo y vigilar que nada ni nadie alterase el debido sosiego que en esos lugares debe imperar. Contó, además, que el sacerdote le había ofrecido una vivienda allí mismo, en el cementerio, para mayor control de sus obligaciones y menor deterioro de su bolsillo. Resultaba apenas una cabaña, insuficiente para una familia pero decorosa para un hombre solitario y acomodaticio, así que vivía feliz y tranquilo, sin problemas ni sobresaltos.
Los días transcurrían plácidos y calmos, y el salario, aunque escaso, le permitía echarse al coleto cuantos tragos fueran suficientes para olvidar el pasado.
Ante mi extrañeza, me explicó que su mujer había fallecido dos años antes, y que su hija, la única que habían conseguido, permanecía recluida desde entonces en un sanatorio mental, adormecida por los sedantes y aletargada por el dolor.
Al instante, recordé la historia que tanto tiempo había circulado por la ciudad. Por lo que decían, la niña se había vuelto loca, completamente loca, y, tras varios episodios de demencia en los que su carácter, normalmente apacible, siempre se tornaba en iracundia, había terminado por acuchillar a su madre.
Naturalmente, pues soy hombre educado y sensible al dolor ajeno, me abstuve de hacer comentario alguno sobre aquel desafortunado incidente, así que me limité a musitar una breve frase de consuelo, apenas un formulismo, y aspiré una nueva bocanada de humo.
Recuerdo que me miró; clavó aquellos ojos vivarachos y luminosos sobre mí y esbozó una sonrisa, enorme como su boca y triste como su aspecto.
—Ya no tiene importancia —Tenía la voz pesada, muy grave, anclada en el recuerdo.
—¿Cómo? —pregunté yo, que no entendía el tono de aquella aseveración.
—Hoy acabará todo. Ya lo verá. Hoy he enterrado a mi hija —Me miró de nuevo, sonrió y se llevó la copa a los labios.

Aquello me dejó mudo. Allí estaba yo, hablando con un hombre que, tan solo unas horas antes, se había visto obligado a enterrar a su propia hija. De pronto, me sentía torpe y estúpido, incapaz de concebir el dolor o la desolación que el pobre Juan debía sentir; no acertaba a comprender cómo aquel hombre de aspecto enclenque, alicaído y desaliñado podía soportar con tanta entereza una situación tan terrible como aquella. Y ello hacía que sintiera una repentina simpatía hacia él.
Sin embargo, sus últimas palabras eran aterradoras.
Juan estaba pensando en suicidarse, acabar con todo, despedirse de su hija y poner fin a su dolor.
¡Y yo no podía consentirlo!
Alarmado, pregunté:
—Juan, ¿qué es eso de que esta noche acabará todo? ¿A qué se refiere? No estará pensando en cometer una estupidez, ¿no?
Su mirada volvió a cobijarse en aquella copa que tenía frente a sí, refulgente de tonos cobrizos, abundante de posos negruzcos...
Suspiró.
Y comenzó a hablar.

—No se preocupe. No se trata de lo que está pensando —respondió—. Se lo contaré. Ya no tiene importancia y nada habré de cambiar con ello. Ya nada tiene solución.

Le miré extrañado. Él bebió un nuevo trago de aguardiente y continuó hablando.

—La de hoy es la noche de los espíritus, cuando regresan a la vida y vuelven a hollar la tierra que les fue vetada por la muerte, cuando se reencuentran con los suyos, con aquellos con los que aún tienen cuentas pendientes; cuando viven otra vez...
—¿Qué?
—Sí, no se sorprenda. Lo he visto muchas veces desde la ventana de mi cabaña, retrepado tras las cortinas, temeroso de ser descubierto pero incapaz de escabullirme por no perder detalle de tan fantástico desfile. Regresan del mismo modo que murieron, vistiendo los mismos ropajes y con idénticas mutilaciones que lucieron en vida, aunque ciertamente más ajados y descoloridos.
—Perdóneme, pero…
—¡No, por favor! ¡Déjeme continuar, se lo ruego! Es importante. Ya que he comenzado, deseo acabar.

