lunes, 1 de junio de 2009

Volverán las aventuras

Aún era yo un niño, envuelto en alegría e inocencia, de piernas flacas y nerviosas, cuando comencé una larga serie de aventuras inquietantes, acompañado por mi padre, en la amplia foresta que rodeaba mi hogar.

No eran más que breves excursiones – no crean lo contrario-, al río y al robledal, pero eran tantas las maravillas que nos rodeaban, tantos los peligros imaginados por mí, y tantas las dudas que asaltaban mi fértil mente, que para mí constituían largas travesías a lo desconocido, a lo salvaje, en dirección a esos secretos parajes por los que navegan nuestros sueños infantiles, plagados de piratas, de contrabandistas, de indios y vaqueros, y de soldados solitarios, inermes pero arrojados, ante un enemigo más numeroso.

Juntos abandonábamos la casa a pie, armados de morral y de bastón, dispuestos a encarar con valor el más temible de los viajes. Caminábamos por una estrecha vereda que el ganado había hollado en el pastizal, con el aire fresco golpeándonos el rostro, envueltos por el aroma de la hierba húmeda. Las bestias nos observaban sin cesar, con esos ojos grandes y negros, eternamente acuosos. Se tumbaban sobre sus costados, rumiaban insistentemente las hojas lanceoladas de la pradera, y observaban con paciencia el transcurrir de sus vidas.

Los pájaros nos acompañaban, o eso me parecía a mí, susurrándonos sus trinos y gorjeos, dibujando piruetas inverosímiles sobre nuestras cabezas, erigidos en desordenada avanzadilla de nuestra pequeña expedición. A lo lejos, semioculto entre la pradera y el cielo azul, ya se divisaba el enorme robledal al que siempre nos dirigíamos, formando un lienzo multicolor de verdes, rojizos y ocres, fruto de pinceles caprichosos y geniales que hubiesen empastado un paño azul verdoso. Algo más abajo, en tramo sinuoso y abrupto, un profundo y angosto cañón marcaba el final de la propiedad familiar. Discurría entonces repleto de aguas embalsadas, negras y profundas, que a mí se me antojaban inhóspitas y peligrosas, dignas de las más esforzadas travesías transoceánicas. Hoy ya casi desaparecidas, por aquel entonces aún se veían truchas grandes, que continuamente recreaban brillantes destellos plateados al saltar fuera del agua, y que mi padre se afanaba en capturar para agasajarnos con una comida exquisita. La ladera sur del cañón, origen de la suerte familiar, se veía tapizada por pequeñas vides cultivadas en terrazas; la norte, perteneciente al municipio vecino, estaba cubierta por un gigantesco bosque de fronda de aspecto globoso, con sus bordes asombrando la ribera con la cúpula vegetal. Bajo ella, entre ramas y herbazales se guarecían los salmónidos, para burla y sonrojo de mi padre, empecinado y poco ducho pescador. Aún en nuestro viaje, él miraba de reojo hacia allí, con un cierto aire rencoroso y vengativo por los sinsabores sufridos, pero siempre deseoso de volver a la lucha. Una última mirada, inundada en añoranza, y se centraba de nuevo en la ruta.

El robledal crecía ante nosotros, se volvía más alto y más extenso, más nítido a nuestros ojos, y ambos apurábamos el paso. Caminaba yo delante, correteando de aquí para allá, siempre riendo por las bromas que me gastaba Papá. Él me observaba y sonreía, con el orgullo reflejado en su rostro redondeado, oscurecido por la barba. Clavaba sus ojillos negros y chispeantes en mi flacucha figura, y no dejaba de sonreír. Años después, sumido en la tristeza que su ausencia me provocaba, solía yo recordar aquella sonrisa, tan franca y abierta, tan contagiosa; solía recordar aquellos momentos, juntos los dos, disfrutando ambos de lo mismo, y entonces era yo el que sonreía. Aún lo hago, y creo que siempre lo haré.
A veinte o treinta metros de distancia, ya podíamos ver el alma del bosque, su naturaleza, ese conjunto abigarrado de troncos y ramas entrelazados que crea un conjunto perfecto, y ante el cual ninguno de nosotros permanecía impasible. Divisábamos ya la senda por la que nos internábamos en la arboleda, sinuosa y angosta, con el suelo mullido de hojas en descomposición. Recorríamos los últimos metros de pradera y nos adentrábamos en el bosque, palpitantes de emoción, ansiosos por descubrir nuevas sorpresas en su interior. Ante nosotros se abría un mundo nuevo, una singladura plagada de peligros.

