domingo, 8 de marzo de 2009

El Odioso y cruel Don Gaspar de Blanes

Basta ya de disertaciones, de opiniones y de intenciones. Ahora toca escribir, ahora toca contar historias.



A Continuación podéis leer, si lo deseáis, el inicio de un relato breve que he escrito este fin de semana. No es nada importante, nada pretendo con él, pero el ejercicio ha valido la pena. He disfrutado mucho, y espero que a vosotros os pase lo mismo. En próximas entradas iré incluyendo el resto del cuento.



Un abrazo
El odioso y cruel Don Gaspar de Blanes

Robledo de Blanes era un pueblo pequeño, muy pequeño, con apenas diez casas habitadas por buenas gentes que no cesaban de luchar. Eran, en su mayoría, trabajadores del campo que se agrietaban las manos y se rompían el espinazo en su lucha diaria con la labranza. Una lucha de sol a sol, que apenas les daba tiempo de recuperarse y que, sabían, no iban a ganar. La tierra era dura, el clima, árido, y las cosechas, exiguas. La renta obtenida con sus esfuerzos apenas llegaba para subsistir, el hambre acudía siempre a su cita, inexorable como la muerte, y les acuciaba con su sordo dolor, pero aquello no era lo peor.


Lo peor era su amo. Don Gaspar de Blanes.


Todos ellos vivían de su trabajo en unas tierras que no eran suyas, en campos arrendados que les habían sido concedidas a sus familias años antes, en tierras en las que habían crecido y habían amado, en tierras que sentían como suyas aunque no lo fueran pero que, por el trato infligido por Gaspar de Blanes eran, a todas luces, insuficientes.


Gaspar de Blanes era el dueño de todo aquello, y lo gobernaba con mano dura, siempre, como lo había hecho su Padre, como antes lo había hecho su abuelo. Su faz se posaba sobre todas las tierras en kilómetros alrededor, omnímoda, ávida de riquezas y huérfana de cariño. Nadie le importaba, a nadie amaba, y seguiría así por siempre. Tan sólo importaban las rentas que, de sus vasallos, del sudor con que regaran las tierras, podía obtener.


Su crueldad era conocida por todos, insoportable para los cuerpos famélicos y maltratados de sus vasallos, y en ella se refocilaba como un cerdo cuando el aburrimiento hacía presa en él. Sin motivo, sin causa. Sólo por el disfrute que de ello obtenía.


Gaspar era un hombre malo, alto y delgado, escurrido de carnes. Una pequeña joroba asomaba de su lomo y rompía la silueta. Unas piernas como juncos, débiles y temblorosas, amenazaban siempre con rendirse al esfuerzo de llevar a su amo y derrumbarse en cualquier momento. Su cabeza era estrecha y afilada, como su cuerpo, apenas cubierta por pequeños penachos desmadejados, de color gris, que recordaban a un perro sarnoso, y sus ojos, fríos y grises, casi muertos, solían clavarse como dardos venenosos, escrutando almas y conciencias.


Todo el mundo lo temía, y hacían bien. Todos, salvo Álvaro Tristán, honesto hombre de Robledo.


Don Álvaro de Tristán, maestro de profesión, y bondadoso de ocupación, era una especie de alcalde de Robledo. Cuidaba de todos sus vecinos, por todos era amado y respetado, y todos escuchaban cuanto decía con verdadero interés. Ejercía, aun sin pretenderlo, de padre espiritual, por su bondad, por su desprendimiento y por su sabiduría. Su aspecto bonachón, casi beatífico, despertaba simpatías allá donde fuera. Era regordete y bajo, pero resuelto y brillante, cabeza tonsurada y encanecida por los costados. Bueno como pocos, y listo como nadie y al que, su papel principal en la comunidad de Robledo, y el cariño y respeto con el que todos le bendecían, le había granjeado continuas envidias y odios crecientes por parte del señor de las tierras. Aquello no auguraba nada provechoso, ciertamente, pero a él poco le importaba. Era dichoso, a pesar de sus pesares, pues tenía un motivo para ello. Su hija, la bella Lucía.


