domingo, 26 de abril de 2009

Una historia de miedo


Nunca había estado allí, y jamás volveré. Los recuerdos que me vienen a la memoria de aquel aciago día son demasiado tenebrosos, demasiado horribles, y no deseo tenerlos presentes. Contaré la historia pues, en estas líneas, como una forma de encerrar aquellos acontecimientos para siempre, en un cajón abandonado de mi mente, como una forma de purgar los demonios que me acosan o para expiar la frustración que me asedia ante tal funesto acto. Lo he decidido y así lo haré. Y luego lo olvidaré para siempre.

Comenzaré pues.

Era un día frío y gris del mes de Enero, hace ya diez años. En aquella época recorría yo la región de Valbuena, tratando de conseguir compradores para el, entonces nuevo, tractor Pullman. Era una buena promoción de venta y tenía grandes esperanzas depositadas en la operación. Si aquello salía bien mi porcentaje supondría una estimable cantidad de dinero y, en aquel momento, asediado por deudas de juego, esas comisiones podían ser mi salvación.

Pasaba largos días por allí, visitando a los múltiples agricultores que pueblan aquellas latitudes, y ya comenzaba a conocer bastante bien el territorio, pero un día me perdí. Quizás fue por la espesa niebla que se había formado repentinamente, quizás por lo mal señalizada que estaba la carretera, quizás porque el cansancio acumulado de los últimos días me jugó una mala pasada, pero el caso es que me perdí. Comencé a dar vueltas por pistas estrechas y oscuras, flanqueadas por árboles muy viejos y muy altos que impedían ver cualquier cosa a tres o cuatro metros de distancia. Conducía desorientado, volcándome sobre el parabrisas, intentando traspasar la niebla con mi vista. Tan sólo se veía un espeso manto, gris y algodonoso, que se abría a mi paso con timidez. Los faros del coche estrellaban su haz amarillento contra aquella cortina, obteniendo una aurora ocre y filamentosa en torno a ellos que casi molestaba a mis ya cansados ojos. Más arriba, por encima de los árboles, nada se veía. Las verdes copas penetraban en el mar de niebla y se ocultaban en ella, y la carretera continuaba abriéndose a mi paso lentamente.

Pasó así un buen rato, no sé exactamente cuanto, pero era ya casi de noche y mi hotel estaba, sin duda, muy lejos de donde me encontraba. Aquello me ponía muy nervioso. Me removía inquieto en el asiento del vehículo, miraba a todas partes sin cesar, y el corazón me palpitaba con fuerza. Mis manos estaban sudorosas, me rascaba el cabello con fuerza y mi boca estaba seca. Me imaginaba durmiendo en el coche, con el motor encendido para no congelarme, estremecido por un temor irracional que hacía que me sintiese amenazado por extraños peligros, pero de repente se hizo la luz.

La niebla pareció diluirse en un instante. La oscuridad se fue entreverando de jirones blanquecinos que cada vez se volvían más difuminados hasta que, unos segundos después, la bruma desapareció por completo. La oscuridad ya lo cubría todo, pero me sentí aliviado al ver que era, valga la expresión, clara y límpida. Acostumbrado como iba a la opacidad anterior, aquel cambio me llenó de esperanza y eliminó mis nervios por completo.

Ante mí se abría un estrecho camino de tierra muy compacta que avanzaba sinuoso unos cincuenta metros. Recorrí aquella distancia más liviano por haber olvidado mis temores y llegué hasta un claro que se abría entre la arboleda. A un lado, próximo a unos grandes árboles de agujas verde oscuro, había una pequeña casa de madera, con las ventanas pintadas en blanco. El porche exterior era estrecho, con una pérgola de madera torneada y una celosía blanca.

La presencia de aquella vivienda supuso una gran alegría para mí y decidí encaminarme hacia ella para enterarme de cuál era el camino que debía seguir para salir de aquel bosque. Aparqué el coche y me aproximé a la casa. A los pocos metros pude comprobar que alguien había salido hasta el porche y, ya completamente animado, esbocé mi sonrisa de vendedor ambulante.