La cúpula vegetal que se alzaba sobre nuestras cabezas era muy densa, casi impenetrable para la luz del sol, pero éste siempre encontraba algún resquicio por el que colarse para acudir al encuentro con especies más necesitadas de claridad. Dibujaba entonces un sinfín de rayos difuminados, escasamente concentrados, que semejaban auroras difusas y blanquecinas, y que dejaban entrever un fastuoso edén de vida y de paz. Los verdes, ocres y rojizos se volvían más vivos tras este velo luminoso, en preludio de las maravillas que pronto iba yo a presenciar. Soñaba yo entonces con ser un pirata que se interna en una cueva oscura y profunda en la que, tras sortear los trampas que algún malvado antiguo hubiese colocado para mí, daba por fin con el ansiado tesoro, compuesto de esmeraldas y diamantes, monedas de oro y rubíes, refulgentes por los rayos de sol que se colaban por las grietas que los años habían realizado en lo alto de la caverna. Ya me parecía que faltaba poco. Avanzaba por la foresta, con paso decidido, en pos de un tesoro incalculable, mientras mi padre caminaba algo más adelantado, abriéndose paso con lentitud.

Los troncos de los robles eran gruesos y muy altos, con la corteza muy rugosa y oscurecida. A siete u ocho metros de altura, sus copas se abrían y extendían para mezclarse con otras, tan densas como ellas. En su parte más alta, inaccesible ya para nuestros ojos, el viento arrancaba continuos susurros al robledal, casi fantasmagóricos, que se propagaban por toda la fronda. Tales ruidos llegaban hasta nosotros algo amortiguados ya, pero aún impresionantes para mí. El viento agitaba las ramas, las mecía con suavidad, y éstas lo hacían con las más inmediatas, propagándose en sucesión constante, para que los árboles se comunicasen unos con otros. Era un lenguaje extraño, incomprensible para los hombres - me contaba mi padre-, pero si te fijabas lo suficiente, si prestabas mucha atención, podías captar su esencia y lograbas entender el mensaje. Yo, puedo asegurarlo, me esforzaba en ello, centraba en la labor todas mis fuerzas, y alguna vez, inmóvil bajo el robledal, envuelto en la incipiente penumbra del atardecer, me pareció escuchar algo, como un lamento, como un quejido agónico, como un llanto de dolor por el terreno esquilmado o las batallas perdidas. Era algo asombroso, y resultaba tétrico, pero hace mucho tiempo ya de aquello, y no lo he vuelto a escuchar. Ya nadie lo hace; quizás, ya nadie preste la atención suficiente.

Seguíamos de nuevo la senda del robledal, cubierta por un espeso manto de hojarasca que la volvía increíblemente esponjosa. A ambos lados, un sotobosque inmensamente rico tapizaba el suelo en manchas. En ocasiones, cuando teníamos tiempo de sobra y nos podíamos detener algo más de la cuenta, mi padre y yo recogíamos moras y bayas, arándanos o setas, que luego llevábamos a casa para disfrutarlas con mi madre. Mi padre me explicaba entonces qué era todo aquello, tan extraño al principio para mí, y me mostraba los tesoros que el bosque nos ofrecía. Mis ojos se desmesuraban con cada nuevo hallazgo, con cada nuevo descubrimiento, y miraba a mi padre embelesado, asombrado por tales maravillas ajenas a tantos. Era aquel uno de los momentos más bellos del viaje, pero eran tantos que se hace imprescindible continuar con el relato, para no caer en el tedio o la excesiva profusión de detalles.

La senda, comencé antes a explicar, se dirigía hasta un pequeño arroyo de márgenes limpios y aguas claras, no muy rico en pesca pero sí abundante en emociones y recovecos y, por lo general, destino acostumbrado de nuestras excursiones. Ya próximos a él, el ruido de sus aguas batiendo contra las rocas de los saltos naturales, o el suave murmullo de sus zonas más remansadas, llegaba hasta nosotros con claridad, anunciándonos su cercanía para nuestro inmenso regocijo. Era entonces cuando yo me desproveía ya de mi camiseta y de los pantalones, me quedaba en bañador o calzoncillos y corría hasta las aguas para zambullirme en su refrescante claridad. La reclamación de prudencia de mi padre solía llegar siempre tarde, o yo mismo la volvía inaudible para mí. Él refunfuñaba algo con humor, fingiendo enfado o desagrado, pero siempre una risa asomaba a sus labios. El estrépito de la zambullida rompía la quietud allí acostumbrada, y siempre algún pajarillo escapaba apresurado ante mis gritos de alegría, batiendo las alas con fuerza. Yo me sumergía de golpe en el río, sin importarme en absoluto lo gélido que estuviese; mi padre, más consciente y menos arrojado, comenzaba por introducir un pie, luego la pierna, lentamente para, al fin, vencida ya la resistencia inicial, remojarse por entero, entre continuos estremecimientos y tiritones. Llegaban entonces a mi mente aquellas aventuras de robinsones que me solían contar en casa, aislados de todo y de todos, esforzados en su lucha por sobrevivir en terreno inhóspito e inexplorado, siempre atentos a los peligros que se cernían sobre sus personas. Simulaba ser uno de ellos, y fijaba mi vista en todo lo que pudiera representar alguna amenaza, inexistente en realidad, pero amenaza, al fin y al cabo, en mi imaginación. Buscaba cualquier indicio de presencia indígena, cualquier vestigio del paso de bestias salvajes que se pudieran abalanzar sobre nosotros, y no cejaba en mi empeño hasta que abandonaba el arroyo.

