lunes, 14 de septiembre de 2009

El asombroso caso de Virgilio Márquez (2ª parte)


En la anterior entrada, el narrador, después de enumerar los motivos que le impulsan a contar esta historia, relata la inesperada aparición de un amigo. En esta segunda parte...


SEGUNDA PARTE

Apenas lo reconocí, sumido como iba en las solapas de su abrigo y el rostro envuelto en una bufanda. Su caminar era muy presuroso, casi excitado, y sus maneras ya no tenían la dulce parsimonia de la que solía hacer gala. Entró en el salón y se sentó en un gran sofá que ocupaba una esquina de la sala, aunque bien se podría decir que se arrojó sobre él. Le serví una copa de Cognac, me senté frente a él, y aguardé a que se calmara.

Se llevó la copa a los labios y la vació de un trago. Me pareció ver que un ligero temblor acompañaba todos sus movimientos, pero no hice comentario alguno. Me limité a observarlo y a esperar.

Comenzó a hablar de forma atropellada. Su voz cremosa se había vuelto más ronca, más áspera, y su gran nerviosismo no contribuía en exceso a hacerla más inteligible. Confieso que en aquel momento estuve tentado de no creerle, pues todo aquello me parecía digno de cuentos o leyendas, pero yo sabía de su inteligencia, de su trato cabal y de sus siempre ordenadas ideas y decidí otorgarle mi confianza, como siempre había hecho. Transcurridos unos minutos, libre ya de la premura original, su discurso se hizo más certero, menos confuso, y comenzó a esbozar el relato de los hechos que tanto lo habían alterado.

Recordó cómo, diez años atrás, su mujer, Asumpta, la persona a quien más había amado, había fallecido de una enfermedad de la sangre. Rememoró el intenso dolor que su muerte le había producido, la soledad que colmaba sus días y la desesperación que rodeaba todos y cada uno de sus momentos sin la compañía de su esposa. Recordó cómo sus amigos le instaban a abandonar su estado de pesadumbre, a salir de su abatimiento, y cómo uno de ellos, hijo de emigrantes y nacido en Cuba, le había propuesto una solución drástica y descabellada. Según éste le había advertido, su convicción de llevar a cabo los planes por él expuestos debía ser firme, pues las consecuencias que de ello se podrían derivar podían resultar funestas.

Por lo que me contó, y yo pude entender, el indiano le había hablado de una antigua creencia cubana según la cual los espíritus de nuestros familiares rondan siempre a nuestro lado, sin apartarse jamás de nosotros. Nos vigilan, velan por nuestra seguridad, por nuestro bienestar, y nos acompañan allá adonde vamos. Recuerdo haber mostrado entonces cierto escepticismo, pero era tal el convencimiento que mi amigo expresaba que me abstuve de profundizar en mis dudas.

Tal y como le había relatado el indiano, había un modo de reunirse ocasionalmente con los espíritus de nuestros familiares, aunque fuese por breve tiempo. El lazo que nos une a ellos es muy tenue, por supuesto invisible, pero sí inquebrantable, y tal nexo se puede reforzar si el interesado acomete una ofrenda a los muertos. Puede resultar absurdo, es cierto, pero cuando uno se encuentra en semejante estado de amargura, el dolor le obliga a aprehender hasta el último de los cabos que le permitan no desprenderse de sus recuerdos, y mi amigo, completamente atribulado por el sufrimiento, se sintió impulsado a ello.

Con lágrimas en los ojos, y ante la grotesca mueca de horror que recuerdo haber esbozado, mi amigo confesó haber realizado una ofrenda desesperada ante la tumba de su amada para poder gozar, una vez más, tan sólo una vez más, de la visión de su adorada esposa. Recordó, asimismo, no haber dado importancia a la terrible advertencia que su amigo le había hecho, pues era tal la emoción por volver a gozar de la compañía de Asumpta que ni la condenación eterna le habría apartado de su cometido.

Decidido entonces a realizar semejante aberración, Don Virgilio se dirigió al cementerio de San Isidro, una noche –según me contó-, templada por el escaso viento y oscurecida por la luna nueva. Allí enterró, a los pies de la tumba de su amada, los rudimentos que le había aconsejado el indiano, musitó una extraña plegaria en latín, que a mí se me antojó como espantosa herejía, y abandonó el camposanto.

Al llegar a su casa se refugió en su dormitorio. Se acurrucó en un sofá, se encerró en su memoria y aguardó la llegada de su amor.