Por no contrariarlo, hice un gesto de asentimiento.

—Verá, las espléndidas vestimentas con los que los enterramos son entonces telas raídas, deshilachadas y ennegrecidas por la exhumación, y sus cuerpos, aquellos que siempre recordamos con cariño, con amor, hasta con pasión, lucen descompuestos por la putrefacción, abundantes de jirones y excrecencias tumorales, pústulas y llagas nutricias para la fauna cadavérica. —Hablaba con aspavientos, enfatizando cada una de las frases que pronunciaba con un tono de suma gravedad—. Cruzadas las doce, desalojan sus túmulos, recorren el cementerio y lo abandonan en busca de aquellos con quienes han de encontrarse. Más tarde, apenas unas horas después, antes de que el sol se deslinde del horizonte, regresan de nuevo, tal vez con el objetivo cumplido, tal vez por cumplir.
—¿y si no lo cumplen? —pregunté yo.
—¡Hummm! Si no lo cumplen…regresan el año siguiente. Y así un año tras otro, hasta que, finalmente, consiguen aquello que desean.

Ya no sabía cómo considerar aquello. Sin duda, parecían las desmesuras de alguien trastornado, pero…

—Bueno, ahora he de irme. Lo siento —dijo de repente, con un tono de derrota en la voz.

Al momento, dio un gran trago a su copa de coñac y se incorporó.

— ¡Espere! —insistí yo—. Usted dice que sólo vuelven aquellos que tienen causas pendientes, pero, ¿por qué habría de regresar su hija? Tan solo era una niña.

Juan se giró lentamente, me miró a los ojos —ya no parecían tan alegres— y respondió:

—Porque maté a su madre.

Casi di un respingo en la silla.

Juan se volvió de espaldas, en silencio, y se dirigió hacia la salida de la taberna. Llevaba un paso vacilante, lastrado de remordimientos.
Al llegar a la puerta, se volvió hacia mí y dijo:

—Si desea comprobarlo, acuda esta noche al cementerio. Yo estaré allí.

Y desapareció, dejándome con el bosquejo de una réplica en los labios.

Las horas siguientes las pasé sumido en la zozobra. La historia era fabulosa y, por supuesto, no la creía en absoluto. Sin embargo, algo me decía que debía acudir a la cita.