Las aguas eran cristalinas, y los árboles, de hojas lobuladas o aserradas, se alzaban sobre ellas hasta cubrirlas casi por entero, lo que volvía el baño aún más frío. Esto nos obligaba a no prolongarlo demasiado, pero ambos lo disfrutábamos muchísimo. Apenas cinco minutos después, abandonábamos las frías aguas y corríamos a saltitos hasta nuestras ropas, con las quebradizas ramillas de los fresnos y alisos estallando bajo nuestros pies. Nos vestíamos de forma apresurada, casi sin secarnos, para sentarnos después a la orilla del arroyo, con las ropas húmedas y la respiración aún agitada por el esfuerzo. Permanecíamos allí una o dos horas, hablando de nuestras cosas, hasta que la luz filtrada entre las ramas se veía más mortecina y apagada. Nos poníamos entonces en pie e iniciábamos el camino de vuelta. Casi nunca hacían falta las palabras, ambos sabíamos que debíamos regresar a casa, y yo lo hacía sin rechistar.

El camino de regreso era igual de inquietante, con la luz crepuscular cayendo sobre nosotros, avanzando por un robledal ya muy brumoso. Lo abandonábamos a buen ritmo, acuciados por una lacerante sensación de hambre, que tan sólo podía ser vencida por una copiosa cena junto a mi madre. Cruzábamos la fronda, atravesábamos el prado y llegábamos de nuevo a casa, dejando atrás un montón de aventuras y sensaciones que pronto volverían a nosotros, al iniciar nuevamente otra de nuestras ansiadas expediciones a la espesura casi desconocida del bosque familiar.
Cenábamos, mis padres me acostaban, me daban un beso y yo permanecía despierto unos minutos, reviviendo las luchas, los miedos y las aventuras que había vivido en nuestro viaje hasta que, vencido ya por el sueño, mis ojos se cerraban y yo descansaba.

Hace ya unos años que se cerraron también los ojos de mi padre. Hace aún mucho más que aquellas excursiones se acabaron. Las aventuras cesaron, la imaginación se agotó, y aquellos personajes de cuento que llenaban mi cabeza de sueños y viajes, reposan hoy en las estanterías de mi casa, cubiertos ya por el polvo de la madurez. Pero he de recuperar aquellas emociones.

El robledal sigue allí, el arroyo no se ha secado, y mi hijo, ya inquieto y vivaracho, mira la foresta con ojos curiosos. Mañana lo llevaré de excursión. Tal vez nos bañemos en el arroyo, tal vez le enseñe las bayas, los arándanos y las moras. Tal vez pueda ver en su mirada esa inquietud que yo mostraba cuando era niño, simulando ser un robinsón, un pirata o un vaquero, con peligros acechando a sus espaldas, y un corazón palpitante de alegría en su pecho.

Tal vez, eso espero, las aventuras vengan a él, igual que lo hicieron conmigo, bajo la mirada atenta de su padre. El mío, a buen seguro, estará allí con nosotros, disfrutando del arroyo y del robledal. Esté donde esté.

6 comentarios:

Javier Pellicer dijo...