La mujer era una auténtica preciosidad. Alta y esbelta, con una larga cabellera dorada que le caía sobre los hombros desnudos como un velo de seda. Cubría su cuerpo con una camiseta de tirantes de color blanco y unos pantalones de lona muy holgados. Su piel era muy clara, sin mácula alguna, y sus ojos, claros y azules, miraban con fijeza y ternura, como entregándose de frente, sin temor ni duda. Parecía segura, resuelta, ajena a todo lo que de tétrico y gris tenía aquel lugar. Su presencia allí resultaba extraña, gratificante, casi salvífica. Resultaba incomprensible cómo semejante beldad podía amanecer allí cada día, apartada de todo y de todos. Era injusto para los hombres. Y era injusto para ella.

Por un instante me detuve a contemplarla, y mi sonrisa se petrificó en mi rostro, anonadado por tan bello ser. Parecía yo una estatua absurda, inmóvil y muda mas, para no caer en el ridículo, decidí abandonar mi asombro y me aproximé hasta ella.

Aún no había llegado hasta el porche cuando apareció la más dulce criatura que haya contemplado jamás. Lo hizo con timidez, ocultándose tras las piernas de su madre, pero me pareció maravillosa.

Era una niña de unos diez o doce años, menuda y graciosa, cara redondeada y una sonrisa eterna en el rostro. El parecido con su madre era asombroso, pero en la niña reinaba un aura de inocencia e ingenuidad que despertaba simpatías en todos aquellos que la mirasen.

Ambas me saludaron con gracia y amabilidad, y me ofrecieron entrar en la vivienda. Decidí gustoso aceptar su invitación, pues ya la noche era fría y desapacible. Limpié mis zapatos en un felpudo roto que había en el porche y entré en la casa.

El hogar de aquellos dos ángeles era una morada humilde y pequeña, pero se veía pulcro y ordenado, con gusto por los detalles y la limpieza. Las ventanas se veían cubiertas por cortinas de ganchillo, la mesa lucía un jarrón de flores frescas y un aroma a lavanda y acacia llegó con suavidad hasta mí. El suelo era de madera, cubierto por esterillas de mimbre en las zonas de paso. Sobre las paredes, cuadros de paisajes montañosos, enmarcados con estrechas tablillas de color claro.

Algo tímido, me quedé plantado en medio de la habitación, observando a las mujeres con un gesto estúpido, como de bobo. La madre me ofreció asiento y se dirigió a la puerta de la cocina. Al abrirse, pude percibir con claridad el olor de un exquisito guiso, y mi estómago reaccionó con presteza ante tan grato estímulo. Ellas debieron notarlo pues, a los pocos minutos, habían dispuesto ante mí una generosa ración de comida.

Durante el transcurso de la cena, me dijeron que el desvío más próximo a la carretera se hallaba muy lejos de allí, y que nunca lo encontraría por mí mismo. Ofrecieron así, sin temor alguno, un pequeño jergón que había en un rincón del salón para que pasara la noche allí, protegido de la tormenta que, a esas horas, azotaba la arboleda. Contaron, además, que la carretera era mala y estaba en mal estado, así que aventurarse a cruzarla en mitad de una noche tan desapacible como aquella, no era demasiado conveniente. Hoy, desde la distancia, me sorprendo por haber aceptado de tan buen grado su amabilidad pero, era tal mi arrobamiento ante su compañía, que no pude hacer otra cosa que contestar afirmativamente.

Quedó acordada, entonces, mi estancia allí por una noche. Al día siguiente me acompañarían hasta la salida, y allí nos despediríamos. No estaban, decían, acostumbradas a recibir visitas, y sería para ellas un placer charlar con alguien que les llevara noticias del exterior. El padre de la niña había fallecido en un desgraciado accidente durante la tala de un árbol, y desde aquella vivían solas, apartadas de todo, aunque felices, al mismo tiempo, por ello.