Más por temor a que Juan cometiera una estupidez —pues ya le había cogido cierta simpatía—, que a la curiosidad que el asunto había suscitado en mí, acudí esa noche al camposanto.
He de confesar, no obstante, que, pese a mi incredulidad, sentía cierto miedo. Sabía que era ridículo, pero no podía evitar encontrarme así.
La noche estaba oscura, opacada por una bruma densa y muy húmeda que calaba a uno hasta los huesos; la calle, silente y solitaria, y mi corazón, siempre calmo y apacible, latía con un ritmo cada vez más bronco y desbocado.
La casa de Juan se encontraba en el extremo opuesto a la entrada del cementerio, por lo que, para llegar hasta allí, debía cruzar interminables pasillos de tumbas y panteones, lo que no contribuía en demasía a calmar mis nervios.
Pueden ustedes hacerse una idea de lo que supone transitar por un cementerio en una noche como ésa, con la mente enfebrecida por una historia aterradora y las tripas constreñidas por la inquietud que las últimas palabras de mi recién estrenado amigo me habían producido.
Cada uno de los cipreses y enebros que me encontraba en el camino se me antojaban espectros o figuras demoníacas, y cada uno de los querubines que vigilaban los mausoleos de los más pudientes parecían a mis ojos seres grotescos, horripilantes, que se hubieran apostado allí a la espera de abalanzarse sobre quien se atreviera a cruzar por allí.
Todo estaba en silencio; tan solo se escuchaba mi respiración, el canto ocasional de un grillo o una lechuza y el crepitar constante de mis pasos sobre la gravilla que cubría los caminos.
Una luna llena, lechosa y difusa, parecía adivinarse entre la niebla que se acumulaba sobre mi cabeza, como un faro de escasa utilidad.
Tras la fila de panteones, opulentos y ensoberbecidos, comenzaron a vislumbrarse los enterramientos; modestos, casi humildes, apenas unas lápidas salpicadas o unos crucifijos de reducidas dimensiones. ¡Qué cruel es el recuerdo! ¡Qué triste es el olvido!
El canto de una lechuza me devolvió de nuevo a la realidad. Intenté apurar el paso, pues no deseaba estar allí más tiempo del estrictamente necesario, entre noche, miedos e imaginaciones, y a los pocos minutos, sofocado como un peregrino descreído, pude divisar la cabaña del guardia.
Era una casa pequeña, con las paredes encaladas y la cubierta de teja. La puerta estaba abierta, y a través de la abertura se podía ver algo de luz, muy tenue, casi mortecina y palpitante, como la que produciría una vela enflaquecida por el viento.
Decidí acercarme un poco más y comprobar si mi amigo Juan se encontraba bien, pero contemplar aquel ribete luminoso no era un presagio en exceso halagüeño.
De pronto, mi ánimo pareció enflaquecer. Mis pasos se tornaron mucho más lentos, indecisos y temblorosos, y mi voz, muy entorpecida por el miedo, no hacía sino murmurar breves increpaciones por temor a se descubierto por Dios sabe qué cosa.
El halo de luz que parecía envolver la cabaña se hacía cada vez más difuso y etéreo, y las formas de ésta cobraban, a su vez, una nitidez mayor.
Una vez hube llegado hasta la casa, me situé junto al pomo de la puerta —una vieja manilla de latón—, lo sostuve entre mis dedos y suspiré con fuerza, como un intento de aunar todo mi coraje en aquellos dedos trémulos y entumecidos por el frío.
Recuerdo que la abrí muy despacio. Intentaba evitar que un quejido herrumbroso de los goznes delatara mi presencia, pero, para mi sorpresa, las bisagras no hicieron ruido alguno.
La rendija adquirió mayor dimensión…
En un escorzo rebosante de miedos y cobardías, me asomé para contemplar el interior de la vivienda. Y lo que allí pude ver me dejó helado.
