viernes, 13 de marzo de 2009

El Odioso y cruel Don Gaspar de Blanes ( 3ª Parte y última)

Y llegó la tercera y última parte. Espero que os guste. Para eso lo hago.
Un abrazo.
El odioso y cruel Don Gaspar de Blanes.
Don Álvaro Tristán pasó la noche sumido en una gran preocupación. Conocía de la crueldad y los excesos de Gaspar de Blanes, sabía que su respeto por sus vasallos era nulo, y se había dado cuenta, sin el menor asomo de duda, del interés y el arrobo que el viejo sanguinario había experimentado al ver a Lucía. Pasó las horas removiéndose inquieto en su jergón, incapaz de conciliar el sueño, acompañado tan solo por una ligera duermevela. ¿Qué oscuras intenciones albergaba aquel canalla? ¿Cómo podía huir de la malvada sombra que se cernía sobre Lucía? Aquellas preguntas se clavaban como dagas en su mente, pero ya faltaba poco. Por la mañana tendría las respuestas.

Algunas horas después, con los párpados oscurecidos por la vigilia, don Álvaro se levantó de la cama y abandonó la casa. Lucía dormía plácidamente, ajena al interés que su figura había inspirado en Gaspar, y su padre no quiso despertarla. El sol asomaba en el horizonte con un halo rojizo muy perezoso. La mañana, algo fría aún por el aire que bajaba de las cumbres, comenzaba a revivir con timidez, pero ya los cantos del gallo y los gorjeos de los pájaros se atrevían a despuntar.

Don Álvaro respiró con fuerza, llenó sus pulmones con el aire frío del alba y lo expulsó lentamente. Unos nervios lacerantes le carcomían el cuerpo. Un escalofrío helado recorrió su espalda. Tenía muy presente la sucia mirada que Don Gaspar había dirigido a su hija. Le había repugnado, le había enfadado y, en ese instante, le atemorizaba. Sabía qué significaba aquello, y no pensaba permitirlo. Se giró hacia su hogar, echó un último vistazo, y comenzó a caminar. El de Blanes aguardaba por él.

Los vecinos ya habían comenzado a arremolinarse frente a la casa que su señor había ocupado la noche anterior. Un leve rumor de preocupación llegó a los oídos de Don Álvaro. Muchos de ellos no habían conseguido frutos suficientes de su trabajo como para pagar la renta exigida. El esfuerzo realizado había sido baldío, sus beneficios eran inexistentes, y sus familias se veían necesitadas. El clima había sido intransigente durante todo el año, pocos momentos de paz les había traído, y la tierra era cada vez más pobre, cada vez más estéril. Ante tal situación, las cosechas habían sido lastimosas, exiguas, y había aparecido de nuevo el fantasma del hambre. Como única forma de luchar contra él, los de Robledo decidieron jugársela y tiraron de los diezmos. Y ahora se habían acabado. Tenían que pagar y no tenían forma de hacerlo. Y eso conllevaba un castigo.

Don Álvaro se aproximó hasta sus vecinos a tiempo de ver al de Blanes asomar por la desvencijada puerta. Su aspecto era el de un moribundo: Escuálido, ojeroso, con el rostro oscurecido por una barba blanca y espesa. Su silueta, tal era el dolor que le aquejaba, amenazaba con doblarse hasta besar el suelo, y sus piernas, flacas y arqueadas, temblaban como animadas por el viento. El silencio se adueño del pueblo. Los fríos ojos grises de Don Gaspar se posaron sobre sus vasallos con un tenor amenazante. Los miró a todos detenidamente, escrutando sus miedos y su rabia, hasta que llegó a Don Álvaro. Una sonrisa torcida y oscura afloró entonces a sus labios. Una sonrisa enferma de piorrea que parecía la puerta del infierno. El maestro mantuvo la calma, fijó la mirada y la sostuvo con gallardía. Entonces llegaron los corchetes.

La patrulla, armados de arcabuces y pistolas, rodeó a los vecinos de Robledo. Dos de ellos, de gran tamaño y feroz aspecto, se situaron tras su señor y se cuadraron. Dio entonces comienzo la intervención de don Gaspar.

-Ha llegado la hora, pandilla de haraganes. Ya sabéis a qué he venido, así que andar ligeros, que hay prisa.- dijo con una voz aguardentosa.
Los vecinos se miraron unos a otros con temor. Temían el estallido de furia que, a buen seguro, iba a producirse de un momento a otro, pero Don Álvaro, sin arredrarse ni un instante, se puso al frente y comenzó a hablar.
-Con su permiso, Excelencia.- comenzó.- Ningún secreto le desvelo a usted si le digo que el año ha sido muy malo, que las cosechas no han florecido como de ellas se esperaba o que las bestias no han empreñado como era habitual. El pueblo se ha sumido en la miseria, en el hambre, y todo nos ha sido necesario.