La velada fue exquisita. Contaron que vivían allí desde hacía años, que la niña no conocía otra cosa, pero que allí estaban bien. Me dijeron que su trabajo en la tierra les proveía de todo lo necesario, que su vida era feliz, y que no añoraban nada de la vida en sociedad. Allí vivirían, y allí morirían, conscientes de que todo lo que había fuera no les importaba nada. La niña nos deleitó con varias canciones que yo desconocía, con una voz suave y afinada, casi hipnótica, que semejaba producir un extraño efecto relajante en mí. La compañía de ambas era embriagadora y, en aquel momento, recuerdo haber pensado que la felicidad de un hombre estaba allí, junto a ellas, disfrutando de su belleza y de su bondad, de su generosidad, de su candor.

Fueron tres o cuatro horas de completa felicidad para mí. Jamás me había sentido tan bien, más alegre o mejor acompañado, pero se hacía tarde, la niña debía descansar y decidimos retirarnos. Ya pocas horas quedaban para el amanecer, y había que aprovechar las escasas horas de sueño que nos restaban hasta la mañana. Se despidieron con sus sonrisas perennes y entraron en la habitación.

Tras despedirlas con gratitud me acomodé en el estrecho jergón, sin poder desprenderme, ni un instante, de una sonrisa bobalicona que afloraba a mi rostro. Fuera, el viento azotaba las maderas de la cubierta. La lluvia repiqueteaba sin cesar, invitando a uno a acurrucarse entre las sabanas y sumirse en el sueño acompañado de su música. Al poco rato, mi cuerpo se dejó vencer por el cansancio, y quedé profundamente dormido.

No sé con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero me desperté con inquietud. Sentí una cierta opresión en el pecho, noté cómo alguien me observaba y, con mis ojos aún nublados por una bruma acuosa, miré al frente.

A escasos pasos de donde yo me encontraba, velada por la oscuridad en la que se hallaba sumida la habitación, estaba la preciosa niña, con sus dulces ojos azules fijos en mí. Me contemplaba en silencio, inmóvil, con un brillo especial en la mirada que antes yo no había logrado observar. Aquello me inquietó. Digamos, casi, que me sobresaltó, pero no sé decir por qué. Sólo sé que había algo extraño en aquellos ojos, algo frío, casi animal, que hizo que mi vello se erizara como nunca antes lo había hecho.

-Hola, guapa. ¿Qué pasa?- pregunté tímidamente.

Por toda respuesta obtuve un silencio inquietante, algo extraño, que aumentó aún más mi creciente desconfianza. Me incorporé ligeramente y vislumbré una extraña sombra a mi derecha. No acerté a distinguirla bien, pero me pareció que era la madre de la niña. Mi corazón latía con rapidez, y aquella situación no contribuía en exceso a reducir su ritmo. Sentía un gran nerviosismo, quizás terror, no lo sé con certeza, pero algo surgió de la noche para clarificar mi estado de ánimo.

Brotó a mi diestra, donde yo había vislumbrado la sombra de la bella mujer. Aquella silueta se aproximó lentamente, al tiempo que susurraba algo con una voz grave y quebrada, profunda y desagradable. Al principio no lo entendí bien, pero al ver el rostro de la silueta que avanzaba hacia mí, comprendí perfectamente sus intenciones.

Las dulces facciones de la mujer se habían tornado en una horrible y grotesca mueca de aspecto cadavérico, deforme, con una piel casi traslúcida y surcada de finas venas sanguinolentas que la recorrían por entero. Sus ojos relampagueaban con fuerza, brillando en la oscuridad, y se clavaban en mí hasta dejarme helado de terror.

-Cómetelo- dijo con su voz enferma, dirigiéndose a su hija que se hallaba junto a mí. Yo apenas podía apartar la vista de la mujer, paralizado de miedo como estaba. Veía cómo se aproximaba hacia mí, mostrándome unos dientes negruzcos y afilados, podridos, donde antes había visto yo unas preciosas gotas de marfil. Una saliva blancuzca y espesa brotaba de entre ellos y escurría por su mentón, ensuciándolo con su espesura, hasta caer sobre el suelo o la camiseta que cubría su cuerpo. Cada vez estaba más cerca, y yo seguía sin reaccionar, inerme, impotente, aterrorizado.