Juan yacía muerto en el suelo, con la camisa desabotonada y ovillada en torno a las axilas y los pantalones sucios de terror, orinados en la entrepierna.
Unas huellas de barro, abundantes de agua, llegaban hasta él…
¡Cerré los ojos! No sentía fuerzas para contemplar aquella escena, pues si de algo me había dado cuenta era de que aquello no era el resultado de un suicidio, sino de un asesinato.
Unas letras ennegrecidas rasgaban su pecho con una caligrafía distraída y poco elaborada, como la que poseería alguien de escasa cultura y estudios; quizás…alguien muy joven.
Musité una oración por su alma y abrí los ojos de nuevo.
Hoy comprendo mi estupidez, pues era ciertamente plausible que el asesino aún continuase allí, al acecho, pero, en aquel momento, mi recuerdo estaba con el fallecido, y no con mi seguridad personal.
Intenté reunir el valor necesario. Permanecí allí unos segundos, inmóvil y en silencio. Luego me acerqué.
Los brazos de Juan estaban extendidos como los de un Cristo yaciente, y sus ojos, que aún recordaba vivarachos, se abrían de forma desmesurada, como si se hubiese negado a apartar de su vista aquellos instantes últimos y tan trágicos.
Compuse un esbozo de desprecio y me incliné a su lado.
Las letras parecían impresas a fuego, como si alguien hubiese empleado un hierro candente para deletrear aquella leyenda ominosa que rasgaba su piel. Pequeños festones de piel chamuscada rodeaban cada una de las heridas, y su carne, ajada y entintada de carmesí, aparecía ahora al descubierto, perpetuando en mi memoria un mensaje aterrador.
¡Asesino! Ésa era la palabra que alguien había escrito sobre el cuerpo de Juan.
¡Asesino!
Una duda terrible me asaltó. ¿Habría sido su joven hija, rediviva y obsesionada por el rencor, quien causara la muerte de su padre? ¿Era aquello posible?
Obviamente, aquella idea me parecía ridícula —hasta estúpida—, pero, al mismo tiempo, me veía incapaz de apartarla de mi mente.
¿Estaría ella cerca de mí, contemplando cómo rezaba por el alma trastocada de su padre?
¡Dios! ¡La simple idea me aterrorizaba! Sin embargo, debía permanecer tranquilo y con la cabeza asentada.
Me persigné con el mayor de los respetos y abandoné la cabaña, asegurándome de que había dejado todo tal y cómo me lo había encontrado. Apuré el paso hacia la salida; las lápidas y crucifijos parecían desfilar junto a mí…
De pronto, algo llamó mi atención. Quizás fuera un ruido, no sé; quizás, algo que había visto por el rabillo del ojo. El caso es que me giré, y les aseguro que jamás podré olvidar aquella silueta brumosa, desvaída y harapienta que divisé a escasos metros de mí.
Era apenas una chiquilla, de unos catorce o quince años, que vestía un vestido de gasa blanca. Tenía el pelo rubio y alborotado, ligeramente mecido por el viento que recorría el camposanto, y su rostro, claro y rubicundo, estaba ahora ennegrecido por el barro.
Por un instante, me pareció que sonreía; fijó sus ojos en mí, me contempló con cierta candidez, casi…como un querubín…Al cabo de unos segundos, continuó con su labor.
Su cuerpo semejaba estar semienterrado en la pradera de las tumbas. Permanecía sentada, con el cuerpo enhiesto y amortajado de tules sucios y raídos. A su alrededor, varios cúmulos terrosos, provenientes, sin duda, de una exhumación.
Comenzó a mover los brazos con rapidez. Hundía sus pequeñas manos en los montones de tierra y los removía, atrayéndolos hacia sí…
¡Dios! ¡Estaba aterrado! Mi cuerpo permanecía paralizado por el horror, y mi mente, incapaz de enfrentarse a semejante escena, pareció negarse a asimilarla.
Al instante, caí desfallecido.