El de Blanes lo miraba en silencio, con una fría expresión en su rostro y un brillo de furia en sus ojos. Odiaba a aquel hombre como nunca había odiado a nadie. Odiaba su honestidad, su valor, su coraje. Lo odiaba por el respeto que le profesaban sus vecinos, por el cariño que le tenían y por la bondad que lo adornaba. Lo odiaba con toda su alma, lo odiaba con todas sus fuerzas, porque Álvaro Tristán era todo lo que él no era, todo lo que él, algún día, cuando era un mozalbete, había deseado ser. Lo odiaba porque, era consciente de ello, el maestro era mejor que él. Y todo ese odio afloraba ahora a sus ojos.

-El hambre ha acuciado a mis vecinos hasta límites intolerables. Son fieles a usted y trabajan duro, de sol a sol, pero han tenido que acogerse a todo lo que estas tierras pudieron producir. Echaron mano de todo, y ya nada queda que usted pueda llevar a su casa. – explicó Don Álvaro. – Mas no se inquiete, Excelencia. Este año las cosas pintan bien, las semillas han prendido con amor en la tierra y las bestias están fuertes. Tan sólo ha de esperar algo más. Estas gentes le compensarán como usted merece, no le quepa duda.- El maestro hablaba con cuidado. Debía defender a sus vecinos, pero temía provocar la ira del de Blanes. Sabía que, si eso se producía, el castigo que iban a sufrir los de Robledo sería terrible. Por eso se encomendó a sus habilidades.

Pero sus argucias no dieron resultado.
-¿Acaso insinúa que nada hay que llevar a mis graneros? – preguntó Don Gaspar.
-Así es, Excelencia. Las circunstancias no lo han permitido. Estas gentes hubieran muerto de no haberse valido de los diezmos.
-¡Pues que mueran, por Dios! ¿Cómo se atreven a cometer tal falta? ¿Conocen el pecado que eso significa? ¿Acaso no conocen la penitencia que suelo imponer?- gritó enfadado. Le temblaba el labio inferior, su rostro se enrojecía por la ira, y su cuello, estrecho y flanqueado por gruesos tendones, se poblaba de venas como cuerdas.

Los vecinos de Robledo se agruparon asustados, retrocedían por el miedo, pero a ningún lado podían ir. Los corchetes se lo impedían con sus mosquetes. Se veían rodeados, impotentes, podían sentir cómo el odio de su señor se cernía sobre ellos. Podían notar la sombra de su mano sobre sus cabezas, el peso de su rabia, que les atenazaba las tripas, la áspera cuerda, que ya se ceñía y apretaba. Pero Don Álvaro no cedía.

-¡Detenedlos a todos! –ordenó con furia. – ¡No tendré compasión! ¡Pagarán por esto!
-Sea comprensivo, Don Gaspar, se lo ruego. Esta gente no puede valerse por sí misma, y no ha sido su intención ofenderle. Sea compasivo. –intercedió.

Don Gaspar miraba al maestro con desprecio, con una mueca desencajada y la figura aún más encorvada.

-Nada valen ya sus vidas. Se lo aseguro, …a menos que…
En ese instante, el estómago de Don Álvaro se contrajo por una terrible sospecha.
-Su hija, Don Álvaro.
-¿Qué?- apenas pudo preguntar el maestro.
-Su hija. La dulce muchacha que tuve el gusto de contemplar ayer.- dijo con una horrible sonrisa. –Me place enormemente, es cierto. Me gustaría tomarla por esposa, y consentiría en perdonar a toda esta gente si usted decide entregarla libremente.
-¡Jamás permitiré tal cosa! ¡Nunca! –gritó Don Álvaro.
-Sea pues- dijo el de Blanes, encogiéndose de hombros con un gesto cínico. –¡A la horca con ellos, venga!
Gritos de horror inundaron la pequeña explanada. Los corchetes se lanzaron contra los aldeanos y comenzaron a propinarles golpes de arcabuz. Los de robledo se arremolinaban unos junto a otros, sus cuerpos se quebraban por los culatazos, sus voluntades se humillaban. El de Blanes miraba complacido el espectáculo con una amplia sonrisa en el gesto, y los corchetes, sin atreverse a dudar un instante, golpeaban sin cesar.

-¡No puede hacer esto, señor!¡Párelo ya! – imploró Don Álvaro.
-Ya sabe cuál es el precio. Su hija. Su hija, por la vida de esta gente.
-No puedo hacer eso,…no puedo.- lloró el maestro cubriéndose el rostro con las manos.
-Sí que puedes, padre. Sí que puedes.- dijo Lucía.

