miércoles, 11 de marzo de 2009

El Odioso y cruel Don Gaspar de Blanes ( 2ª Parte )

Aquí está la segunda parte del relato, tal y como prometí. Después de esta, en breves días, la tercera.
¡No desesperéis, hombre, que ya queda poco.!
Un abrazo.
El odioso y cruel Don Gaspar de Blanes (2ª Parte)
El día había amanecido caluroso, polvoriento y pegajoso. Su montura, flaca y desastrada como él, avanzaba con la cabeza gacha, rumiando su tristeza y su desdén. Los corchetes los seguían, a unos diez metros de distancia, lo más apartados que una coherente formación de avance les podía permitir. Ninguno de ellos gustaba de estar cerca de Gaspar de Blanes, pues todos pensaban que estaba maldito, que la desgracia habitaba en él y que todo lo que tocaba se cubría de maldad y podredumbre pero, a pesar de ello, debían acompañarle. Era el señor de Blanes, el más notable de los hombres del Condado, y a él debían obediencia, aunque no les gustase. El terror que les inspiraba era demasiado grande como para no acatar todas sus órdenes, y todos ellos lo sabían.

Muchos de los corchetes, los más veteranos, aún recordaban a un viejo compañero, hombre de bien y coraje probado que, un día, hacía ya muchos años, osó negarse a cumplir los deseos de Gaspar. No quiso castigar a una vieja campesina que, sin poder hacer frente a los pagos que el de Blanes le reclamaba, se atrevió a alzar la voz y protestó por las injusticias que éste les imponía. Por toda respuesta, indignado por la afrenta, Gaspar ordenó que la torturasen hasta morir. El corchete, incapaz de tanto, se negó a cumplir el mandato y así se lo hizo saber. Por ello, por un acto de humanidad, su castigo fue la muerte. Fue maniatado, torturado y arrojado a un pozo de agua, oscuro y profundo como el infierno. Junto a él, sujeta por el abrazo de cáñamo que apresaba a ambos, iba la anciana. Juntos murieron aquel día. Y ninguno de los presentes se atrevió a mediar en tal desmán. A Gaspar, incapaz de albergar amor o gratitud, compasión o caridad, aquello le pareció un acto de justicia. A sus hombres, una crueldad absoluta pero, desde entonces, no hubo disputa por sus órdenes, ni renuncia alguna a cumplirlas.

Ya se observaba Robledo al aproximarse al repecho, asomando en el horizonte como la vela de un barco en un mar agitado, salpicado de sol y de reflejos. Las casas eran pequeñas y humildes, como de adobe, con paredes derruidas y gastadas por los años. Gaspar no dejaba que se arreglasen. Prefería dejarlas así, en la miseria, con el único fin de recordar a sus gentes que sin él no podían hacer nada, que no eran libres y que nunca lo serían.

Las monturas hollaban, con paso cansino, el suelo quemado y agrietado por la escasez de agua, surcado de arrugas como el rostro de un anciano. Ya poca vida quedaba allí, ya pocas cosas había allí que mereciesen la pena.

Los habitantes de Robledo, con las espaldas recalentadas por el sol, ya se hallaban en los campos, labrando las tierras. Hasta ellos llegó la nube de polvo que levantaba la comitiva del de Blanes. Sorprendidos por tan inusual desfile, decidieron abandonar sus tareas y acudieron hasta la aldea. Algunas mujeres, dedicadas a cocinar o a lavar, salieron a la calle y esperaron a que los hombres se reunieran con ellas. Aún no se les divisaba bien. El grupo de jinetes se difuminaba por los reflejos que el sol arrancaba de la tierra, se veía desvaído y palpitante. Hasta que se acercó lo suficiente.

Pronto reconocieron la figura, flaca y desastrada, de Gaspar de Blanes, y el corazón se les heló en el pecho. Don Álvaro salió de su casa, observó al grupo de jinetes y se acercó a sus vecinos.

-No pasa nada, no os preocupéis.- Les dijo con ánimo tranquilizador.
-Ése no viene a nada bueno, Don Álvaro- contestó uno de sus vecinos. –No es pájaro de buen agüero.
-Calla. Ahí vienen- ordenó.

Gaspar, rodeado por sus corchetes, se aproximó a sus vasallos y se detuvo frente a ellos. Lucía salió de su casa en ese instante, y el de Blanes posó sobre ella sus fríos ojos grises. Llevaba la chica el pelo suelto, resplandeciente por el sol que lo enjugaba, una camisola blanca y una falda gris que la cubría hasta los tobillos. Su figura, lozana y esbelta, no encajaba en aquel paisaje. Parecía que se había acercado hasta allí para inundar de belleza aquellos yermos campos, aquellas pobres tierras secas. Gaspar la miraba sin recato, sin importarle lo que su padre pudiera pensar. Descendió de su caballo y se acercó hasta ella.

Los de Robledo se apartaron con temor para franquearle el paso. Lucía lo miraba medrosa, ansiando ocultarse de aquella gélida mirada. Gaspar avanzó despacio, deleitándose con una visión como no había visto en su vida. Su corazón era pétreo, ajeno al amor, extraño a la belleza, pero nadie era capaz de permanecer impasible ante ella. Nadie era capaz de no conmoverse, de no sentir un golpe en el pecho o un vacío en las tripas. Siguió avanzando hacia Lucía, sin percatarse de lo que acontecía a su alrededor, tan sólo embelesado en la límpida mirada de la chica. Aquella cercanía la intimidó. Le disgustaba en exceso el desagradable aspecto del de Blanes y comenzó a retroceder hasta su casa.

-Entra en la casa, Lucía- ordenó su padre con voz tajante.- Bienvenido sea, Don Gaspar- dijo Don Álvaro interponiéndose en su camino. – Llega temprano para los diezmos.
Gaspar se detuvo, lo miró torvamente y volvió la vista de nuevo hasta la puerta de la casa de Lucía.
-¿Quién es?- preguntó.
- Mi hija, Lucía.- contestó con desagrado.
Gaspar asintió, giró sobre sus pasos, y se dirigió hasta la casa que solía ocupar cuando se acercaba por allí. –Mañana quiero veros. Ahora voy a descansar del viaje.- dijo.

Al día siguiente, todos los habitantes de Robledo pagarían sus rentas, pudiesen o no.

2 comentarios:

Miguel Baquero dijo...

Gracias por tu visita. Quedo a la espera de la tercera parte para imprimirlas todas y leerlas con calma, que yo todavía soy de la galaxia Gutenverg y los relatos largos me gustan en papel

g.l.r. dijo...

Estimado Miguel, me temo que somos de la misma opinión. Nada como el papel, es cierto.

Espero que te guste el relato.

Ya nos veremos por tu blog. La verdad es que disfruto acercándome por allí.

Un saludo.