Me encontraron al día siguiente, enfebrecido y casi paranoico, musitando una extraña letanía sobre muertos, resurrecciones y venganzas postergadas.
Por supuesto, nadie me creyó, y yo me vi obligado a pasar un tiempo apartado de todo.
Con el paso de los meses, intenté convencerme a mí mismo de que aquello no había sido real, de que había sido fruto de mi imaginación, del cansancio o el temor que se había cebado en mí; quizás, un exceso de bruma, densa y juguetona, que hubiera cobrado una forma curiosa. No sé…
Hoy, sin embargo, sé lo que vi. Y aunque soy consciente de que puedo parecer un loco, he decidido confesar lo sucedido.
Por ello continúo contando la historia de Juan Luís Huidobro, sepulturero de profesión y asesino confeso que sucumbió por una venganza póstuma, y continúo, por tanto, siendo víctima de las burlas de aquellos a quienes se la cuento.

Sé que no me creerán, y, a decir verdad, no me sorprende. Sin embargo, créanme, se lo ruego. La muerte no es el fin.
Al menos, durante la noche de difuntos.

martes, 8 de febrero de 2011

Clásicos y zombis, de DH Ediciones


Lo tenía pendiente desde hace tiempo. Y como no es aconsejable cargar la mochila de acarreos y tareas por hacer, comentaré ahora este fantástico libro que la editorial DH Ediciones publicó en diciembre de 2010 y que, bajo el título “Clásicos y zombis”, sacude nuestras mentes con imágenes vívidas y luctuosas —casi parezco incurrir en contradicción—, cuerpos putrefactos, mutilaciones y carnes corrompidas.
Ya desde hace tiempo, esto de los zombis ha pasado a ser algo habitual, casi omnipresente, y el crear historias preñadas de afanes carnívoros es un recurso al que muchos hemos dedicado unas horas de nuestro tiempo. Hemos querido encontrar la tan ansiada fórmula que nos permita resucitar el subgénero con renovado interés, emplear los mismos hilvanes que en el pasado, impregnarlos con alguna argucia novedosa y urdir un nuevo tejido, algo rompedor y hasta insólito, que nos haga disfrutar de estos seres desde otro punto de vista, nunca antes hallado ni pergeñado.
Vendría a ser esto, para no extenderme y explicarme mejor, y empleando una socorrida frase en este mundo del terror, darle una vuelta de tuerca, hallar algo distinto en él y remozar las historias aportando unos granitos de sal que nos hagan más placentero el paladeo de la sangre, las vivisecciones y evisceraciones varias.
Y vive Dios —también esta frase merece ser remozada— que los autores de Clásicos y zombis lo han conseguido.
Tras una breve introducción de este menda, en la que mi extrema prudencia y abultada bonhomía me llevó a rogar a los posibles lectores que no se internaran en el libro, inicia el texto un fantástico relato de Tony Jiménez.
Tony es un joven autor malagueño que nos viene acostumbrando a una nueva óptica literaria. Sus relatos nunca están exentos de salpicaduras de humor ni de plasma sanguíneo, y siempre nos deleita con historias nuevas, con una prosa muy gratificante y con inesperados giros de trama que nos obligan a leerle con suma atención.
En el caso de “La plaga de Troya”, y aunque la historia no resulte en absoluto novedoso, Tony consigue trasladárnosla de un modo vivificante y muy entretenido. Desdibuja a personajes legendarios, los desnuda de esa pátina dorada que siempre han lucido y la cambia por una piel ocultadora de carnes muertas.
No cabe aquí el afeo de lo predecible, pues la historia se trasgrede con la zombificación y el humor entreverado, se le añade un puntito de pimienta y se ofrece una prosa generosa, arcaica y genial, con la que se teje un relato fabuloso que muchos disfrutarán.

El placer de la carne, de Leandro Kreitz, donde el reallity show se lleva al exterminio, al horror en directo y a la podredumbre generalizada.
Leandro se hace eco de los deseos más oscuros del telespectador intelectual y arremete contra el programa blasón de la telebasura, reduciéndola a una papilla sanguinolenta, abundante de restos cárnicos y fluidos corporales. Al final, añade el necesario toque de lubricidad y lascivia, recordándonos que el hombre es, seguramente, la peor bestia de todas.
Pese a la dureza del relato y la reprobación que los actos del protagonista merecen, el lector no puede ausentarse del buen trabajo literario que adornan estas páginas.

Los Alyscamps, de Andrés Abel, es un curioso juego literario protagonizado por uno de los pintores más insignes y aclamados de finales del S. XIX. Aunque tarda en centrarse en lo mollar —a estas alturas, uno ya espera con ansiedad la presencia de los zombis—, la buena prosa del autor le permite dibujar la historia a la perfección, centrarse en las dudas, en las angustias, en la locura, y preparar al lector para lo que ha de venir.
La escena inicial en Allée des Tombeaux es realmente buena, y el enloquecimiento progresivo que se va destilando entre líneas parece sobrevolar el relato como una sombra funesta o una amenaza subrepticia.

Uno para todos, de Carmen del Pino, es, como cualquiera puede imaginar, una zombificación de una de las más grandes novelas de la historia: Los tres mosqueteros.
Carmen se fija aquí en la escena del duelo multitudinario y revelador de identidades que aparece al inicio de la novela, y lo cierto es que lo hace con una gracia y talento dignos de alabanza. Pese a la inclusión de los zombis, que podría suponer un atentado risible contra una obra magna de la literatura universal, el relato de Carmen mantiene fresco ese aroma aventurero y folletinesco de la novela madre, a lo que consigue unirle ocasionales ribetes humorísticos que hacen muy agradable la lectura.