Mi amigo me contó que sus recuerdos se agolpaban en su mente, las lágrimas recorrían sus mejillas y su corazón pesaba por la ausencia. Finalmente, con una voz velada por la falta de aliento, contó que el sueño le había vencido hasta que, cercano ya el alba, su mujer apareció.

Lo hizo envuelta en brumas, sonriendo con los ojos y una luz muy brillante recorriendo su silueta. Su rostro era el de siempre, aunque a él le pareció más bella que nunca. Sus manos seguían siendo finas, con aquel tacto tibio y delicado que Virgilio tantas veces añoraba, y sus caricias eran lentas, muy suaves, como siempre lo habían sido. Tan sólo una cosa había cambiado.

Cuando unían sus pechos, cuando se estrechaban llenos de amor, mi amigo podía notar el peso de los senos de su esposa, la presión del abrazo o un leve movimiento de respiración, pero ni un solo latido de vida asomaba a la piel. Aquello lo turbó un poco y le hizo ser consciente, otra vez, de que Asumpta se había ido para siempre. Su ánimo se oscureció, ciertamente, pero ni por un segundo se arrepintió de lo que había hecho. No podía esperar su resurrección, eso lo sabía, –tan sólo el Altísimo es capaz de otorgarla-, pero con aquello le bastaba. Sentir su piel, colmarla de besos, oler su cabello y escuchar su sonrisa; aquello era suficiente, y el precio que debía pagar por ello no importaba. Su vida cambiaría, se vería rodeada por espectros que lo acosarían, que lo asediarían allá donde fuera y lo atormentarían hasta la muerte, —pues ésa era la advertencia que le había hecho el indiano—, pero eso ya no importaba. Tenía diez años por delante; diez años para recordar a su esposa, diez años para gozar de las cálidas sensaciones que había experimentado aquella noche, y eso era lo importante. El resto no contaba. Pero ahora, transcurridos los diez años, había llegado el momento de sufrir, el momento de pagar. El precio le era exigido y, en contra de lo que había imaginado en un principio, resultaba excesivo. El castigo era demasiado atroz, demasiado horripilante. Las criaturas más terribles se le aparecían en su dormitorio, inquietaban sus días y castigaban sus noches, y nada podía hacer para librarse de semejante acoso. Sus diez años de gozo habían llegado a su fin.

Mientras esto me contaba, su labio inferior temblaba sin cesar. Sus ojos, ya muy enrojecidos, viajaban a un ritmo frenético, como temiendo descubrir nuevas presencias en torno suyo y, cuando ya la desesperación era excesiva, su rostro se hundía entre sus manos, liberando todo el llanto contenido.

Me suplicó ayuda, me imploró perdón, y rezó conmigo. Prometí ayudarle, pero apenas sabía qué hacer. Tan sólo podía rezar por mi amigo, rogar porque su alma fuese perdonada y así no tuviese que yacer, para siempre, entre las llamas del infierno.

Aquella noche la pasó en mi casa, pues el terror que sentía era tanto que no se veía capaz de abandonar mi compañía. En su interior albergaba la vana esperanza de que los espectros no aparecerían si él no se encontraba en su dormitorio pero, tal como tuvimos ocasión de comprobar, su suposición no era acertada.

La pesadilla se inició con las doce campanadas, pues aún con el eco de su tañido retumbando en nuestros oídos un extraño ruido se percibió con claridad. Como respuesta, los gritos aterrados de Virgilio.

Alarmado, corrí hacia la habitación que ocupaba mi amigo y entré en ella. Un intenso horror se apoderó de mí, pues jamás había sospechado que tales fuerzas demoníacas se pudiesen desplegar con semejante violencia. Flotando sobre el cuerpo abatido y sollozante de Virgilio, una gran cantidad de muebles giraban a una velocidad vertiginosa sin que yo pudiese captar el origen de tan fantástico movimiento. Algunos objetos de cerámica y cristal se estrellaban con violencia contra las paredes para desperdigarse, hechos pedazos, por todo el dormitorio. Los libros volaban de sus estantes, como aves demoníacas que desplegasen sus alas en busca de su presa, la cama se agitaba con estruendo, bailando sobre sus cuatro patas, y el armario, un enorme arcón de más de cuatro metros de anchura, se inclinaba, con grave peligro para la integridad de mi amigo, como sujeto por unos hilos invisibles que no le permitiesen rendirse ante la falta de verticalidad y caer, finalmente, sobre el cuerpo de Virgilio.