Su hija Lucía, una chica de dieciséis años, bella como ninguna, alegraba sus días y los llenaba de dulzura y alegría. Honraba a su padre y lo amaba sin medida.


Lucía, la flor y el ángel de Robledo, le ayudaba a soportar la ausencia de su mujer, fallecida hacía ya años, faro y vigía de su vida durante largo tiempo, amor de su vida y, más tarde, una vez hubiese llegado el momento, de su muerte.


Era Lucía una verdadera preciosidad. Sus cabellos reflejaban la luz del sol con una intensidad cegadora. Su piel era pálida, casi nívea, y no mostraba en toda ella ningún defecto o mácula, pura como ella, buena como nadie. Sobre ella destacaban, sobremanera, sus labios, gruesos y carnosos, como esculpidos por un artista genial solazado en la belleza femenina. Sus ojos eran sinceros, grises y claros, como esa agua torrencial que su padre podía ver cuando iba a la montaña, con un brillo especial, salvaje e indómito. Tenía la ingenuidad y la alegría de un niño pequeño, siempre feliz, sin renunciar a nada, incapaz de sentir odio o maldad. Toda su vida había sido alegre, siempre había sido dichosa. Hasta que, un día, llegó Gaspar.


Gaspar de Blanes se aproximaba a Robledo, silencioso y enojado, rumiando su desgracia como siempre lo había hecho. Era su vida una colección de calamidades, un montón de pesares que, sin embargo, no le importaban en exceso. En ellos se sumía casi con placer, deleitándose en su miseria, regodeándose en su penuria. Nada le importaban sus desdichas si las de todos aquellos que le rodeaban eran mayores. No le importaba sufrir, siempre que fuese capaz de lograr que los demás sufriesen más que él. Y a ello se afanaba con delectación y encono.


La enfermedad de los huesos, imparable, le carcomía los tejidos, le quebraba los músculos y le ajaba la piel. Los dolores eran terribles, casi insoportables y, en muchas ocasiones, se veía obligado a guardar reposo durante largos días. Era entonces cuando, sumido en su desgracia, ansiaba más que nunca causar daño. Le placía torturar y matar, sin importar a quién o a cuántos. Lo único que contaba era expiar el dolor que le aquejaba, como una enfermiza y sádica terapia médica. Cuando olía la sangre y veía el sufrimiento ajeno, sus sentidos se abotargaban, se embriagaban de rencor, de odio y de maldad, y ya no sentía la enfermedad. Era en esos momentos cuando más sádico y mortal se volvía. Era entonces cuando se imponía huir de su presencia.


Hacía ya unas semanas que no le dolían los huesos pero, el largo y duro camino hasta Robledo, había despertado su dolor. Ya muy cerca del pueblo, cuando ya casi se podía oler el humo de las lumbres, su rostro era una mueca de odio, enervada y contraída por el dolor. Pronto, muy pronto, alguien lo iba a pasar mal.


Aquel viaje se lo había impuesto a sí mismo. Hacía ya tiempo que no iba a Robledo, y deseaba estar al tanto de cómo iban las cosas por allí. Los férreos impuestos con los que hostigaba a sus vasallos, y que los sumían en la más absoluta de las pobrezas, eran recaudados por corchetes que le servían con lealtad, fingida, pero lealtad, al fin y a la postre. Era una labor ingrata, muy desagradable, y que desempeñaban con tristeza. No deseaban realizarla, pero se veían obligados a ello. Su señor rara vez los acompañaba, pero aquella temporada era diferente.


Gaspar ansiaba revivir sus incursiones en los poblados, visitar sus dominios y contemplar a sus vasallos. Contemplarlos y castigarlos. Aún recordaba sus años mozos, en los que el vigor de su brazo era grande, en los que cabalgaba sin descanso, sin dejar que su montura recuperase el resuello. Recorría su vasto territorio y castigaba a sus vasallos, cobraba los diezmos de las aldeas y diezmaba a sus habitantes. Recordaba todo aquello con nostalgia y, ahora, a pesar de que el vigor de su brazo había menguado considerablemente, deseaba recuperarlo. Ansiaba vivirlo de nuevo, aunque fuese por última vez. Y por eso estaba allí.

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