El tiempo pareció detenerse. Los soldados interrumpieron sus golpes, los lamentos cesaron, los llantos se apagaron. Gaspar de Blanes miró a la bella chica con sorpresa, giró su quebradizo cuerpo hacia ella y sonrió de satisfacción. El rostro de Lucía, siempre claro y límpido, ahora se cubría de gruesas lágrimas que recorrían sus mejillas. Estaba quieta, inmóvil y entregada, con los ojos cubiertos por un velo acuoso, pero su voluntad parecía férrea. Miró a su padre, que se había girado hacia ella y se acercó a él. Los aldeanos, doloridos y con las ropas cubiertas de polvo, la miraban con pena.

-Sí que puedes, Padre. Debes hacerlo, y tú lo sabes. No puedes permitir que nuestros vecinos mueran por mí.- dijo estrechándolo entre sus brazos.

Don Álvaro la miró y comenzó a llorar. Aquello era más de lo que podía soportar. Sus piernas flaquearon y se hincó de rodillas por la pena y la desesperación. Posó la cabeza sobre el regazo de su hija y lloró. Lloró como nunca lo había hecho. Lloró porque sabía que ella tenía razón, porque sabía que nada podía hacer para evitar lo inevitable. Lloró porque sabía que iba a perderla.

-No puedo perderte, hija… no puedo.- dijo levantando la vista para mirar a Lucía. Las lágrimas surcaban su cara, corrían encauzadas entre los profundos pliegues que poblaban su rostro y se vertían a ambos lados de su barbilla. Sus ojos imploraban compasión. Sus ojos pedían una alternativa.
-Es lo correcto, Padre.- dijo ella, acariciando el áspero mentón de Don Álvaro.
-Ella está en lo cierto- interrumpió Don Gaspar. El maestro levantó la cabeza hacia él y lo miró con un odio profundo.
Su hija se zafó del estrecho abrazo que le ceñía las caderas. Su padre, sumido en el dolor y la sorpresa, permaneció unos segundos con los brazos estirados y la mirada perdida, sin percatarse de que su hija ya no estaba. Lucía caminó hacia donde se encontraba el de Blanes, se detuvo frente a él y lo miró fijamente, sin miedo.
-Vayámonos- dijo
Él asintió complacido. Miró a sus corchetes, que aguardaban órdenes, y sujetó a Lucía por el brazo. Sus manos, huesudas y venosas, ensuciaron la piel clara de la chica.
-¡En marcha!-ordenó.
Don Álvaro permanecía de hinojos, con los sentidos abotargados por el dolor. Lucía se giró y lo miró por última vez. Él no pudo.

El ángel y el diablo montaron en sus caballos. Los corchetes los imitaron. Los de Robledo permanecían arrimados unos junto a otros, con el cuerpo inundado por el terror, y Don Álvaro lloraba.

La comitiva inició su marcha sin mirar atrás. Los cascos de los caballos hollaban la tierra seca y estéril levantando pequeñas nubes de polvo, y Don Álvaro lloraba. Se enjugó las lágrimas con la manga de la camisa. Su rostro había cambiado. Ya no había bondad, ya no había ojos claros y sinceros. Tan sólo había odio.

Lucía se giró sobre la silla y miró a su padre. Una lágrima brotó.

-Algún día, Gaspar…Algún día- susurró Don Álvaro.

La comitiva ya estaba lejos. Los reflejos del sol desvaían su silueta.

FIN

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado el relato, y considero que tienes talento como escritor, especialmente si tenemos en cuenta que hace tan sólo unos meses que escribes. Pero me ha dejado un regusto extraño: lo anterior no es un relato, es el comienzo de una novela. Cuando lo leía y veía lo que me quedaba por leer, pensaba que descubriría un error en el ritmo de la narración (faltaban pocas páginas y aún no se había llegado al nudo de la trama); después me he quedado con la sensación de que faltaban por llegar los siguientes capítulos, que es una historia aún abierta.
Permíteme, por tanto, dos consejos: los relatos breves son novelas muy cortas, historias que se abren y se cierran, sin finales cinematográficos en espera de una segunda parte. Y no permitas que el estilo entorpezca a la narración, el lenguaje usado ha de ser agradable, pero lo importante es la historia. La redundancia en el adjetivo no le da mayor fuerza al sustantivo; normalmente, dificulta y afea la lectura.
Creo sinceramente que serás un gran escritor, porque tienes talento para ello; pero todos los talentos han de ser cultivados y educados.
Ánimo, mucha suerte y a seguir escribiendo, porque disfrutaré mucho leyéndote.

Gracias y un abrazo.

Anónimo dijo...

Muchas gracias por el comentario, anónimo. Tendré en cuenta los consejos, te lo aseguro.

También a mí me ha surgido la idea de de hacer una novela con esta historia y, créeme, la tomaré en consideración. Creo que puede tener posibilidades.

Lo del final abierto es, quizás, por esa razón. Lo de los adjetivos es, seguramente, defecto del animal.

Un saludo, y gracias por pasarte por aquí.