Apenas podía apartar la vista de ella, hipnotizado por sus ojos blanqueados y exangües, pero un hediondo aliento llegó hasta mi mejilla y me sacó de mi trance.

Giré la cabeza lentamente, como temiendo ver lo que a escasos centímetros de mi rostro me aguardaba, con un temblor incesante en mis labios y un latido bronco en mis sienes. Tan sólo debía ladear mi cabeza unos centímetros, pero para mí suponía un esfuerzo titánico.

Cuando lo hice, la vida se detuvo por un instante. Mi corazón cesó en su movimiento, mis ojos se volvieron desmesurados, un hálito brotó de mi garganta, sordo y brusco, y un inmenso y helado vacío pasó a ocupar mis tripas.

Volcada sobre mi rostro, con su viciado y repugnante aliento golpeando mis mejillas, estaba la dulce niña. Su rostro era igual de monstruoso que el de su madre, cadavérico y exangüe. Su boca se abría con desmesura en dirección a mi garganta, mientras sus manos, ramas quebradizas de uñas como garras, me agarraban por los hombros para inmovilizarme.

Aún hoy desconozco qué extraña fuerza me llevó a librarme de su abrazo y apartarla lejos de mí, pero conseguí desembarazarme de ella de un fuerte manotazo. De un salto, con la sombra de la madre abalanzándose con violencia sobre mí, conseguí abandonar mi jergón y esquivar el cruel ataque de tan salvaje y mortal criatura. Madre e hija cayeron sobre la cama gruñendo histéricamente, como bestias enfurecidas, dando zarpazos y mordiscos al aire, buscando mis carnes a tientas en un intento de dar el golpe final.

Más impulsado por el miedo que por mi coraje o determinación, me dirigí hacia la salida y abandoné la casa sin dejar de notar su presencia a mi lado. Me lancé a la espesura del bosque dando continuos traspiés que daban con mi cuerpo en el suelo. Me interné en la oscura tormenta que habitaba el bosque, con el agua y el viento golpeando con violencia mi cuerpo, corriendo sin desfallecer, impulsado por un terror atroz para salvar mi vida. Corrí como un loco, sin atreverme a mirar atrás, siempre hacia delante, con los rastrojos lastimando mi cuerpo desnudo, envuelto en una oscuridad impenetrable que me cegaba, tropezando con cada piedra o rama que me encontraba en mi camino, pero sin dejar de correr ni un solo instante. Hasta que desfallecí.

Ignoro el tiempo que permanecí en aquel bosque, tirado en cualquier oscuro rincón, expuesto a lo que aquellos monstruos o cualquier bestia salvaje quisieran hacer conmigo. Imagino que caí, agotado por el esfuerzo y la tensión, en algún lugar de aquel bosque infernal. No sé, repito, cuánto tiempo transcurrió hasta que dieron conmigo, pero el caso es que alguien me encontró, y me salvó.

Desperté días después en la habitación de un hospital, con el cuerpo magullado y lleno de heridas. Éstas evolucionaron muy favorablemente, pero mi estado nervioso era deplorable. Por las noches me despertaba gritando, bañado en sudor, con las manos crispadas en un abrazo desesperado a las sábanas de mi cama, sumido en un miedo agobiante que nunca hasta hoy me ha abandonado y del que, es muy posible, jamás despierte del todo.

En cuanto al paradero de las bestias, ningún resultado satisfactorio se obtuvo en las pesquisas que siguieron a mi aparición. Es cierto que el caso fue investigado, no crean, pero nada bueno se logró. Mis declaraciones dejaron perplejos a todos aquellos que las escucharon. Algunos se rieron y me trataron de loco; otros fueron más respetuosos y me escucharon con atención, pero nunca nadie les concedió crédito suficiente. Sin embargo, dado el elevado número de desapariciones que se habían producido por la zona, y la presión que los ciudadanos ejercía sobre el gobierno, la Policía recorrió el bosque durante días, batiendo cada camino, cada cortafuegos, cada robledal. Escudriñaron hasta el último rastrojo, con todos los medios necesarios, pero nada encontraron. Finalmente, ante lo infructuoso de la búsqueda, se llegó a la conclusión de que nada había por aquellos parajes. Se concluyó que me había perdido durante una excursión y que el estrés provocado por la experiencia vivida había motivado la angustia en la que me hallaba. Al poco tiempo, a pesar de mis ruegos, el caso fue cerrado y todos lo olvidaron. Pero yo nunca he podido hacerlo.