Éste permanecía en el suelo, con el rostro cubierto por las manos, gritando de pavor. Sus alaridos eran continuos y desesperados, y su nula voluntad le hacía fácil presa de la fuerza espectral que desencadenaba todo aquello. Se sentía indefenso, inerme ante el gran poder que allí se debatía, y como única defensa esgrimía un grito agónico y prolongado.

Sin saber muy bien cómo debía actuar, no se me ocurrió más que abalanzarme sobre mi amigo, agarrarlo de un brazo y sacarlo de la habitación para apartarlo de aquel torbellino de enseres. Cerré la puerta de golpe, levanté a Virgilio del suelo y ambos corrimos hasta encerrarnos en mi dormitorio, desfallecidos por el susto y el esfuerzo.

El estado en el que se hallaba mi compañero era francamente deplorable. En los últimos años su salud se había visto muy deteriorada por los continuos excesos que tenía a bien cometer. Su abultado abdomen, fruto de sus acostumbrados abusos culinarios, favorecía la aparición de problemas cardíacos, y experiencias tan aterradoras como las que estaba viviendo no contribuían a mejorar el problema. Al arrojarse sobre mi cama, su respiración era muy agitada, su piel mostraba un tono violáceo, ciertamente poco halagüeño, y un sudor frío, denso, cubría su cuerpo por entero. A los pocos minutos, y ante mi vergonzosa pasividad, un ataque vino a dar por buenos los malos augurios que su doctor le había presagiado.

Gracias a la buena labor de Giraldez, el traslado al Hospital Militar de Madrid se hizo de la forma más rápida posible y su vida, afortunadamente, no corrió peligro. No obstante, de seguir los sucesos que le atormentaban, los días de Virgilio Márquez pronto llegarían a su fin. Urgido por tan odiosa expectativa e impulsado por un ardiente deseo de salvarle, no vi otra solución que entrevistarme con el indiano que, de forma tan infausta, había aconsejado a mi amigo. Mi esperanza última era que, ya que él conocía las consecuencias de la ofrenda demoníaca, tal vez conocería –rogaba porque así fuese-, algún modo de ponerles fin. Aunque mi confianza en tal extremo era nula, no me quedaba más remedio que intentarlo. La vida de mi amigo corría peligro, y yo no podía permitir que un nuevo ataque acabase con ella.

5 comentarios:

JUAN PAN GARCÍA dijo...

Está muy bien el relato, se lee con avidez y se hace corto.
Me sorprendí al leer esta frase:
"Tenía diez años por delante", pues hasta ese momento nada había indicado que ése era el pacto de había hecho con el Diablo.Al menos yo no lo he visto en las dos veces que lo he leído.
Entiendo que el acuerdo fue ver a su amada y disfrutar de ella a cambio de limitar en diez años su vida; pero no hay ninguna referencia a eso en el texto, y creo debería haberla.
Un abrazo.

Miguel Baquero dijo...

Lo de siempre. Lo imprimo y al final te cuento (me resulta mas cómodo, si el cuento es largo, que leer en pantalla)

Blanca Miosi dijo...

EStá copiado, lo leeré este fin de semana.

¡Besos!

Blanca Miosi dijo...

g:
Disculpa la tardanza en aparecer por aquí, pero he estado muy atareada.

Este cuento o novela promete, lo encuentro más interesante que la primera parte, en la que el prólogo era demasiado largo. Me pregunto en qué desembocará don Virgilio, ¡lo que puede el amor por una mujer! ¡bárbaro! Estar solo una vez más con ella y encima sabiendo que está muerta, creo que es la parte más tétrica del asunto, pues al yacer esa única noche con ella se había dado cuenta que su corazón no latía. Y pagar diez años después por esa sola noche... bueno, hay seres que hacen cualquier cosa por amor, en este caso, yo creo que don Virgilio sentía una pasión enfermiza por Asumpta.

Como cosa curiosa he notado que la fuerza cinética que había en el dormitorio que ocupaba Virgilio en la casa de su amigo no continuó después que lo sacó de allí, es decir, no siguió en el resto de la casa aunque Virgilio estuviese presente. Tengo curiosidad por saber qué sucederá. No tarde mucho en colgar la siguiente entrada porque se le puede olvidar a una lo anterior.

Un abrazo!
Blanca

g.l.r. dijo...

Muchas gracias a los tres por vuestros comentarios y vuestra amabilidad. He colgado la última parte del relato y, si he de ser sincero, no estoy muy seguro del resultado. Ha salido tal y como lo vais a leer, no he podido pulirlo y no sé si es lo que quería contar. Sin embargo, espero que os guste.
Muchas gracias y un fuerte abrazo. Vuestras visitas son siempre un halago.