Para comerte mejor, de Javier Pellicer. Tenía ganas de leer este relato, pues considero a Javier un escritor enorme, de esos pocos que son capaces de crear mundos paralelos, tan distantes como cercanos, con pequeños esbozos perpetrados en unas pocas líneas. Imaginaba que sería algo complejo, tumultuario de personalidades y detalles, abundante en giros y jugueteos estilísticos, y certero en las descripciones y exposiciones. Pero lo cierto es que me he llevado una sorpresa. Javier, en este caso, se ha desprovisto de esos artificios fastuosos que tan sabiamente maneja y se ha ufanado en mostrar algo sencillo o infantil, como un juego, un guiño o una sonrisa. Sin embargo, aunque el tono general exuda levedad, y casi ingenuidad, sí deja en el lector un gran poso de amargura.
Nunca le perdonaré que haya ensangrentado mis recuerdos literarios infantiles. Caperucita ya nunca será la misma, y, a partir de ahora, consideraré erradicar el libro de la estantería de mis hijos.
Es un relato sencillo, muy breve y muy, muy grande.

Hannah, de José Luis Cantos, parece un guión cinematográfico. El uso de la primera persona le da un tono de inmediatez y desasosiego extenuante, y su estructura capitular —discúlpenme la inconsistencia teórica—, hilvanada en tres actos, confiere a la historia el adecuado ambiente de crispación. La tensión se palpa, la desgracia parece gravitar sobre el lector, y el drama, más afianzado en la corrupción humana que en la putrefacción corporal, hacen que uno, al final, ya sea incapaz de percibir dónde habita la maldad. ¿Quizás en los zombis? ¿Quizás en la propia naturaleza humana? Sin duda, uno de los que más he disfrutado.

Los otros, de Pilar Alberdi. Pilar escribe muy bien. Es de esos escritores —discúlpenme el genérico— hábiles, talentosos y bien dotados, que son capaces de bosquejar sentimientos con unas pocas palabras. El amor, el desconsuelo o la añoranza parecen impregnar las páginas de este relato, salpicando con sus humores a un lector inadvertido y cada vez más perplejo. Los recuerdos fluyen y dejan un poso amargo, y la esperanza, ilusoria y cariacontecida, viene solo acompañada de la muerte.
Un gran relato. Vive Dios.

Yo, ¿zombi?, de José Ramírez, es un relato inusual, transgresor y socarrón, pero, por encima de todo, ciertamente hábil. La prosa empleada es ligera, muy correcta y eficaz, y el autor ha sabido aderezarla con unos tintes tabernarios realmente brillantes y atinados. El texto se convierte en una declaración de intenciones; en unos estatutos enfermizos, aunque muy coherentes, de los redivivos; en una aceptación del ser y en una enloquecida invitación a la glotonería. Las descripciones son muy vívidas, y aunque el tono grotesco y socarrón intenta desproveerlas de ese cariz horrísono de los zombis, no consigue privarnos de esa intensa sensación de repugnancia que nos acompaña durante la lectura.
Una visión distinta, rayana en la locura, descabellada si quieres. Pero genial.

Mariposa roja, por Laura López. Es una zombificación muy libre de Romeo y Julieta. Quizás por exceso de imágenes y elipsis argumentales, el relato adolece de cierta falta de claridad. Pese a ello, es un texto muy original, vertiginoso en ocasiones y hasta hiriente, cuando las imágenes recreadas incluyen plasma sanguíneo y goloseo de miembros humanos. He de incluir, no obstante, un afeo: La prosa de Laura, certera e impactante, debiera haberle permitido un mayor acercamiento al lector del conseguido en este texto.

Error de diseño, de Victor M. Valenzuela, trata una óptica distinta, evolutiva, esperanzadora, aunque apocalíptica, y casi empática. El texto tiene mucho de precisión fotográfica, de captación de la inmediatez y de vivacidad, lo que permite disfrutar el relato de un modo muy cercano. Resulta ciertamente llamativo —y tranquilizador— constatar que la rapidez narrativa no va en desdoro de la descripción.

En resumen, y pese a lo expuesto en la introducción, lean. Lean y dispónganse a disfrutar, a aprender y a pasar miedo. Si no lo hacen así, se arrepentirán. Seguro.
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