Desde entonces, y cada día de mi vida, he necesitado medicación para calmar mis nervios. Aún sigo recluido en un hospital psiquiátrico, y dudo que vuelva a salir de nuevo a la calle, pero debo poner fin a todo esto. Cada vez estoy más tranquilo, cada vez soy más consciente de que debo olvidar, y en ello me debo afanar. Dejar esto por escrito es un primer paso. Deseo olvidar. Para siempre.

Dios quiera que sea así.

4 comentarios:

Miguel Baquero dijo...

Voy con un poco de retraso porque prefiero imprimirme las cosas largas y leerlas con calma. Así que te comento, sobre La mansión Mayer, que es una historia muy victoriana, bien conseguida y que en algunos momentos te sobrecoge de canguelo. Vamos, una lectura muy entretenida. Y ya está aquí esperando otra de miedo... Chan chan, chan chan

Te confieso que me las leo a media tarde, a la luz del día, porque por la noche me da no sé qué

Miguel Baquero dijo...

Ya me la he leído y tiene ese aire victoriano de niebla en la noche, de aullido a lo lejos, de relámpago repentino que deja ver las formas de un castillo...
Un estilo clásico y que te hace dormir con la luz encendida. Al menos a mí

Carlos Frontera dijo...

Excelente narración, muy visual. Por la estructura y la atmósfera, me ha recordado a ciertos cuentos de Maupassant. He disfrado de la lectura.
Así, en un primer vistazo, me ha parecido que faltaban un par de acentos, un detalle nimio.

He estado un tiempo alejado de los blogs. Esta semana, con más tiempo, volveré pera retomar la historia anterior, que dejé inconclusa.

Saludos.

g.l.r. dijo...

Muchas gracias, Miguel, por tu interés, por tus ánimos, por tus palabras. Eres, créeme, un ejemplo que me empeño en seguir. Los relatos de tu blog, joyas para todos los que te seguimos, son para mí inaprensibles en su estilo e inalcanzables en su forma pero, no creas, me esfuerzo en ello. Mientras tanto, con la esperanza perpetua de que tus musas me visiten -al menos una vez-, me volcaré en lo victoriano, en lo negro y en la intriga. Intentaré alejar de ti el sueño, y sonreiré cuando lo consiga.
Por último, desde aquí, y para todo aquel que decida leer este comentario, sólo resta decir que en Miguel Baquero se aúna el humor, la intriga y la acción, de forma magistral, de modo natural y, esto es lo mejor, siempre humilde en su maestría. De lo nimio surge lo excelso; de lo cotidiano, lo extraordinario; de lo normal, lo asombroso. Sus éxitos serán los de sus lectores y, si la justicia existe, llegarán en tropel. Porque se lo merece, como pocos hoy en día. Síganlo con interés, amigos y visitantes, háganme caso.

Y llega el Viajero. Un cuentista original, de talento extraordinario e imaginación debordante. Un cuentista genial que engaña a sus lectores desde el principio, planteando escenas simples y anodinas que asestan la sorpresa maestra al final del relato, dejando a sus lectores demudados, casi atolondrados por sus golpes de efecto, inermes ante los soprendentes finales que tanto le gustan y que tanto nos gustan.
Volviendo de nuevo a la justicia, espero que pronto su talento se vierta en algo publicado. Porque todos nos perdemos mucho si no es así.

En fin, dos grandes escritores que, para mi regocijo, me visitan y me leen. Gracias a los dos. Por vosotros escribiré mejor. Ambos sois un espejo. Un abrazo.