Bueno, amigo G.L.R (de esa maravillosa tierra llamada Galicia, tan bella que me recuerda a mi divinizada Irlanda), ya soy seguidor de tu blog oficialmente hablando. Dame tiempo para leer tus textos, es domingo por la noche y mañana debo madrugar, pero trataré de pasarme por aquí y darte mi opinión.
Ah, una cosa. Por lo que he visto por encima, llevas poco escribiendo, muy poco. Disfrútalo, creo sinceramente que los primeros tiempos de un escritor, cuando no hay pretensiones, cuando no existe la presión de mandar a editoriales y mover cielo y tierra por una oportunidad, son los momentos más bonitos. Lo que escribes ahora, guárdalo como un tesoro, porque lo es. Un día volverás a echarle un ojo, dentro de un tiempo, y te sonrojarás de lo que escribiste, pero a la vez te sentirás orgulloso porque significó el primer paso. Es, un poco, como la infancia inocente. Toca aprender divirtiéndose.
Te sigo, un abrazo.

g.l.r. dijo...

Muchas gracias, Javier, por tu visita, tu comentario, y tu adhesión a esta humilde bitácora.
Seguiré tu consejo, no lo dudes. Estoy al comienzo de un camino apasionante, lleno de baches - seguro-, colmado de dudas y carencias, pero repleto de ilusiones. A buen seguro lo recorreré acompañado, amparado por vuestros comentarios y vuestros ánimos, arropado por vuestros consejos; y eso lo hace más fácil y, si cabe, más ilusionante.
Un saludo, y muchas gracias.

Cristina Puig dijo...

Hola g.l.r.

Bonita historia, me gustan mucho las descripciones que haces. Yo tb soy una escritora que empieza, bueno escribo desde hace mucho pero publico desde hace poquísimo en webs, fanzines...lo que puedo. Me sumo como lectora y seguidora de tu blog si no te importa:)

Saludos y gracias por tus comentarios!
C.Puig

g.l.r. dijo...

Me encantará verte por aquí, Victoria, y disfrutar de tus comentarios. Tu blog me ha encantado, ya lo sabes y, a buen seguro, me convertiré en uno de tus más asiduos visitantes.
Un saludo.

Miguel Baquero dijo...

Hola, amigo, perdona que haya tardado un poco en comentar aquí, pero es que cuando las cosas me interesan, como es tu caso, pero son un poco largas prefiero imprimirlas y leerlas más tranquilamente. Dicho esto, comentarte que me ha gustado mucho la descripción de este paisaje, me pareces un escritor muy plástico y muy sensible, con un gran gusto y una escritura muy suave, por llamarla de algún modo. A mí me parece que tienes madera de escritor y muchas posibilidades latentes. Lo único que echo en falta (no sé la edad que tienes) es que todavía pareces, yo creo, demasiado preocupado por escribir bien y bonito, parece que te acercas con un poco de respeto a la herramienta, hay, si me permites, todavía cierto regustillo a taller literario. Si, como dices, ers un escritor novel (yo lo soy también así que te doy los consejos con cierta temeridad), te aconsejaría que procuraras "soltarte el pelo", romper un poco las reglas, hacer alguna travesura, buscar tu voz propia. En tu relato he visto una base estupenda, una sensibidad artística, una raíz literaria; ahora, yo creo, sólo te queda quizás lo más difícil: buscar el escritor que quieres ser, llegar a un estilo propio, sincero y original. Te costará (cuesta mucho, todos de hecho estamos en ello), pero estoy seguro de que lo conseguirás, si te lo propones.

Lo dicho: enhorabuena y ánimo

g.l.r. dijo...

Muchísimas gracias, Miguel. Es un orgullo para mí leer tus palabras, y un honor disfrutar de tus escritos, tus comentarios y tus consejos. Tan sólo espero saber aprovecharlos, valerme de ellos, y así crecer como escritor.
Sí me preocupa la estética, escribir bien y bonito, y quizás eso provoque que mis escritos no calen o carezcan de frecura o naturalidad. Intento pulir errores, afinar en la narración, y encontrar mi estilo, pero me cuesta, y por eso agradezco tu sincera opinión. Eres, créeme, un ejemplo.
He comenzado a escribir hace muy poco, algo menos de un año -a pesar de tener ya 37-, pero he descubierto con ello mi verdadera vocación. Disfruto con ello, muchísimo, y gracias a vosotros hago progresos, lentos pero espero continuados. Nunca he ido a un taller literario; prefiero aprender fijándome en aquello que me gusta. Creo -como tú dices-, que cada uno debe encontrar su estilo propio y quizás un taller pueda ir en contra de ello, aunque lo digo desde el más absoluto desconocimiento. Persistiré en mi búsqueda, lo haré escribiendo, y lo haré leyendo, y tú, te lo aseguro, serás uno de mis referentes. Intentaré soltarme el pelo, trataré de liberarme de corsés, y haré alguna travesura.
Ya te contaré.
Un abrazo muy fuerte, amigo. Y muchísimas gracias. Me has dado una alegría enorme.